A SU MAJESTAD DON JUAN CARLOS I, REY EMÉRITO
DE
ESPAÑA.
Señor,
Es con profunda amargura que el mismo día que celebro el treinta y seis aniversario del nacimiento de mi hijo Fernando David, como
también que tres carabelas desde el puerto de Palos emprendieran la mayor gesta
de la humanidad, mi modesta casa no pueda servirle a usted para que nunca se
tenga que ausentar de su patria.
Ya mi abuelo y mi padre, en aquella Granada de sus años
de Príncipe, como magníficos carpinteros, hospedado en el palacio de los
Marqueses de Casablanca, en las cercanías de mi casa natal de Niños Luchando 18, si la memoria de ellos no
les fallara cuando me lo contaron, hicieron con su destreza, el buril, el escoplo
y el cepillo, que usted los felicitara por lo grata que le había resultado su
estancia y su descanso sobre aquellos muebles que ellos labraron para usted,
incluso que los invitara para rendirles el mismo servicio en Madrid, hecho que
les llenó de orgullo, pero quién iba abandonar aquel paraíso de Granada, ni
siquiera “pour tous les châteaux en Espagne”.
El tiempo, las vicisitudes económicas, mi abuelo un día
tuvo que ver partir a su hijo y siete nietos. Marcharían a Bruselas. Aun cuando
aquel exilio o emigración fue generoso con nosotros, hoy le tengo que confesar
que aún en su tumba el corazón de mi abuelo y de mi padre siguen llorando su separación,
pues ni siquiera vivir en el palacio de Laeken les hubiera servido de consuelo,
y entonces allí estaba nuestra candorosa Fabiola y el gran Balduino.
Por esa experiencia, por la de tantos otros insignes
españoles, Alfonso XIII, Alcalá Zamora y el autor de “paz, piedad, perdón”,
Azaña, que en los pasillos de un hotel de Montauban se preguntaba de qué país
había sido su Presidente y cuyos restos aún siguen esperando descansar definitivamente en su Alcalá de Henares, me
niego rotundamente, majestad, a que no revoque usted su decisión. Pues ya basta
de exilios para un español y qué decir del rey que supo sortear la dictadura para meternos en democracia.
Muchos españoles, como es mi caso, el de un modesto
empresario de la laboriosa y emprendedora Almería, sólo valoramos su actuación
política, su valentía cuando aquel golpe de estado, que a mí ese día me
pillaría junto a la estatua de Neptuno en Madrid; como los cuarenta años de paz
en los que su dirección han sido la mejor garantía, con tantos otros éxitos y
el cambio económico y social que se produjo. De su vida privada, ya bastante
dolor y zozobra lleva usted en el zurrón para que alguien pueda arrojarle piedra
alguna y sólo usted y sus familiares más cercanos sabrán cómo hallar la
concordia y los abrazos.
Mi familia y yo, hubiéramos querido ahora estrecharle también la mano,
rememorando aquel día en que ni siquiera mi abuelo y mi padre guardaron registro
alguno, nada más que la memoria de las palabras de agradecimiento de un entonces
titubeante y joven príncipe, en un
régimen que guardaba todos los recelos, pero al que aquel gallardo y apuesto joven, hoy gran Rey de España, volvía a encontrarse con los descendientes de aquellos humildes carpinteros para reiterarle a nuestro monarca la misma esperanza de futuro que mis viejos abrigaron, a pesar de los avatares del camino, y que nosotros hemos tenido la fortuna de haber visto hecha realidad, gracias a un gran timonel.
Pedirle que se cuide mucho y que si este 3 de agosto para
nosotros ya nunca será de fiesta, que pronto le podamos ver en su tierra, de
nuevo. Hacerle extensivo personalmente mi agradecimiento y de toda mi familia por
todo cuanto ha hecho por España.
Que sepa que nunca le olvidamos, que cuando venga me
encantaría servirle de guía por los bellos parajes de nuestra Alpujarra, último
lugar de otro exiliado granadino, o entre el vergel de los agricultores
almerienses, o por sus playas de cine: Cabo de Gata, Aguamarga, San José, o si lo desea, que mejor por los
vericuetos de los callejones y adarves de nuestra siempre amada Granada.
También lo podría hacer por Bruselas, pero me temo que pronto echaríamos de
menos los paisajes que un día pintara Velázquez.
¡Viva el rey!
¡Viva España!
Se despide de su majestad un fiel español.
Fernando Orero Sáez de Tejada
Almería.
España
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