viernes, 19 de julio de 2019

UN EQUIPO DE LEYENDA



UN EQUIPO DE LEYENDA

Aún hoy día los veo en el mismo lugar, bajo un sol despiadado. Repanchingados sobre las escasas gradas del campo de fútbol de la Federación en el Zaidín, a la sombra de las tapias enjalbegadas y de los escuálidos árboles que circundaban aquel recinto, una bolsa a los pies. Allí me presenté yo con mi deslumbrante macuto de Adidas, dentro unas botas de la misma marca con tacos metálicos, una toalla y algún que otro aditamento deportivo más. Si ya la ausencia de césped me pareció de lo más  extraño, aquellos aprendices de futbolista que se sonreían con mi aparición y mi extraño acento del país de los tulipanes para ellos, no dudaron en mostrarme su simpatía y su proverbial chacota granaína, la misma de mi padre, de su hermana como de mi tío Pepe Luis, y qué decir de los abuelos, la una de Benalúa de las Villas, los otros del Realejo o de cuantos habían visto la luz por la Magdalena,   Santa Paula, el mismo San Matías o las angostas calles de Las Angustias.

Villegas nos iría llamando para formar el equipo juvenil del Granada C.F. Entonces conocí sus nombres, pues nadie antes supo presentarnos, ni disipar el resquemor que me llevaba comparar mis correrías sobre el césped de aquellos campos verdes de Saint Josse, Saint Gilles, Scharbeek o el mismo Estadio Heysel de Bruselas, al lado del majestuoso Atomium,  donde antes había tenido la fortuna de jugar y de pavonearme por aquellos vestuarios que años más tarde conocerían la tragedia en una final europea. Los de este estadio, como los de tantos otros por donde llevamos los colores del Granada C.F de Candi, ni que decir tiene me parecieron como los que tendrían en Africa, con agua helada, la cal desprendiéndose, nulos espejos, pero eso sí, la guasa, la sorna y la ilusión juvenil, siempre estuvieron presentes.

Pero recibir unas zapatillas de lona, vestir la camisa a rayas de blanco viejo y rojo desvaído, el calzón azul añil, los suplentes lo lucirían más claro, las medias blancas con la vuelta roja, que quizás fueran las mismas zamarras de la época de Trompi y de aquellos cuya alineación de niño mi padre recitaba de memoria, era como recibir la coraza siempre soñada, aunque entonces ni escudo portábamos, pero eran nuestros colores y alcanzar parte de nuestros sueños, o de entrar en la élite como filiales para poder estar en la tribuna del entrañable Los Cármenes, con la garita de los grises a la izquierda y las cumbres nevadas a la derecha, de gañote, viendo a los Ñito, Vicente, Fernández, Santos y aquella constelación de fajadores,  enfrentarse a los Netzer, Amancio, Araquistaín,  del Real Madrid, o los Rifé, Marcial, del Barcelona

De esa lista que nos llevaba a un centro de campo sin apenas marcas, todo polvoriento y con sólo en los fondos las consabidas porterías y, posiblemente sin red, fui memorizando a mis nuevos compañeros: Manuel Parra Martínez, Antonio Prieto, Joaquín…., Francisco José,  Jorge Gallegos, Cuesta, José Luis Garrido, Paco Sánchez, Manolillo Alba, otro como el Magefeso, su apodo o nombre de guerra, lo sabría después mientras subíamos las empinadas cuestas de la Alhambra hasta el Llano de la Perdíz, para iniciar la pretemporada, los demás, desgraciadamente, mi ya lastrada memoria , los ha ido arrinconando, aunque me gustaría saber de ellos, de cómo llevan el paso de los años y cómo se llaman.

Para mí, fue mi verdadero equipo de leyenda, no ya por sus conquistas deportivas, los éxitos, las nulas  crónicas de la prensa, los resultados, ni el siempre encono que se nos tenía por los entrañables catetos de Maracena, Pulianas, Armilla y el extrarradio granadino, donde se nos recibía en ocasiones a paraguazos, si el resultado no era el apetecido para la hinchada local, y que íbamos hasta allí en aquellos mastodontes metálicos de tranvía,  el mismo que hacía temblar la Colegiata, o en mi añorada calle de Niños Luchando, junto a los cuartos de su campana mayor, y los más lejanos de la Catedral, dando la última hora; o en la trasera de la Jardinera desde el Triunfo, siempre pastoreados por la sonrisa perenne de Pedraza, con su inconfundible nariz teatral y su inseparable pitillo, aquel que antes de saltar al campo y haber confeccionado la alineación, nos daba la eterna consigna: ¡a echarle cojones!, y a mí, todavía retumba el eco de su voz: ¡Orero,  por la virgen!, cuando me creía que el balón sólo era mío.

Cierto que en la portería José Luis daba algún cante que otro, que dudábamos entre la agilidad del segundo portero, algo más pequeño; que en la defensa Gallegos sabía imponerse a los delanteros por su gran envergadura, mientras el resto de los de atrás trabajaban a destajo y Parra imponía siempre su ley, con aquellos silentes golpes en los tobillos que salvo el contrario, el árbitro nunca vio, mientras  Paco Sánchez corría por la banda con el 2 como si llevara al diablo sobre los hombros. En la media, luciendo el ocho a la espalda, yo procuraba llevar el balón arriba, interceptar,  tirar corners olímpicos o hacer driblings y disparos a puerta inverosímiles, aunque con más pérdidas y retenciones de balón de lo que gustaba a mis compañeros y qué decir a Pedraza. Mejor lo hacía Paco Justicia, que bien parecía un torero en la Maestranza con su temple, su quietud y el buen manejo de la pelota, dando pases a diestro y siniestro. Un auténtico artista.  Arriba, como delantero centro, Cuesta, parecía emular a Gárate en sus incursiones; Joaquín, extremo, más era el rabo de una lagartija que un corredor de fondo. Cuando tuvo su primer Seat 600, después de sus correrías por los vericuetos del dédalo de las angostas calles de Granada y de una despedida de soltero, o cualquier otra celebración nuestra, me juré nunca más subirme en un coche con él, pues Fernando Alonso a su lado, sería un principiante. En este recuerdo, no podía pasar por alto al entrañable y muy querido Manolo Alba, el sempieterno mancebo de la farmacia de Gran Vía, otro de los finos futbolistas, con su inconfundible y preciado acento Albayzinero y su sonrisa a flor de piel. ¡Qué gran tío!

Sí, conquistaron mi corazón, también me permitieron reencontrarme con mi patria chica,  en particular y que nadie se ofenda, mi añorado Manolo Parra, nuestro Bobby Stiles particular, pues lo mismo que daba leña, siempre estaba para arropar al compañero.  También Antonio Prieto, con su perenne abrigo largo o desde la librería Nobel en la calle la Cárcel. El primero desde su casa en la calle San Isidro del  barrio Fígares, donde su padre, venido desde Huercal Overa, también de nombre Isidro, regentaba un modesto despacho de telas, y donde en unos billares cercanos nosotros hicimos nuestro centro de abandono, juegos,  planes de conquista y, a no dudar, quemar el tiempo.

Pronto supe por ellos lo que era un follaza, servirles de traductor para perseguir a cualquier niña de viaje de estudios que se presentara hablando francés, recorrer el Sacromonte, el Albayzín,  Campillo, o estar de guardia en el Landázuri y tantas pensiones y hoteles de aquella Granada de los albores de los años setenta, del pasado siglo XX. O pasar los calurosos domingos en la piscina Miami, en la Neptuno o en excursiones por nuestros entrañables ríos. Subir al Duque y conocer los ventorrillos de aquella vega feraz, además de aprender a jugar a las cartas y el dominó.

Conocí las entrañas del barrio San Matías, lastimosamente derruido hoy, aunque fuera una Redondilla de Cervantes o un barrio chino contrahecho, aunque ya un aprendíz de mi abuelo en mi más tierna infancia, en lugar de hacer los encargos pertinentes de la carpintería, conmigo en el sillín trasero de una bicicleta y como excusa, me paseó por aquellas callejas singulares y de mancebía donde a él su incipiente lozanía empezaba a despertar sus más profundas pasiones y la prohibición, el pecado y las admoniciones continuas de entonces, seguro que en él habían acelerado el anuncio más íntimo.

El dormir convenientemente antes de un partido, el hacer una preparación y una ingesta propia de un deportista, empezaron a pasar a segundo plano, pues cierto es que mis dos amigos, en eso de ligar, al gran  Casanova lo dejaban como una colilla, pues con ellos el éxito estaba siempre asegurado y los “filetes”, término que se utilizaba entonces, que no era otra cosa que acentuados magreos con las chicas, era cosa segura, con noveladas historias después y, a no dudar, alguna otra operación que no se nombra.

Cuando la época de viajes de estudios no estaba en su apogeo, los inviernos, teníamos al amigo Graciliano,  que en la Zubia nos facilitaba la entrada a un cine donde acudíamos en tropel al baile, buscando siempre a quien enamorar, aunque recibiendo numerosas calabazas. Y  cuando el recinto, a espaldas del cuartel de la Guardia Civil de la Zubia y frente a secaderos de tabaco, con una modesta pista delante de un escenario, se inundaba de chicos y de chicas, éstas siempre sentadas observando, mis esfuerzos de ¡quieres bailar!,  solían saldarse con un rotundo fracaso, no así Manolo y Antonio, que por su enorme simpatía y gracejo, se las llevaban “al huerto”, que no al río, y yo en el último tranvía de regreso, me admiraba e inquiría para conocer el arte que desplegaban estos dos colosos como donjuanes.

Ya en los sótanos del Mayerling, nuevas conquistas empezaron a poner orden en la vida de mis dos compadres y nuestros nuevos retos profesionales, iban a distanciarnos de ese día a día de nuestras correrías juveniles, sin que por ello nosotros dejáramos de seguir conservando la gran amistad que nació con aquel “equipo de leyenda”

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