Un adiós a mi abuela
De repente me anuncian tu muerte, que no por
menos esperada, pues tus ciento y un años no presagiaba ya nada bueno, a
nosotros también nos condena, pues contigo se va buena parte de nuestros
recuerdos infantiles y de nuestra propia vida, que ahora sólo a ti podrán
acompañar.
Ya no queda nadie a quien le pueda preguntar
por aquella su Granada de los albores del siglo XX, ni traerle a la memoria los
dulces momentos vividos con su Paco, mi entrañable abuelo, “el de los niños”
como le llamaban en la parada de taxis. Que en su vejez y en su ausencia,
cuando de cómo se conocieron le preguntaba yo. Siempre le traía a su faz
arrugada, pero aún luminosa, una alegría picarona que exhalaban sus apretados
ojos de almendra. Ni de las tórridas tardes en el último piso de la Acera de
Canasteros, al frente la inmensa y hermosa vega de Granada, mientras el
asmático traqueteo mecánico de una locomotora expelía por su chimenea orlas de
vapor en su tronante paso, dejando tras de sí sueños y emociones nuevas. Ni
podré rememorar sus coplas cuando, delante de la pila de lavar gris, se afanaba
en lavar y restregar la ropa de su vasta prole y de algún que otro nieto que se
incorporaba al hogar de los abuelos.
Entonces, contigo, como con los otros
abuelos, Granada era como más luminosa. El astro sol desplegaba toda su
majestad, el cielo de un añil abrasador, sin una nube de día o la púrpura del
atardecer más pinturero que se pueda imaginar. Las casas encaladas del Albayzín
y de la Cruz de Piedra, el ir y venir matutino de las golondrinas, desde tu
trabajosa atalaya de Acera de Canasteros, me parecía en mi infantil
imaginación, el paraíso.
Aún en tu rigidez protectora de tantos hijos
como tuviste, quedaba siempre, a pesar del paso de los años, ese porte de reina
que traía loco al abuelo. Qué alegría cuando con vosotros, después de pasear en
aquel Dos caballos Citroën gris, por el pantano de Cubillas o en reyes
Católicos, rematábamos la excursión con un brazo gitano o un milhoja de la
Bernina o la Mezquita, cuando ya Granada empezaba a despojarse de su propia
piel de siglos y comenzaba a perder sus propias señas de identidad y su
fraterna alianza familiar.
Una vez más un ser querido se va sin que le
haya podido decir adiós. Hacía tiempo que tenía pensado visitarte, aún en el
duro marco de tu residencia y de tu desmemoria, para oír como una letanía que
te llevara a tu casa, con la duda si tal era tu deseo consciente o fruto de la
rutina de tu menguada memoria. Para preguntarte si sabías quién era yo,
mientras veía cómo tu porte de reina se diluía y sólo te iba quedando aquel
moño de emperatriz y la reciedumbre de tu dura estirpe.
Quisiera también haberte pedido perdón si en
algún momento no supe estar a la altura de tu generosidad y la de mi abuelo, y
como no, darte las gracias por haberme inoculado en mi ser un cuarto de ti y de
tus ancestros, que con orgullo siempre portaré conmigo y en mi memoria.
Tu nieto
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