domingo, 30 de octubre de 2022

EL INFAME PUEBLO VASCO, DE AYER Y DE HOY.

 

EL INFAME PUEBLO VASCO, DE AYER Y DE HOY.

 

                                                           I

A no dudar que el título de esta obra no me fue fácil escogerlo, pues no ha mucho, como en mi infancia, los vascos habían sido objeto de mi admiración. Tenían frecuente presencia en los conventos de la Encarnación, en los Jesuitas del Sagrado Corazón, en la Gran Vía de Granada, o en la misma residencia de éstos,  en San Jerónimo, al costado de la Iglesia del Perpetuo Socorro. Qué decir en los libros de historia, donde Juan Sebastián Elcano, marino y de Guetaria, era objeto de la narración más encendida del profesor. Y ya el súmmun,   cuando nos presentaba a Blas de Lezo, almirante español cojo, manco y tuerto derrotando a los ingleses y expulsándolos de nuestras posesiones en las Indias. Mientras que  en Moby Dick, la tripulación y el mismo capitán Ahab, nos parecía representar al ballenero o pescador de Pasajes, Motricu, Lequetio, Orio o Mundaca, siempre navegando en el bravío Mar del Norte o en pos de una quimera. Si se trataba del deporte, qué decir de las épicas narraciones futboleras: ¡A mí, Sabino, que los arrollo! Y de la religiosidad del Norte, con su absolutismo, sus “apostólicos”, su Carlismo, con su eslogan “por Dios, por la Patria y el Rey”. Y la santidad de uno de los hijos de Azpeitia, san Ignacio de Loyola, militar y líder religioso español durante la Contrarreforma, de única obediencia al papa. Como de la defensa de Bilbao, echa por los liberales, frente a Zumalacárregui. O el abrazo en Vergara de Maroto y Espartero, sellando el final de siete años de guerra civil, de los atavismos, la religión y los fueros frente al liberalismo, discípulo éste de la incipiente hegemonía industrial y política de los ingleses, botón de muestra para la política liberal.


Sin embargo, todo esto se derrumbó en cuanto unos jóvenes salidos de esos mismos valles, esos caseríos y esas industrias, mataban con Goma-2, un tiro en la nuca, una bomba lapa, a niños, ancianos, militares, policías, transeúntes, jueces, políticos y todo aquel que se les antojaba. Y no es que lo hicieran en el País Vasco, donde eran nativos, pasaron las vertientes de Pancorbo y llegaron a Madrid, Sevilla, Barcelona, Zaragoza, Burgos. Asesinaban despiadadamente o extorsionaban a los empresarios con el reclamo de sumas para sostener su siniestra deriva asesina, que era un negocio o una suerte de empleo remunerado en la clandestinidad.

Mientras esta barbarie, los conocidos “años del plomo”, de 1978 a 1980, raro era el día que no había un secuestro, una bomba o un crimen horrendo por parte de estos vascos. Que se escondían en Francia, amparados por la benévola justicia francesa y el presidente Giscard d’Estaing. Incluso en Bruselas o Amberes, donde compraban buena parte de su munición, encontraban el santuario donde guarecerse y reemprender los comandos para un próximo atentado.


Sin embargo, la iglesia católica vasca, en la persona de su obispo de san Sebastián, monseñor Setién, prohibía el responso por un Guardia Civil asesinado o en las sacristías, se ocultaban los asesinos y delatores de ETA, con la connivencia del canónigo, monje o sacerdote vasco. El mismo partido nacionalista vasco, fundado por el impresentable xenófobo Sabino Arana, cuyo catecismo aceptan aún hoy día sus militantes, comandado por Javier Arzallus; en la sombra, alentaban a esta banda de pistoleros, de manera a recoger ellos los frutos que su presión política lograría en Madrid, mientras cientos de esos jóvenes vascos se manchaban las manos de sangre y las élites, pisando alfombras, catequizaban y justificaban los crímenes, después de haberse atiborrado en un choco o el domingo, en la misa,  tras los golpes de pecho del Credo, comulgar como si nada hubiera pasado

Cierto es que también millares de coterráneos vascos tuvieron que emigrar,  por no aceptar la extorsión y el clima sanguinario impuesto por ETA y los partidos serviles del nacionalismo vasco, como para salvar la pelleja. Pero la gran mayoría, la mayoría llamada silenciosa, miraba para otro lugar cuando los “gudaris” asesinos, día tras día,  en una taberna, en mitad de la calle o en un portal, asesinaban sin valorar lo más mínimo la vida de un ser humano. Los cuarteles de la Guardia Civil, que sufrieron la barbarie más inhumana que se pueda uno imaginar, vieron cómo sus habitantes, especialmente los niños y las mujeres, eran golpeados cruelmente por las bombas y la metralla.

Se habla de más de 850 asesinatos por parte de la banda ETA, en más de 3.500 atentados, muchos de ellos sin esclarecer su autor material, que sin embargo en la prensa vasca, a veces eran justificados y además habían servido de espoleta para señalar la víctima, dar consignas o alentar la continuación del crimen. Esta prensa cómplice o meliflua, solían ser Egin, Deia o Gara, frecuentemente  altavoz de la infame, ininteligible cancamurria vasca.

Si hoy oyes que el Lehendakari del siglo XXI, Iñigo Urkullu, se declara no español y sabes que Jose María Aguirre negociaba con el Vaticano a espaldas de la República Española, siendo ministro sin cartera, y buscando salvar su culo y abandonar a los republicanos frente al avance de Franco, mientras los gudaris arrojaban las armas y salían despavoridos huyendo, frente a las huestes de Franco,  en junio del 37, no te queda más remedio que pensar,  que su raza es de infames.


¿Acaso fueron siempre así? Puede que no lo fueran y que quizás, en un futuro, si los maketos logran no ser abducidos por las élites nacionalistas vascas, como pasa con los charnegos en Cataluña, que además de introducir una fisionomía más bella que la que arrastran de su cuna los Echeverría, Goicoechea, Arruabarrena, Olaizola, Egibar, Irastorza, Burzako, Ibarreche, entre otros, y empiezan a imponer sus García, Fernández, Vargas, Sánchez, con sus genes traídos desde el Sur, Extremadura o la Meseta, el futuro podrá ser más solidario, humano y esperanzador, como  de menos tensión nacionalista. No será fácil, pues todos estos vascuences, con escaso barniz romano y una profunda raíz en el terruño, la piedra y la religión, absolutamente hipócrita, se harán fuertes en la conquista de esa misma clase inmigrante, ayer despreciada por Arana, o en Cataluña por el mismo Pujol,  y necesaria para conservar el poder, las regalías y el bienestar económico de su clase, intentarán  atraerlos, del mismo modo insolidario que han mostrado desde siglos sus antepasados más profundamente bizcaitarras, de modo a preservar inalterados sus fueros, sus tradiciones, su peculiar religiosidad y la ruptura con los orígenes de cuantos llevaron de fuera del país éuskaro, otros principios, otros sueños y una fraternidad con sus lugares de origen.


¿Y antaño, cómo fueron, qué tal representación dieron con motivo de las guerras carlistas, ya que en la romanización de la península quedaron un tanto excluidos, por la escasa población de entonces, los pocos recursos que podían ofrecer y la hostil orografía? Hora es, pues,  de contar una pequeña historia, para mostrarlos en su cobardía, traición y desatino, en la persona de a unos miserables Miñones, allá por el año 1841, representantes de esa infamia vasca que corre por las venas de los habitantes de Vizcaya y Guipúzcoa, empieza a expandirse ligeramente por Alava y, a no mucho tardar, también se apoderará de Navarra, si la Providencia no lo remedia y lo éuskaro no termina por imponerse.

                                                           II

El héroe del que ahora vamos a ocuparnos, era natural de Medina Sidonia, en Cádiz. Con tan sólo dos años, en la cuna, le llegaron el bramido de los cañones de Nelson, Churruca o Gravina, en su enfrentamiento a lo largo de los Caños de Meca, no lejos del cabo de Trafalgar, como también el llanto y las plegarias de las mujeres por los marinos españoles que perdieron sus vidas en aquel aciago año de 1805. Muy joven, ingresó en las Guardias Marinas y aprendió cuanto se podía saber de los galeones, las batallas navales y la mar, ascendiendo pronto en el escalafón,  sin que por ello su bello rostro, sus hermosos ojos azules y la dulzura de sus facciones, como su acendrada educación, perdieran un ápice  la alegría y simpatía connatural a las gentes del Sur, especialmente los nativos de la bahía de la tacita de plata.


Una España asaeteada por las guerras carlistas, centradas por tierras de Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra y el Maestrazgo, con brotes en Cataluña, el permanente conflicto con la flota inglesa por los mares, hicieron necesaria para el general Espartero la presencia en tierra de este apreciado militar español, en defensa del trono de la futura  Isabel II, como de la regencia de María Cristina, a quien siempre le sería fiel.

He aquí que Manuel Montes de Oca, en territorio alavés. “Álava, con Navarra, Guipúzcoa y Vizcaya,  es la tierra que podríamos llamar del martirio español, el fúnebre anfiteatro de sus luchas de fieras, y el redondel en que se han despedazado los gladiadores, por el gusto de las peleas y la embriaguez de la sangre”, –nos diría Galdós y eso que no conoció la España bajo el terror de la ETA vasca y sus acólitos católicos y del nacionalismo éuskaro - se alza contra su otrora amigo, el general Espartero, ahora regente, ya que doña María Cristina, desde el exilio francés, declara que ha sido desposeída por la fuerza, de su cargo.


Vitoria, por mor del alzamiento impulsado por Montes de Oca, se convertía en la atalaya de la sedición, sublevándose también la Diputación en pleno y la Milicia Nacional. El cura Dallo y el escribano Muñagorri levantan de nuevo las partidas y se lanzan para matar liberales. A esta proclama en favor de la desposeída Maria Cristina, se unen al marino y vate andaluz, los generales O’Donnell, Borso di Carminati y Diego de León. Sin embargo Espartero, con las fuerzas comandadas por Rodil y Zurbano, además de poner precio a la cabeza de Montes de Oca, por valor de 10.000 duros, empiezan a vencer los focos de disensión y se acercan a Vitoria para poner punto final a los pronunciamientos y la desobediencia.

En su residencia oficial de la Diputación, Montes de Oca ya había dejado pasar los días de frenesí, “sin dar paz a su mente ni a la pluma” lo que era un embrión de Gobierno fiel a María Cristina y la posible capital de las Españas, si un golpe de fortuna podía secuestrar en Madrid a la futura reina, la princesa Isabel, y traerla a Vitoria. Notaba que  la fe de los revolucionarios iba disminuyendo, las deserciones en las filas de militares crecían, sobre todo tras el anuncio de la detención y fusilamiento de Borso di Carminati en Zaragoza o el fusilamiento inmediato, sin ningún requilorio,  de siete miñones que se les ocuparon despachos de la Diputación rebelde. Las noticias de estas atrocidades, comunes en ambos bandos en estas guerras entre hermanos, infundieron en la población vitoriana el temor, por lo que pronto fueron disipando su aliento a la revuelta y mostrando a Montes de Oca que estaba sólo.


Había que alcanzar la frontera, antes de perecer ignominiosamente en Vitoria. Como todas las salidas, como todas las derrotas, como cualquier sueño roto, la partida fue amarga, nocturna y sigilosa, camino de Vergara, en cuya proximidad desertaban las compañías de Borbón para ponerse a los pies de espartero en Miranda. Aun cuando dudaba si dirigirse al puerto de Lequeitio y como buen marino embarcarse en un barco fletado para llevarse a fugitivos, Montes de Oca, acompañado de su fiel subordinado Piquero y los señores alaveses marqués de Alameda, Cicorroga y Egaña, más la compañía de ocho miñones, cuyos nombres pronto sabremos, a quienes en Mondragón Montes de Oca les pidiera que podían marcharse, sin que lo aceptaran, llegaron a Vergara


No lejos del lugar donde, pocos años antes,  Maroto y Espartero se abrazaron, poniendo fin a siete años de guerra, entre liberales y arcaícos o cristinos y carlistas, encontraron los fugados humildes aposentos donde pasar la noche, a las afueras del pueblo.

Alojados los ocho miñones en una cuadra, al calor de una mula y una pareja de vacas, no pudiendo conciliar el sueño, pues graves eran sus pensamientos y circunloquios mentales: “por qué se habían mezclado ellos en las disputas de un Gobierno establecido y la Cristina; qué tenían ellos que ver, simples y míseros soldados con las banderías de unos y de otros, o las disputas de unos cuantos caballeros de Madrid por un me pongo yo en vez de tú. Acaso cruzada la frontera, el porvenir que les iba a deparar en medio de los gabachos no sería aún más tétrico. Y si de aquí a la frontera no se interponía un destacamento de tropas leales y terminaban fusilados delante de un pelotón. ¡Qué horror! “Qué mundo éste! Valía más ser animal  que español!

En la mente de los ocho miñones, que pronto conoceremos mejor, ninguno podía conciliar el sueño y los tumbos sobre la paja en la cual estaban tendidos, eran continuos y sobresaltados.


Dos de ellos, que habían estudiado para cura, en el seminario de Vitoria; amanuense después en Deusto y Salamanca, el más delgado, apellidado Setién, en susurros apenas audibles por su vecino y también con visos de futuro canónigo, Javier Arzallus, acercaban los rostros para convenir que no podían desperdiciar la ocasión de embolsarse diez mil duros y ponerse a bien con la autoridad vencedora, en este caso con el regente Espartero, que a buen seguro tendría misericordia con ellos, les perdonaría y, por ende, se embolsarían en duros bien reales, la cabeza de Montes de Oca, pedida por el siempre feroz Zurbano. Poco a poco, los restantes miñones, arropados en sus mantas, cual culebras, se arrastraron entre la paja para acercarse a los dos cabecillas del austero coloquio. Eran Urkullu, taimado maestro de escuela; Ortuzar, amante de comistrajos y empinar el codo, lo que le proporcionaba a su oronda faz y su mejor condimentado busto, un terno bien rojizo y un enorme parecido con el canónigo Echeverría, confesor de Carlos María Isidro; Francisco Javier García Gaztelu, apodado por todos ellos Txapote, siempre dispuesto a cometer la mayor atrocidad y sin el más mínimo remordimiento; Henri Parot, un menguado hombre, de padres franceses y el espolique necesario de esta banda para servirles en el aparejo de la caballería, alimentar a los caballos y disponer el catre para todos ellos, como del abastecimiento de la munición. Era despreciado tanto por vascos como por franceses, razón de su misantropía. De ojos ratoniles, dificultad para expresarse, por su analfabetismo, pero íntimo de otro de los comparsas de esta tragedia, Jesús María Zabarte Arregui, el carnicero de Mondragón, que en cuanto pudo enterarse que por entregar a Montes de Oca recibiría mil doscientos cincuenta duros, con sus enormes manazas de destripar bestias, el hedor que siempre le acompañaba, pues ninguno de ellos era muy propenso a lavarse, y éste y Otegui de la calle, la jarana y el matadero habían hecho su vida antes de ingresar en el cuerpo de miñones, palmeó el suelo cual si fuera abrir un zulo para esconder su presa, ante el estupor de los restantes, por el ruido causado, y la sonrisa cómplice y festiva de los ocho.

Sólo les frenaba el miedo a la infamia. Qué de indignidades dirían de ellos, cómo serían mirados en sus Alonsóteguis, Hernanis o en la ría del Nervión. Cuántos se volverían a su paso señalándolos con el dedo a su prole: “ahí van quienes vendieron a Montes de Oca por un duro, como Judas hizo con Jesús Cristo”. Y cuando entraran en la iglesia, para el diario rezo del rosario o en domingo, en misa solemne, las beatas susurrarían, entre dientes, a su vecina, “por ahí van los delatores de  un poeta, de un marino, que  cobraron su cabeza en oro”. El mismo viento del Norte, acaso no entraría por las rendijas de los hogares, para decirle a sus moradores que por esas calles merodeaban los mismos que un día apresaron a un inocente, por la plata.

El más elocuente, el más decidido, y el que menos tenía que perder, pues ni familia se le conocía, Arnaldo Otegui, ayudado por Arzallus y la contumacia de Ortúzar, pues Urkullu sólo sabía mirar de un lado para otro de manera temblorosa, codo con codo con Setién, con rostros ambos del color del papel, logró imponer su dicterio, a pesar de su pobre dialéctica, tras un coloquio en vascuence, tras el cual, lo único que podía salir de aquel círculo tan estrecho, eran las frecuentes interjecciones en castellano, lo poco que manejaban con destreza del idioma español, ya que en un vascuence del que ellos mismos se expresaban mal y sólo contaba con rudimentos, según fuera el origen del parlante,  procuraban  que nadie más pudiera ser testigos, salvo la mula y las vacas. Eso sí, en un cuarto de hora, los ochos miñones estaban plenamente de acuerdo en la despreciable villanía.


Dispuestos ya todos en una misma traidora y abominable solución, adoptada la estrategia según el ingenio de Txapote, que en su infancia robaba en las huertas, y de alguna gallina o cerdo que solía apoderarse, abandonaron el establo y saltaron la valla de madera de un cercado frontero con las dos casas que alojaban los paladines de la Reina, y con fuertes voces empezaron a gritar: “¡Zurbano, Zurbano”!...

Los caballeros alaveses y Piquero, salieron de sus lechos como quien lleva el demonio a sus espaldas, saltando por ventanas y con lo puesto. Mientras tanto, dos miñones apostados al pie de la escalera que conducía al dormitorio donde descansaba Montes de Oca, los valientes Zabarte Arregui y Parrot, no veían que se produjera movimiento alguno y su presa parecía no darse por enterada. Acaso se habría escondido en los armarios, pues la casona ya estaba completamente abandonada y rodeada por los seis restantes miñones.

Con el miedo en el cuerpo, los ocho miñones, los ocho traidores, uno tras otro, a tientas, subieron la estrecha escalera y con todo el cuidado del mundo, abrieron la puerta para percatarse que el jefe de la insurrección estaba plácidamente dormido. “Su tranquilo sueño era la expresión de su ciega confianza en los ocho corazones vascos a quienes había entregado su vida”…

Por un instante, creyeron verlo muerto. Uno de ellos, Arzallus,  le llamó: “Don Manuel, señor don Manuel…”. Imposible, no despertaba. Precisó la escoria humana vasca, sacudirle un brazo. Abrió los ojos y delante de él tenía a dos chicarrones , Arzallus y Otegui. Preguntó qué ocurría y por qué no estaba con ellos su fiel ayudante Picardo y si “¿es hora de salir?”

El más desenvuelto, a quien menos le temblaban las piernas en ese instante, Txapote, balbucea: “Es usted preso, los demás han huido, usted no puede, don Manuel, y ahora se viene con nosotros a Vitoria”.

Empezó a comprender entonces lo que pasaba. En su alma de marinero, en su corazón andaluz, en su mente de poeta, aún no se percataba de la triste realidad y de su apresamiento.

Se incorporó vivamente, miró alrededor suyo, vio a los ocho. Y sin armas, pues nunca las creyó necesarias,  les dijo: “Vosotros me prendéis, me lleváis a Vitoria…Pero no lo haréis movidos del premio que dan por mí. No valgo yo tanto, amigos”.

-“Señor don Manuel, -dijo el valiente Otegui, ya repuesto de su turbación y escalofríos- no nos enredemos en palabras que no vienen al caso. Vístase pronto, que tenemos prisa”.

-“Bueno, hijos: pues tenéis prisa, ahora mismo nos vamos. Dejad que me lave un poco: es costumbre de mi tierra andaluza, que vosotros como buenos vascos bien es sabido no tenéis. Amanece ya; saldremos con la fresca y marcharemos tan rápidamente como queráis”.

Partieron a escape, a los miñones se les hacían eternas las horas que faltaban para cobrar el importe de la res que ponían en venta.

En su desesperada huida, los miñones no cuidaron del jamelgo que entregaban al preso, ni de las vituallas. Eso sí, de Vergara a Vitoria, trataron de echar por los atajos y cortados más apartados de la población, evitando cualquier repentino encuentro con tropas que pudieran restarle el mérito y el premio del botín.

En uno de los breves descansos, el prisionero, vació sus bolsillos y entregó a sus carceleros cuanto poseía, una culebrina donde guardaba diez onzas y plata menuda. Era la clara muestra de la elegancia  y abolengo de una rancia cultura árabe, judía y romana que se habían prendado de Andalucía. Una vez despojado, arrearon de nuevo.

Por el camino, los miñones hablaban entre sí el idioma vascuence, del cual el infeliz preso nada entendía, sintiéndose aún más aislado, más lejos de su patria y de su acervo andaluz y español.

Estaba en suelo desconocido, en medio de unos bandoleros, sin que la hermosura de su entorno le mereciera la más mínima atención como poeta, sufriendo sed y el daño que estos ocho bárbaros infligían a los jumentos, llevados por carniceros y la ininteligible lengua vasca, que parece cortarte el cerebro como una sierra por su aspereza.

El pobre jaco, ya en los huesos y apaleado para que volara en lugar de cabalgar, apenas podía sostenerse. “¡Basta hombres, basta que ya llegaremos”, -les gritó Montes de Oca, compadecido del jamelgo más que de él mismo-

Ya a las puertas de Vitoria, dos de ellos, Urkullu y el basto Ortúzar, fueron enviados para informar al general Aleson, ahora en la Casa Consistorial, en la calle San Francisco, de la valiosa presa que pretendían entregarle, a cambio, como Rodil y Zurbano, habían voceado, del premio de los diez mil duros. Mil doscientos cincuenta para cada uno.

Ya sólo en las mazmorras del presidio vitoriano y después de que un oficial hubiera tomado nota de su filiación. Pueblo de nacimiento: Medinasidonia. Estado: soltero. Edad: treinta y siete años menos dos meses. Patria: ingrata España. Se acordó de un oficio en el que se leía: “Gobierno Provisional…Excelentísimo señor: Este infame pueblo nos ha vendido y su Ayuntamiento ha oficiado a Zurbano diciéndole no harán resistencia y me entregarán…Se hace, pues, indispensable abandonarlo, y lo verificamos esta noche…”

“Salió sin sombrero. En el patio que daba a la calle San Francisco esperaba una carretela. A ella subió el reo, con el capellán a un lado y el coronel enfrente. Pronto llegaron a la Florida. Poca gente había en las calles y a la entrada del paseo. El honrado pueblo de Vitoria hizo al mártir los honores de un respetuoso duelo, alejándose del teatro de su martirio. Las personas que acudieron a verle pasar le compadecieron silenciosas. Algunas le miraron llorando. Durante el trayecto fúnebre, Montes de Oca habló algo con el capellán.”

“La parte de ciudad que recorrió dejaba en su alma impresión de soledad, de silencio, de olvido. Creyó que muriendo él, moría también Vitoria, la que había sido capital del efímero reino de Cristina.”


Puesto en el lugar donde debía morir, se despidió del capellán y coronel, Montes de Oca, con voz sonora, se dirigió a los granaderos que pronto cargarían sus armas y a la voz de “fuego” descargarían todo su arsenal sobre su pecho varonil. Dio  los vivas a Isabel y Cristina y sonó el estruendo de la descarga. Herido en el vientre, se mantuvo en pie. La segunda descarga, ya le alcanzó el pecho y lo derribó. Pero aún seguía vivo, sus ojos azules y su trémula voz, al soldado que se le acercó, con un dedo ensangrentado, le señaló la sien. “Tírame aquí, y acabemos”.

Este fue el fin de un héroe. De uno de esos mitos españoles que el desvarío político del momento alejó de un mayor provecho para la Nación.

Y tú que hasta ahora has seguido este relato, qué crees que fue de aquellos ocho Judas Iscariotes, de aquellos que como el discípulo de Jesús, ante el sanedrín, traicionaron a su pastor, por unas monedas. Estos ocho vascos, lo hicieron por diez mil duros y son los antepasados de los mismos que en el país éuskaro, como le gustaba llamar a Galdós, a quien hemos seguido su obra de Montes de Oca, han engendrado a Iñigo Urkullu, Javier Arzallus, Arnaldo Otegui, Francisco Javier García Gaztelu, más conocido como Txapote, Henri Parot, Jose Mª Setién y Jesús María Zabarte Arregui, famoso como el carnicero de Mondragón, como a millares de otros paisanos, responsables de la crueldad, la sangre y el odio, que aún pervive por tierras vascas y que  también han logrado extrapolar a tierras del Sur, donde la paz, el buen gusto, la sonrisa y la cordialidad, son ensombrecidas cada vez que alguno de estos vascos aparecen en los medios o extorsionan al Estado español, en  chantaje y por la siembra de los diez mil duros, hoy miles de millones, que ahoga cualquier sentimiento de solidaridad con esas gentes.

Infame: 1. Adj. y n. Se aplica a la persona carente de fama, prestigio o representación social. 2. Se aplica a la persona que obra o es capaz de obrar con maldad o vileza, así como a sus acciones. 3 (inf) adj. Aplicado a cosas o a nombres de agente, muy malo: “Es un músico infame”. Del diccionario de María Moliner. Editorial abreviada por la Editorial Gredos.

El Mirlo Blanco.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario