UN EQUIPO DE LEYENDA
Aún hoy día los veo en el mismo
lugar, bajo un sol despiadado. Repanchingados sobre las escasas gradas del
campo de fútbol de la Federación en el Zaidín, a la sombra de las tapias
enjalbegadas y de los escuálidos árboles que circundaban aquel recinto, una
bolsa a los pies. Allí me presenté yo con mi deslumbrante macuto de Adidas,
dentro unas botas de la misma marca con tacos metálicos, una toalla y algún que
otro aditamento deportivo más. Si ya la ausencia de césped me pareció de lo más
extraño, aquellos aprendices de
futbolista que se sonreían con mi aparición y mi extraño acento del país de los
tulipanes para ellos, no dudaron en mostrarme su simpatía y su proverbial chacota
granaína, la misma de mi padre, de su hermana como de mi tío Pepe Luis, y qué
decir de los abuelos, la una de Benalúa de las Villas, los otros del Realejo o
de cuantos habían visto la luz por la Magdalena, Santa
Paula, el mismo San Matías o las angostas calles de Las Angustias.
Villegas nos iría llamando para
formar el equipo juvenil del Granada C.F. Entonces conocí sus nombres, pues
nadie antes supo presentarnos, ni disipar el resquemor que me llevaba comparar
mis correrías sobre el césped de aquellos campos verdes de Saint Josse, Saint
Gilles, Scharbeek o el mismo Estadio Heysel de Bruselas, al lado del majestuoso
Atomium, donde antes había tenido la
fortuna de jugar y de pavonearme por aquellos vestuarios que años más tarde
conocerían la tragedia en una final europea. Los de este estadio, como los de
tantos otros por donde llevamos los colores del Granada C.F de Candi, ni que decir tiene me
parecieron como los que tendrían en Africa, con agua helada, la cal
desprendiéndose, nulos espejos, pero eso sí, la guasa, la sorna y la ilusión
juvenil, siempre estuvieron presentes.
Pero recibir unas zapatillas de
lona, vestir la camisa a rayas de blanco viejo y rojo desvaído, el calzón azul
añil, los suplentes lo lucirían más claro, las medias blancas con la vuelta
roja, que quizás fueran las mismas zamarras de la época de Trompi y de aquellos
cuya alineación de niño mi padre recitaba de memoria, era como recibir la
coraza siempre soñada, aunque entonces ni escudo portábamos, pero eran nuestros
colores y alcanzar parte de nuestros sueños, o de entrar en la élite como
filiales para poder estar en la tribuna del entrañable Los Cármenes, con la garita de los grises a la izquierda y las cumbres nevadas a la derecha, de gañote, viendo a los Ñito, Vicente,
Fernández, Santos y aquella constelación de fajadores, enfrentarse a los Netzer, Amancio,
Araquistaín, del Real Madrid, o los
Rifé, Marcial, del Barcelona
De esa lista que nos llevaba a un
centro de campo sin apenas marcas, todo polvoriento y con sólo en los fondos
las consabidas porterías y, posiblemente sin red, fui memorizando a mis nuevos
compañeros: Manuel Parra Martínez, Antonio Prieto, Joaquín…., Francisco José, Jorge Gallegos,
Cuesta, José Luis Garrido, Paco Sánchez, Manolillo Alba, otro como el Magefeso, su
apodo o nombre de guerra, lo sabría después mientras subíamos las empinadas
cuestas de la Alhambra hasta el Llano de la Perdíz, para iniciar la
pretemporada, los demás, desgraciadamente, mi ya lastrada memoria , los ha ido
arrinconando, aunque me gustaría saber de ellos, de cómo llevan el paso de los
años y cómo se llaman.
Para mí, fue mi verdadero equipo
de leyenda, no ya por sus conquistas deportivas, los éxitos, las nulas crónicas de la prensa, los resultados, ni el
siempre encono que se nos tenía por los entrañables catetos de Maracena,
Pulianas, Armilla y el extrarradio granadino, donde se nos recibía en ocasiones
a paraguazos, si el resultado no era el apetecido para la hinchada local, y que
íbamos hasta allí en aquellos mastodontes metálicos de tranvía, el mismo que hacía temblar la Colegiata, o en
mi añorada calle de Niños Luchando, junto a los cuartos de su campana mayor, y
los más lejanos de la Catedral, dando la última hora; o en la trasera de la
Jardinera desde el Triunfo, siempre pastoreados por la sonrisa perenne de
Pedraza, con su inconfundible nariz teatral y su inseparable pitillo, aquel que
antes de saltar al campo y haber confeccionado la alineación, nos daba la
eterna consigna: ¡a echarle cojones!, y a mí, todavía retumba el eco de su voz:
¡Orero, por la virgen!, cuando me creía
que el balón sólo era mío.
Cierto que en la portería José
Luis daba algún cante que otro, que dudábamos entre la agilidad del segundo
portero, algo más pequeño; que en la defensa Gallegos sabía imponerse a los
delanteros por su gran envergadura, mientras el resto de los de atrás
trabajaban a destajo y Parra imponía siempre su ley, con aquellos silentes
golpes en los tobillos que salvo el contrario, el árbitro nunca vio,
mientras Paco Sánchez corría por la
banda con el 2 como si llevara al diablo sobre los hombros. En la media,
luciendo el ocho a la espalda, yo procuraba llevar el balón arriba,
interceptar, tirar corners olímpicos o
hacer driblings y disparos a puerta inverosímiles, aunque con más pérdidas y
retenciones de balón de lo que gustaba a mis compañeros y qué decir a Pedraza.
Mejor lo hacía Paco Justicia, que bien parecía un torero en la Maestranza con
su temple, su quietud y el buen manejo de la pelota, dando pases a diestro y siniestro.
Un auténtico artista. Arriba, como
delantero centro, Cuesta, parecía emular a Gárate en sus incursiones; Joaquín,
extremo, más era el rabo de una lagartija que un corredor de fondo. Cuando tuvo
su primer Seat 600, después de sus correrías por los vericuetos del dédalo de
las angostas calles de Granada y de una despedida de soltero, o cualquier otra
celebración nuestra, me juré nunca más subirme en un coche con él, pues
Fernando Alonso a su lado, sería un principiante. En este recuerdo, no podía pasar
por alto al entrañable y muy querido Manolo Alba, el sempieterno mancebo de la
farmacia de Gran Vía, otro de los finos futbolistas, con su inconfundible y
preciado acento Albayzinero y su sonrisa a flor de piel. ¡Qué gran tío!
Sí, conquistaron mi corazón,
también me permitieron reencontrarme con mi patria chica, en particular y que nadie se ofenda, mi
añorado Manolo Parra, nuestro Bobby Stiles particular, pues lo mismo que daba
leña, siempre estaba para arropar al compañero.
También Antonio Prieto, con su perenne abrigo largo o desde la librería Nobel en la calle la Cárcel. El primero desde su
casa en la calle San Isidro del barrio
Fígares, donde su padre, venido desde Huercal Overa, también de nombre Isidro,
regentaba un modesto despacho de telas, y donde en unos billares cercanos
nosotros hicimos nuestro centro de abandono, juegos, planes de conquista y, a no dudar, quemar el
tiempo.
Pronto supe por ellos lo que era
un follaza, servirles de traductor para perseguir a cualquier niña de viaje de
estudios que se presentara hablando francés, recorrer el Sacromonte, el
Albayzín, Campillo, o estar de guardia
en el Landázuri y tantas pensiones y hoteles de aquella Granada de los albores
de los años setenta, del pasado siglo XX. O pasar los calurosos domingos en la
piscina Miami, en la Neptuno o en excursiones por nuestros entrañables ríos.
Subir al Duque y conocer los ventorrillos de aquella vega feraz, además de
aprender a jugar a las cartas y el dominó.
Conocí las entrañas del barrio
San Matías, lastimosamente derruido hoy, aunque fuera una Redondilla de
Cervantes o un barrio chino contrahecho, aunque ya un aprendíz de mi abuelo en
mi más tierna infancia, en lugar de hacer los encargos pertinentes de la carpintería, conmigo en
el sillín trasero de una bicicleta y como excusa, me paseó por aquellas callejas singulares y de
mancebía donde a él su incipiente lozanía empezaba a despertar sus más
profundas pasiones y la prohibición, el pecado y las admoniciones continuas de
entonces, seguro que en él habían acelerado el anuncio más íntimo.
El dormir convenientemente antes
de un partido, el hacer una preparación y una ingesta propia de un deportista,
empezaron a pasar a segundo plano, pues cierto es que mis dos amigos, en eso de
ligar, al gran Casanova lo dejaban como
una colilla, pues con ellos el éxito estaba siempre asegurado y los “filetes”,
término que se utilizaba entonces, que no era otra cosa que acentuados magreos
con las chicas, era cosa segura, con noveladas historias después y, a no dudar,
alguna otra operación que no se nombra.
Cuando la época de viajes de
estudios no estaba en su apogeo, los inviernos, teníamos al amigo Graciliano, que en la Zubia nos facilitaba la entrada a un
cine donde acudíamos en tropel al baile, buscando siempre a quien enamorar,
aunque recibiendo numerosas calabazas. Y cuando el recinto, a espaldas del cuartel de
la Guardia Civil de la Zubia y frente a secaderos de tabaco, con una
modesta pista delante de un escenario, se inundaba de chicos y de chicas, éstas siempre sentadas observando, mis esfuerzos de ¡quieres bailar!,
solían saldarse con un rotundo fracaso, no así Manolo y Antonio, que por
su enorme simpatía y gracejo, se las llevaban “al huerto”, que no al río, y yo
en el último tranvía de regreso, me admiraba e inquiría para conocer el arte
que desplegaban estos dos colosos como donjuanes.
Ya en los sótanos del Mayerling,
nuevas conquistas empezaron a poner orden en la vida de mis dos compadres y
nuestros nuevos retos profesionales, iban a distanciarnos de ese día a día de
nuestras correrías juveniles, sin que por ello nosotros dejáramos de seguir
conservando la gran amistad que nació con aquel “equipo de leyenda”
No hay comentarios:
Publicar un comentario