AQUELLA SEMANA SANTA DE GRANADA
Para nosotros, los niños en el 18 de la calle de Niños Luchando, la Semana Santa siempre llegaba mucho antes, pues en la carpintería de mi abuelo, con la ayuda de mi padre y algún que otro auxiliar o aprendiz, el ir y venir a la iglesia de San Antón, a su sacristía para ir llevando los materiales que luego darían forma al canastillo de la Virgen de los Dolores y el Cristo del Rescate, como del resto de la urdimbre de madera de los pasos, en su posterior culminación y atrezo definitivo para el desfile por las calles de Granada, hacía tensionar el hogar de los abuelos y del joven matrimonio que se iba cargando de hijos, en unos años en los que la economía de la ciudanía no era nada lustrosa y tampoco el trabajo de un ebanista estaba bien retribuido, menos aún dos familias enracimadas en el mismo lugar y con una prole que no paraba de crecer, en número y en necesidad de alimento.
El ras-ras, ras-ras, de la sierra, el clavar las puntillas, los
golpes de martillo, el lijado con el
cepillo o la garlopa, el eterno olor a madera, el aire siempre viciado de
polvo, la viruta como alfombra mullida y
las mismas voces del taller, los juramentos o las estridentes blasfemias por
alguna equivocación o irritación: me cago
en el copón bendito; podían ser imprecaciones que aún hoy vienen a mi
mente, como el murmullo entre labios de la abuela al oírlo: perdónalo señor porque no sabe lo que dice;
formaban parte de mi geografía infantil, mientras mi madre dejaba la costura y
ensombrecía el semblante, pues bien sabía que se avecinaba tormenta y magro dinero
para el alimento de los churumbeles o la imposibilidad de comprar d nuevos hilos, nuevas blondas y telas en la mercería para acabar un vestido, como también el
escenario previo al drama de la Muerte y Resurrección de Jesús Cristo y de las
vacaciones de la Pascua en el vecino colegio de la plazoleta Cocheras de Santa
Paula, donde acudía para aprender mis primeras letras.
Por esas calles de mi amada ciudad natal, yo también desfilé, no ya como acostumbraba a hacerlo mi padre, vestido con capirote y en el pecho luciendo la cruz roja de San Andrés, sobre un inmaculado sayal blanco, lo hice como si fuera monaguillo, en medio de las hileras de penitentes y llevando una bandeja de plata en auxilio de los cirios o quizás portando el incienso, pues tardó tiempo en desvanecerse ese cautivante olor de mí. O eso quiero creer ahora. ¡Ha pasado ya tanto tiempo!
Éramos devotos de la Virgen de
los Dolores y del Cristo del Rescate, pues las dos cofradías habían sido
fundadas por don Ramón Contreras Pérez de Herrasti y los Gómez de las Cortinas
Atienza, forzados por la enorme relación afectiva que mis abuelos y mi padre siempre
tuvieron con este ilustre prócer granadino y su familia, a quien nada podían negarle, aunque
poco fruto y muchos desvelos le ocasionaba, como por haber estado muy
vinculados al barrio de la Magdalena antes de irse a vivir al Centro, en Niños
Luchando, concretamente desde la calle Jardines.
En la madrugada del Martes santo,
tras una oración a la virgen y a oscuras en la iglesia, toda desmantelada para
poder acoger el cierre del cortejo, las monjas tras las rejas esperando a la
madre celestial, ya devuelta, mis progenitores habrían podido saborear en lo más íntimo de su
ser la alegría de haber concluido con éxito lo que con tantos anatemas y
esfuerzo antes de esta festividad a ellos tanto les había costado y que, por otra
parte, escasos ingresos les permitían, y que ya en días posteriores concluiría
con el desmantelamiento de todo el entramado, que Granada había contemplado, con
el silencio entre bambalinas de sus humildes artesanos y hacedores, como también de un puñado de costaleros cazados por la necesidad y el hambre, de unos duros en aquellos años de miseria, tendidos en el suelo recuperaban el resuello de horas de esfuerzo bajo palio.
Esta vez, con el eco de algún beodo de los que habían portado las andas y acaba de gastarse el estipendio convenido que el capataz le ha entregado, con la corriente invernal del Darro, que hace que los tres vayamos con la mirada fija en el suelo, en silencio y cansados; abuelo, padre y nieto, despojados ya de toda vestimenta ornamental, por Puerta Real, Mesones, placeta de la Trinidad, Botánico, estatua de Carlos V, la Encarnación, andemos sin palabras, arrastrando los pies, buscando, con el último rezo, la entrañable calle de Niños Luchando.
Pasará Jesús de la Burriquilla debajo del arco de Elvira, el domingo de Pascua, como si
estuviéramos en aquel Jerusalén, mientras la multitud pareciera también bajar
del monte de los olivos y no del vecino Albayzín, con los chiquillos vestidos a
usanza hebrea. Volverán los barrios del Realejo, Centro, Fígares , Albayzín,
Magdalena; calles como la Alcaicería, la Cárcel, Elvira, acera del Darro,
Pavaneras, la Colcha, la Alhondiga y tantas y tantas, a llenarse del olor de
incienso y de colores, como de las palmas o las ramas de olivo a la salida de
la misa, dando así comienzo, a las cinco de la tarde, de una nueva Semana Santa.
En las casas el potaje de
vigilia, las torrijas, los buñuelos, la leche frita, el bacalao o los roscos,
harán las delicias de chicos y grandes, mientras las mujeres planchan, cosen y miran con embeleso cómo quedan las vestimentas, trajes y mantillas de quienes desfilarán o simplemente irán a visitar al Señor en iglesias o conventos, o en la misma majestuosa catedral metropolitana
Así con mayor fervor penitencial o simplemente por conservar las tradiciones que nos legaron nuestros antepasados, las calles de Granada, ayer como hoy,... y quizás, cuando ya no estemos, volverán a ser escenario del paseo del Hijo de Dios y de su madre con una imaginería rica de arte y del humilde trabajo de algún que otro artesano que nunca firmará su obra, pero que con su granito de arena habrá contribuido en otro momento culminante de la historia de Granada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario