domingo, 30 de octubre de 2011

LAS SIERVAS DE MARIA Y NUESTRA BANDERA

Las Siervas de María y nuestra bandera




Siempre que tengo la fortuna de adquirir un libro del académico Don Arturo Pérez Reverte, además de reencontrarme con el émulo de Benito Pérez Galdós de este siglo, navego por sus páginas de manera sobrecogedora, no ya porque en sus relatos y en sus exclamaciones y epítetos de tebeo, me reencuentro con los mismos héroes de mi infancia que él: Tintin, la Isla del tesoro y un largo etcétera, o me maravillo con los términos náuticos que tan bien maneja, o me siento tan dolorido como él por los avatares de nuestra propia “madrastra” y cómo la manejan quienes ostentan el poder desde las covachuelas de los partidos, que diría otro eximio como Azaña.



En los Barcos se pierden en tierra, que acabo de “devorar”, recopilación de sus textos y artículos en prensa, desde 1994 hasta 2011, sobre barcos, mares y personajes próximos a la mar, uno de ellos me ha hecho llorar, quizás se deba a la fragilidad que uno va sintiendo con el paso de los años, aún cuando quien firma sea ligeramente más joven que nuestro afamado novelista, o acaso a que su texto me transportó desde San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, a una recoleta plaza de mi Granada natal, en la placeta de la Encarnación, donde también existe un convento de las Siervas de María, en cuyos patios y bajo sus galerías pude corretear y disfrutar de sus sabrosos dulces, en los ya lejanos años de mi infancia.



Aquellas monjas de San Juan de Puerto Rico, alguna quizás, supieran del relato de cómo Francisco el Carpintero les salvó la vida en los años aciagos previos a nuestra Guerra Civil, saltando entre los tejados vecinos para alojarlas en el número 12 de la calle Niños Luchando y proteger dicho convento de los incendios de otras iglesias, que como en Madrid o Barcelona, eran presa de las turbas. O alguna de estas monjas pudiera haber pasado algún tiempo entre los surtidores de Granada y con ese saludo de nuestra bandera quisiera pedir al Supremo una buena navegación para ese navío patrio.



Al igual que ese anónimo náufrago que atada la bandera a su cintura para que no fuera apresada por los yankees, durante del Desastre de 1898, su valor y su memoria, como la de aquel modesto carpintero, mi abuelo paterno, como el ondear nuestra bandera desde la pérdida de nuestras colonia, a modo de abrazo para los compatriotas que entran o salen de Puerto Rico, refuerzan los vínculos con nuestro pasado y la obligación de honrar la memoria de estos hombres y mujeres, para que en un mañana cercano, a esas monjas, a esos náufragos y a esos anónimos artesanos, su legado de sacrificio no haya sido vano y, de nuevo, aprendida la lección de nuestra historia pasada, logremos otorgar con nuestra solidaridad y trabajo, la recompensa de tantos esfuerzos, de tantos menosprecios y de tanta amargura, a las generaciones venideras, para que con el dolor añejo de otrora el porvenir les sea más rutilante.

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