sábado, 8 de noviembre de 2014

UN VIAJE COMERCIAL A BRUSELAS

A LA CONQUISTA DEL FLANDES DEL SIGLO XXI

Desde Alicante, con una hora de retraso sobre el horario previsto, nos dispusimos a embarcarnos, quien esto firma y mi amigo Juan, hoy productor de aceite y ayer promotor de ladrillos y con ínsulas políticas locales en el PSOE de Almería, para renovar nuestro contrato con un importante cliente belga, con casi 300 tiendas de proximidad, en una de estas famosas compañías de vuelos baratos, que acababa de sustituir el avión en el que debíamos de haber iniciado nuestra expedición una hora antes, bastante matutina, y con la preocupación de la abundante colonia de belgas mayores que pretendían regresar después de cultivar el bronce facial.

Todo había sido organizado con suficiente meticulosidad, al igual que el envío de muestras que debía esperarnos en la recepción del hotel de Bruselas desde dos días antes, en las cercanías de la Grand Place y en una importante arteria, la Rue Royale, en un moderno hotel de una nueva cadena alemana, llamada Motel One, de la que hay que ser precavido, ya os adelanto.

Aún cuando a mi hermano Pedro, siempre valioso, por su generosidad e información,  como improvisado taxista, le vino bien ese retraso para recogernos puntualmente  en el aeropuerto de Zaventem, en Bruselas, empezaba ya a torcerse, ligeramente, el calendario previsto semanas antes.
Llegamos al hotel, de modernas hechuras, con ausencia de rampa para maletas rodantes o personal minusválido (y eso que son alemanes) todo un variopinto personal vestido con camisa verde turquesa y multirracial. Hecha la confirmación de las habitaciones, después de una larga y sorprendente cola en recepción, supongo que por la novedad de su reciente apertura en abril y sus precios actuales,  solicitamos nos entregaran el paquete de muestras que les había llegado para nuestra gestión comercial y que, según nuestras informaciones, debía de estar allí desde el lunes, y estábamos a miércoles.

Cuál sería nuestra sorpresa, cuando la joven recepcionista, después de ir a ver a una habitación contigua, nos manifestaba que nada había para nosotros. Por la premura del tiempo, por estar mal aparcados, por que aún teníamos una hora de conducción antes de nuestra cita, no nos quedó más remedio que apresurarnos a salir, con el cabreo consiguiente y las dudas a la puntualidad española del emisario del envío, pues sabido es que en Europa, los únicos informales (eso siempre habíamos creído los hispanos, sobre todo cuando nosotros mismos nos flagelábamos y cuando hemos considerado a lo extranjero más serio y mejor que lo nuestro), y sin que pudiéramos tener a la vista la firma sobre el documento entregado.

El lugar de la reunión está en un polígono de naves y edificios comerciales de reciente construcción, con amplias avenidas y buen número de espacios ajardinados, aún cuando no se viera un alma paseando por las amplias aceras. Todo muy frío, sobre todo con el toldo de plomo habitual del norte y la puntual e inefable llovizna de este techo gris.

Tocamos el timbre de la empresa a la que acudíamos, en un edifico de innúmeras otras compañías; se nos abre la puerta, sin mayor otra explicación por el telefonillo de entrada, y subimos a una planta, como nos indican los rótulos,  donde de nuevo, después de otro timbre, sin nadie tras la puerta, se nos abre automáticamente una pequeña sala, cual un chiquero o una jaula, eso sí bien iluminada y sin nadie dentro, salvo unas cuantas sillas y en las paredes, además de la decoración de algún que otro establecimiento de la marca,  una pizarras donde, al igual que en nuestras pescaderías o carnicerías de barrio anuncian el precio del pescado o de la chacina, junto al nombre de varios empleados, aparecía un número, así como una breve explicación para que con el teléfono que colgaba en la pared, llamar a ese mismo número, que se correspondía con la persona que debía de recibirnos y con quien ya habíamos fijado la cita antes de salir de la península
.
Dicho Sr., por el auricular telefónico, nos informa que aguardemos diez minutos y que vendrá a recogernos, esperando en ese habitáculo, sin más compañía que dos puertas, fotos de los anaqueles de la empresa, surtidos de frutas y hortalizas, y la enorme sobriedad del recinto, sin música de ambiente, ni el más mínimo ruido, sólo nuestra propia compaña y nuestro soplo.

Con precisión británica, a los diez minutos, por la puerta contraria a nuestra entrada, apareció un señor, quien inmediatamente supimos que era con quien teníamos que entrevistarnos. De amplia sonrisa, mediana estatura, un jersey de color violeta, un aspecto juvenil, aún cuando las enormes entradas sobre la frente, anunciaban una persona de una cierta madurez, y  de escrutadores ojos.
Hechas las presentaciones, le seguimos, por la puerta de entrada a las escaleras, hacia un pasillo y franqueamos una nueva puerta y ya allí, una serie de despachos ocupados por otros empleados, todo de suma austeridad, aunque ahora, al menos, se vislumbraba el exterior por los ventanales,  hasta llevarnos a su propio despacho, ocupado con dos mesas, estanterías cargadas de botes, sobres de alimentos y , para nuestra sorpresa, por lo menos, ya contaba con otras muestras anteriores de nuestras botellas de aceite, entre las de otros competidores, todos  ellos de Italia.

La reunión se desarrolló más allá de una hora y con enorme cordialidad, sorprendiéndome a mí, ya que, en este mismo lugar, un par de años antes había conocido al ogro de su antecesor, la magnífica disposición y la profesionalidad de este nuevo responsable de compras. Puntualizamos aquello que creímos oportuno, le facilitamos las nuevas tarifas para el 2015 y le informamos verbalmente de toda la gama y de las variaciones en calidad que habían sufrido los productos actuales.

Cerrada ya la noche, pues eran las seis de la tarde, otra compañera de esta organización, enviada por el Director general de la misma, que siempre hace gala de su generosidad y amistad, nos enviaría a una persona que, en su coche de empresa, nos retornaría a Bruselas, dejándonos en nuestro hotel.
De nuevo solicitamos el paradero de nuestro paquete al recepcionista, ahora masculino, quien tampoco encontró nada, aunque ahora obraba en nuestro poder la información remitida por el transportista español que tenía la hora y la firma de quien el lunes anterior había dado entrada a nuestro envío, el señor Sidi R. Le informamos al citado recepcionista que o nos ponía ante su jefe, el director o recibíamos ese paquete, en cuyo caso contrario estábamos dispuestos a presentarles una denuncia por daños y perjuicios y, si necesario, acudir a la policía. Dicho recepcionista, tras hablar de nuevo, supongo que con su taimado director, se puso a recorrer todos los mostradores de la planta baja y nos aseguró que esa noche la dedicaría a encontrar el referido bulto, por lo que “blanco y en botella”, nos percatamos que habían ellos dispuesto a su antojo de nuestra mercancía, el oro líquido español de los tiempos modernos, y no contaban con nuestra reacción.

En horario no muy belga, en torno a las 21 de la noche, el mismo Director General, vendría al hotel, en su astronómico BMW de empresa, para recogernos y llevarnos a cenar a la famosa calle des  Bouchers, chez Leon, restaurante típico del casco antiguo, donde pudimos dar cuenta de unas croquetas de gambas y bechamel exquisitas y una carne de caballo, con su guarnición de hierbas correspondientes, que no se lo saltaba un galgo, todo ello regado por un vino tinto, cuya marca no vimos, pero que le costó 60 euros la botella, y que por cierto nada tenía que envidiar a los caldos españoles, pues resultó algo empalagoso.  Al lado nuestro, otro grupo de españoles en pareja, más bien jubilados, hacían también los honores al lugar y a nuestro camarero de bigotes decimonónicos y tez blanca como el papel; poníamos  todos  el acento y el eco de nuestro idioma, que siempre anduvo por estas calles.

La velada, con un belga de tanta simpatía, inteligencia y generosidad, cuando se junta con dos andaluces, con quienes los lazos ya han dejado de ser comerciales para ser de amistad, sólo es motivo de regocijo, aún cuando mi amigo Juan, a quien le acompaña la fortuna y la propiedad del aceite que llevamos entre manos, los idiomas no son su fuerte, pero sí una sonrisa continua, mucha valentía y espontaneidad, rompen las barreras que el idioma pueda poner por medio.
El día siguiente, anunciada una gran manifestación por el centro de Bruselas, a donde se calculaba que iban a acudir unos cien mil sindicalistas, nos obligó a  salir muy temprano, nuevamente hacia el Sur de Bélgica, para anticipar otro de los contactos fijados antes, así como para saludar en su despacho a nuestro amigo  y Director general de la empresa cliente.

La responsable de recepción del hotel, María, como anunciaba la chapa de su camisa, de origen griego y una amplia sonrisa, ya tenía el mensaje del jefe, como también el paquete, aún cuando se justificó, en un magnífico inglés,  que no había entrado por la puerta y sí por el garaje (sic), que había venido una botella rota, que les había obligado a cambiar de envoltura y que no ponía el destinatario, cuando le aduje que entonces cómo había podido llegar hasta allí, lo único que acertó a farfullar era que estaba completo y bien precintado por ella. Llegado Juan, quien presenció el empaquetado antes de su expedición, le dijo que no estaba completo, que una vez que lo comprobamos, faltaban dos botellas, la rota, según ellos, y otra, además los tapones habían sido abiertos. Decidimos dar por concluido el incidente, aún cuando mi acompañante, abogado ya en excedencia, se regocijaba de la denuncia que soñaba haberles presentado por su malevolencia.

Con las ansiadas muestras en nuestro poder, la incipiente marea humana en ciernes para la manifestación del día, el desplazamiento que teníamos que hacer y la preocupación de que pudieran también hacer huelga, como en el metro y los autobuses, en la SNCB de ferrocarriles, nos apresuramos a marchar, sin presentar pues la denuncia que hubiéramos deseado y que su director hubiera merecido,  convencidos de que, aún cuando a los españoles nos queda mucho por mejorar y tenemos que seguir siendo críticos, también nuestros vecinos europeos se equivocan, son corruptos, roban y se comportan como aquellos otros de nuestros compatriotas que forjaron nuestra leyenda negra, y que no debemos para nada sentirnos inferiores a ellos, pues también cometen vilezas y no son perfectos.

Como de costumbre, en las oficinas centrales, fuimos acogidos con enorme simpatía, pudimos hacer las presentaciones que pretendíamos y saludamos a todo el personal directivo, dejando la puerta abierta para mejorar progresivamente nuestras relaciones comerciales e intentar tener una mayor penetración de productos, aún cuando a diario reciben visitas con ofertas de todos los puntos del mundo.
Con dos de sus directivos del área comercial, nos invitaron a almorzar, a las 12 h, en Charleroi, ciudad que fuera un importante núcleo poblacional de emigrantes italianos, como de algún que otro español , cuando la pujanza del carbón, por lo que es bastante sombría, nada relevante en su urbanismo y si su monótona arquitectura de ladrillo, aún cuando un arquitecto español ha diseñado recientemente las oficinas de la policía, a modo de cilindro o chimenea y, nos cuentan, que algún otro puente, de manera a cambiar ligeramente la pobreza visual de sus edificios y su entorno urbano, en cuyos bulevares destacan los personajes de Casterman, originario de este lugar, tales como Marsupilami, Gaston y tantos y tantos que hicieron las delicias de mis lecturas de tebeos en mi infancia belga.

El restaurante que eligieron de pastas italianas, se llama el Picolo, de rancio sabor belga, aún cuando en su decoración figuran una Vespa y en el techo numerosas latas de aceite de marcas italianas. Amablemente el camarero principal, de gesto nervioso, flaco, con los pelos encrespados y como si le hubiera dado una descarga eléctrica, ligeros tatuajes en el dorso de las manos, nos brindó que escogiéramos el sitio, de una sala amplia, con un mostrador al fondo, donde ya otros comensales daban cuenta a su rutinaria pitanza del mediodía. Pero cual sería nuestra sorpresa, cuando, con el gracejo y la estentórea risa de mi compañero Juan, nos dijo, en ese acento francopañol, con la fuerza de las erres, las zetas y la mezcla de vocablos franceses y españoles, como el cargar todo el peso de las frases sobre las últimas sílabas, que él mismo era español y que sus padres eran originarios de Córdoba, que su padre vino a trabajar en las minas, que no había nada como España y que cuando vendiera el restaurante regresaría, aún cuando ya tenía dos nietas y está casado con una italiana. De nombre, como no podía ser de otro modo, como nuestro Manolo Escobar, Manolo Caracol, Manolo Chaves, Manolo Sáez, también el se llama,  Manolo. Repentinamente, ya puestos todos en situación,  el grito de mi acompañante me sobresaltó, “–¡Eres un calzonazos!”, les espetó con toda la fuerza de su estridente voz y sus pulmones llenos de nicotina, con su garganta profunda, mi Juan,  y franqueadas ya las confianzas, prosiguió, “ -así entiendo que un español tenga aceite y vino italianos, y nada nuestro-“.  Las risotadas de los tres compatriotas hicieron levantar la cabeza a todos los comensales presentes y poner una sonrisa en sus mustias conversaciones y en la monotonía de su comida. Nuestros acompañantes belgas, a quienes los coloretes adornaban ya sus blancas mejillas por el trasiego del vino, nuestra simpatía y nuestro desparpajo con el camarero y dueño, que nunca antes supieron que aquel restaurador era español, más bien creían, a pies juntillas, que sería belga de origen italiano, se sorprendieron y se divirtieron con nuestras bromas y la venta que cerramos con él, para que a partir de ahora tuviera siempre nuestro aceite y a ver si cumple su anhelada esperanza de jubilarse en Cádiz. ¡casi nada!, en la tacita de plata.

Huelga decir que las pastas y carnes que comimos fueron excelentes, aunque los entrantes o tapas, fueron parcos y de la calidad que impera en esta Europa, jamón cocido al que se le transparenta el alma, aceitunas aliñadas de escaso recuerdo mediterráneo, breves taquitos de queso y ligeras lonchas de salchichón plastificado
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De regreso a la oficina central, ya con su director general, con el tradicional café en las manos, dimos por terminados nuestros encuentros, nos despedimos, sumamente agradecidos y confiando que esta visita seguirá reforzando nuestros lazos, con el perfume de los tres besos que es tradición por estas tierras.
Nuevamente nos acompañaron a la estación de ferrocarril y lo hubieran hecho hasta Bruselas, si lo hubiésemos pedido, pero no era plan de agobiar más su jornada laboral, que ya tocaba a su fin, desde donde partimos hacia Bruselas, momento en el que mi acompañante Juan pudo descabezar ligeramente,  con el traqueteo del tren, los humores de su tabaco y de un sueño reparador.
En los andenes, en la estación de la Gare Centrale, la muchedumbre de manifestantes, con sus distintivos rojos, los socialistas y verdes, los católicos, regresaban risueños a sus lugares de origen, con sus banderolas plegadas, en calma, aparcadas ya las consignas de sus dirigentes, aunque mientras acudíamos a nuestra siguiente cita nocturna para cenar, los tapones de tráfico, el incesante hulular de las sirenas, las numerosas “jardineras” de la policía, nos anunciaban que la manifestación del mediodía en Bruselas había sido movida.
 No pude por menos de acordarme de la primera vez que mi padre me llevó, siendo yo un niño, a ver el desfile de los manifestantes del primero de Mayo, en el Boulevard Anspach, cerca del barrio du Midi, cuando él se tenía que esconder y su mirada estaba impregnada de miedo por si era objeto de alguna foto de los esbirros de Franco y no podía regresar a su siempre añorada Patria que, en esta semana, mientras nosotros trabajábamos en su nombre, en un rincón de la periferia, de acento catalán, quieren separarnos de cuanta grandeza, penurias y sufrimiento ha sido siempre, el ser español, pero que a quienes tenemos la fortuna de tenerlo impreso en nuestro ADN, como vestigio de tantos hombres y mujeres, unos en su magnificencia de literatos, otros por sus obras arquitectónicas, aquellos por la milicia, otros por su genio aventurero, pero todos cargados de ese sol implacable, de la dureza de nuestro suelo y de tantas luchas por la libertad, la justicia y la igualdad, han seguido creyendo en la eternidad de lo hispano y, aunque unos pocos aspiren a desmembrarnos, a levantar nuevas fronteras a indisponernos los de una geografía con la de otra, por sus distintos acentos, todos ellos de una misma cuna, no podrán nunca conseguirlo, mientras a quienes lo sentimos tan dentro seamos capaces de transmitirlo, con la esperanza de que a nuestros descendientes le quepa alcanzar los hitos por los que lucharon aquellos que un día tuvieron que exiliarse o emigrar.

Por ello, no he podido evitar, cuando me cruzaba con esos obreros, jóvenes, mayores, hombres y mujeres, en su mayoría de habla neerlandesa, simpatizar en lo profundo de mi ser con ellos, con su lucha, con su legítima aspiración de no perder las conquistas sociales alcanzadas, que no sea siempre una minoría la que en todo lugar siempre explote a esa mayoría silenciosa, al más débil,  que sin embargo, cuando se levanta, cuando estalla es un ciclón que todo lo desborda.

También,  por esos mismos bulevares, tapizado ya el suelo de las hojas caducas de sus árboles, saliendo de los innumerables edificios de la burocracia europea, en los andenes, por las calles, en el aeropuerto, en los hoteles y restaurantes, infinidad de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, hablando español, que seguro se han visto obligados a emigrar de nuevo, como nuestros antepasados de los años sesenta y setenta, ahora con un mejor lustre, con una mejor preparación, seguro que hablando el inglés y con un profundo dominio de las nuevas tecnologías. Por un lado orgulloso y por otro apesadumbrado de que esto nos tenga que volver a pasar.

Ya en Ixelles, en el chiquito restaurante Patty Pâtes, enclave familiar de los Troye-Orero, dimos cuenta de una magnífica cena, de matiz italiano, regado con vino argentino, nos reencontramos cuatro hermanos y pudimos poner fin a nuestro periplo belga, con la grata compañía del paisano Juan, y despedirnos de Bruselas.

Con este relato he querido mostrar lo que modestos  empresarios españoles se ven obligados a hacer ante las penurias que pasan en su propio país, y servir de transmisor para llevar a cabo varias reflexiones:

1º.- En España, por el clima, nuestro espléndido sol, como nuestra grandeza histórica, contamos con un patrimonio que debemos saber explotar en el exterior, sobre todo, en el campo agrícola. Aún cuando hay una enorme competencia y el belga es, posiblemente, el mejor de los comerciantes con quien se pueda relacionar, pues su distribución y su competividad es enorme, creo que es donde podemos imponer la enorme variedad de cultivos que tenemos, aunque deberíamos intentar dirigirnos directamente a los centros de compras y no pasar por las distintas plataformas extranjeras que encarecen nuestro producto y ejercen, contra nuestros intereses, una fuerza contraria a nuestro valor, además de entorpecer nuestra oferta.
2º.- Debemos aprovechar mejor a cuantos se han visto obligados a emigrar a Europa, como antes la marea italiana, pueden ser, si sabemos mantener el contacto con ellos, nuestro mejor embajador y nuestro mejor aliado para esa penetración comercial, cualquiera que sea la generación, ya que siempre llevarán consigo un atisbo de su tronco hispano.
3º.- A cuantos regresen, si algún día esto mejora en la península, aprovechar su experiencia y sus conocimientos para las gestiones de exportación.
4º.- Intentar internacionalizar cualquier proyecto empresarial que se precie, pues de esta manera, una nueva crisis económica, se notaría menos en el país.
5º.- Convencernos que la unión hace la fuerza y que el reino de taifas sólo sirvió para el avance cristiano, por tanto, aprovechar mejor esa fuerza en beneficio de todos, especialmente, la fuerza del sentimiento andaluz, que en el fondo de todo, es lo que se lleva el turista extranjero, por nuestra simpatía, nuestra dieta mediterránea, nuestro pertinaz gracjo, nuestro folclore, así como el idioma castellano, más universal que ninguna otra lengua peninsular. Los andaluces somos pues el condimento necesario para el buen plato.
6º.- No envidiar nada a los europeos, son tan imperfectos como nosotros.
7º.- En hostelería mejorar los precios, pues, después de conocer una cadena hotelera alemana, como ésta de Motel-One, que no recomiendo para nada, yo sigo prefiriendo los NH y los AC o los Meliá, son mejor dispensadores de servicios de hostelería que estos nuevos arribistas teutones. Cobran, 7,50 euros por un desayuno escasamente variado en pastelería, curiosamente sin huevos ni  bacon, un café de máquina y un zumo de naranja hecho de polvos. Y si además te sisan tus herramientas de trabajo, el recuerdo que tendré de ellos no es nada halagüeño.
8º.- Cultivar y corresponder a la generosidad que siempre los belgas han otorgado a los españoles.
9º.- Lograr convencernos que podemos ser también la locomotora  económica de Europa, pues tenemos magníficos productos, unos bancos que a su propio pueblo le han sacado hasta el tuétano y hoy disponen de muchos fondos para invertir, y el aval de nuestra grandeza histórica, con sus puntos negros, pero también con la grandiosidad de haber llevado su cultura y la lengua de Cervantes por todo el planeta, con unas gentes tan trabajadoras, clarividentes y luchadoras, como cualquiera, siempre que nosotros mismos no nos fustiguemos y prestemos atención a los acordes separatistas.
10º.- Establecer un lobby comercial y humano, que ayude a la pequeña empresa, a los autónomos y a cuantos precisen acudir a Bruselas, como para servir de puente con el mercado centro europeo, por la ubicación geográfica de este antiguo enclave español, donde los antepasados de las coronas de Castilla y Aragón, fueron sus gobernantes, y donde, en Brujas, ya existió un consulado de los comerciantes burgaleses, hora es que exista otro para ayudar a cualquier español o para facilitar su establecimiento, como emigrante o como exportador, además de seguir fomentando la enseñanza de la lengua española.


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