A LA CONQUISTA DEL FLANDES DEL
SIGLO XXI
Desde Alicante, con una hora de
retraso sobre el horario previsto, nos dispusimos a embarcarnos, quien esto
firma y mi amigo Juan, hoy productor de aceite y ayer promotor de ladrillos y
con ínsulas políticas locales en el PSOE de Almería, para renovar nuestro
contrato con un importante cliente belga, con casi 300 tiendas de proximidad,
en una de estas famosas compañías de vuelos baratos, que acababa de sustituir
el avión en el que debíamos de haber iniciado nuestra expedición una hora
antes, bastante matutina, y con la preocupación de la abundante colonia de
belgas mayores que pretendían regresar después de cultivar el bronce facial.
Todo había sido organizado con
suficiente meticulosidad, al igual que el envío de muestras que debía
esperarnos en la recepción del hotel de Bruselas desde dos días antes, en las
cercanías de la Grand Place y en una importante arteria, la Rue Royale, en un
moderno hotel de una nueva cadena alemana, llamada Motel One, de la que hay que
ser precavido, ya os adelanto.
Aún cuando a mi hermano Pedro, siempre valioso, por su generosidad e información, como improvisado taxista, le vino bien ese
retraso para recogernos puntualmente en
el aeropuerto de Zaventem, en Bruselas, empezaba ya a torcerse, ligeramente, el
calendario previsto semanas antes.
Llegamos al hotel, de modernas
hechuras, con ausencia de rampa para maletas rodantes o personal minusválido (y
eso que son alemanes) todo un variopinto personal vestido con camisa verde
turquesa y multirracial. Hecha la confirmación de las habitaciones, después de
una larga y sorprendente cola en recepción, supongo que por la novedad de su
reciente apertura en abril y sus precios actuales, solicitamos nos entregaran el paquete de
muestras que les había llegado para nuestra gestión comercial y que, según
nuestras informaciones, debía de estar allí desde el lunes, y estábamos a
miércoles.
Cuál sería nuestra sorpresa,
cuando la joven recepcionista, después de ir a ver a una habitación contigua,
nos manifestaba que nada había para nosotros. Por la premura del tiempo, por
estar mal aparcados, por que aún teníamos una hora de conducción antes de
nuestra cita, no nos quedó más remedio que apresurarnos a salir, con el cabreo
consiguiente y las dudas a la puntualidad española del emisario del envío, pues
sabido es que en Europa, los únicos informales (eso siempre habíamos creído los
hispanos, sobre todo cuando nosotros mismos nos flagelábamos y cuando hemos
considerado a lo extranjero más serio y mejor que lo nuestro), y sin que
pudiéramos tener a la vista la firma sobre el documento entregado.
El lugar de la reunión está en un
polígono de naves y edificios comerciales de reciente construcción, con amplias
avenidas y buen número de espacios ajardinados, aún cuando no se viera un alma
paseando por las amplias aceras. Todo muy frío, sobre todo con el toldo de
plomo habitual del norte y la puntual e inefable llovizna de este techo gris.
Tocamos el timbre de la empresa a
la que acudíamos, en un edifico de innúmeras otras compañías; se nos abre la
puerta, sin mayor otra explicación por el telefonillo de entrada, y subimos a
una planta, como nos indican los rótulos, donde de nuevo, después de otro timbre, sin
nadie tras la puerta, se nos abre automáticamente una pequeña sala, cual un
chiquero o una jaula, eso sí bien iluminada y sin nadie dentro, salvo unas
cuantas sillas y en las paredes, además de la decoración de algún que otro
establecimiento de la marca, una
pizarras donde, al igual que en nuestras pescaderías o carnicerías de barrio
anuncian el precio del pescado o de la chacina, junto al nombre de varios
empleados, aparecía un número, así como una breve explicación para que con el
teléfono que colgaba en la pared, llamar a ese mismo número, que se correspondía
con la persona que debía de recibirnos y con quien ya habíamos fijado la cita
antes de salir de la península
.
Dicho Sr., por el auricular
telefónico, nos informa que aguardemos diez minutos y que vendrá a recogernos,
esperando en ese habitáculo, sin más compañía que dos puertas, fotos de los
anaqueles de la empresa, surtidos de frutas y hortalizas, y la enorme sobriedad
del recinto, sin música de ambiente, ni el más mínimo ruido, sólo nuestra
propia compaña y nuestro soplo.
Con precisión británica, a los
diez minutos, por la puerta contraria a nuestra entrada, apareció un señor,
quien inmediatamente supimos que era con quien teníamos que entrevistarnos. De
amplia sonrisa, mediana estatura, un jersey de color violeta, un aspecto
juvenil, aún cuando las enormes entradas sobre la frente, anunciaban una
persona de una cierta madurez, y de
escrutadores ojos.
Hechas las presentaciones, le
seguimos, por la puerta de entrada a las escaleras, hacia un pasillo y
franqueamos una nueva puerta y ya allí, una serie de despachos ocupados por
otros empleados, todo de suma austeridad, aunque ahora, al menos, se
vislumbraba el exterior por los ventanales,
hasta llevarnos a su propio despacho, ocupado con dos mesas, estanterías
cargadas de botes, sobres de alimentos y , para nuestra sorpresa, por lo menos,
ya contaba con otras muestras anteriores de nuestras botellas de aceite, entre
las de otros competidores, todos ellos
de Italia.
La reunión se desarrolló más allá
de una hora y con enorme cordialidad, sorprendiéndome a mí, ya que, en este
mismo lugar, un par de años antes había conocido al ogro de su antecesor, la
magnífica disposición y la profesionalidad de este nuevo responsable de
compras. Puntualizamos aquello que creímos oportuno, le facilitamos las nuevas
tarifas para el 2015 y le informamos verbalmente de toda la gama y de las
variaciones en calidad que habían sufrido los productos actuales.
Cerrada ya la noche, pues eran las
seis de la tarde, otra compañera de esta organización, enviada por el Director
general de la misma, que siempre hace gala de su generosidad y amistad, nos
enviaría a una persona que, en su coche de empresa, nos retornaría a Bruselas,
dejándonos en nuestro hotel.
De nuevo solicitamos el paradero
de nuestro paquete al recepcionista, ahora masculino, quien tampoco encontró
nada, aunque ahora obraba en nuestro poder la información remitida por el
transportista español que tenía la hora y la firma de quien el lunes anterior
había dado entrada a nuestro envío, el señor Sidi R. Le informamos al citado
recepcionista que o nos ponía ante su jefe, el director o recibíamos ese
paquete, en cuyo caso contrario estábamos dispuestos a presentarles una
denuncia por daños y perjuicios y, si necesario, acudir a la policía. Dicho
recepcionista, tras hablar de nuevo, supongo que con su taimado director, se
puso a recorrer todos los mostradores de la planta baja y nos aseguró que esa
noche la dedicaría a encontrar el referido bulto, por lo que “blanco y en
botella”, nos percatamos que habían ellos dispuesto a su antojo de nuestra
mercancía, el oro líquido español de los tiempos modernos, y no contaban con
nuestra reacción.
En horario no muy belga, en torno
a las 21 de la noche, el mismo Director General, vendría al hotel, en su
astronómico BMW de empresa, para recogernos y llevarnos a cenar a la famosa calle
des Bouchers, chez Leon, restaurante
típico del casco antiguo, donde pudimos dar cuenta de unas croquetas de gambas
y bechamel exquisitas y una carne de caballo, con su guarnición de hierbas
correspondientes, que no se lo saltaba un galgo, todo ello regado por un vino
tinto, cuya marca no vimos, pero que le costó 60 euros la botella, y que por
cierto nada tenía que envidiar a los caldos españoles, pues resultó algo
empalagoso. Al lado nuestro, otro grupo
de españoles en pareja, más bien jubilados, hacían también los honores al lugar
y a nuestro camarero de bigotes decimonónicos y tez blanca como el papel; poníamos
todos el acento y el eco de nuestro idioma, que
siempre anduvo por estas calles.
La velada, con un belga de tanta
simpatía, inteligencia y generosidad, cuando se junta con dos andaluces, con
quienes los lazos ya han dejado de ser comerciales para ser de amistad, sólo es
motivo de regocijo, aún cuando mi amigo Juan, a quien le acompaña la fortuna y
la propiedad del aceite que llevamos entre manos, los idiomas no son su fuerte,
pero sí una sonrisa continua, mucha valentía y espontaneidad, rompen las
barreras que el idioma pueda poner por medio.
El día siguiente, anunciada una
gran manifestación por el centro de Bruselas, a donde se calculaba que iban a
acudir unos cien mil sindicalistas, nos obligó a salir muy temprano, nuevamente hacia el Sur
de Bélgica, para anticipar otro de los contactos fijados antes, así como para
saludar en su despacho a nuestro amigo y
Director general de la empresa cliente.
La responsable de recepción del
hotel, María, como anunciaba la chapa de su camisa, de origen griego y una
amplia sonrisa, ya tenía el mensaje del jefe, como también el paquete, aún
cuando se justificó, en un magnífico inglés,
que no había entrado por la puerta y sí por el garaje (sic), que había
venido una botella rota, que les había obligado a cambiar de envoltura y que no
ponía el destinatario, cuando le aduje que entonces cómo había podido llegar
hasta allí, lo único que acertó a farfullar era que estaba completo y bien
precintado por ella. Llegado Juan, quien presenció el empaquetado antes de su
expedición, le dijo que no estaba completo, que una vez que lo comprobamos,
faltaban dos botellas, la rota, según ellos, y otra, además los tapones habían
sido abiertos. Decidimos dar por concluido el incidente, aún cuando mi
acompañante, abogado ya en excedencia, se regocijaba de la denuncia que soñaba
haberles presentado por su malevolencia.
Con las ansiadas muestras en
nuestro poder, la incipiente marea humana en ciernes para la manifestación del
día, el desplazamiento que teníamos que hacer y la preocupación de que pudieran
también hacer huelga, como en el metro y los autobuses, en la SNCB de
ferrocarriles, nos apresuramos a marchar, sin presentar pues la denuncia que
hubiéramos deseado y que su director hubiera merecido, convencidos de que, aún cuando a los
españoles nos queda mucho por mejorar y tenemos que seguir siendo críticos,
también nuestros vecinos europeos se equivocan, son corruptos, roban y se
comportan como aquellos otros de nuestros compatriotas que forjaron nuestra
leyenda negra, y que no debemos para nada sentirnos inferiores a ellos, pues
también cometen vilezas y no son perfectos.
Como de costumbre, en las
oficinas centrales, fuimos acogidos con enorme simpatía, pudimos hacer las
presentaciones que pretendíamos y saludamos a todo el personal directivo,
dejando la puerta abierta para mejorar progresivamente nuestras relaciones
comerciales e intentar tener una mayor penetración de productos, aún cuando a
diario reciben visitas con ofertas de todos los puntos del mundo.
Con dos de sus directivos del
área comercial, nos invitaron a almorzar, a las 12 h, en Charleroi, ciudad que
fuera un importante núcleo poblacional de emigrantes italianos, como de algún
que otro español , cuando la pujanza del carbón, por lo que es bastante
sombría, nada relevante en su urbanismo y si su monótona arquitectura de
ladrillo, aún cuando un arquitecto español ha diseñado recientemente las
oficinas de la policía, a modo de cilindro o chimenea y, nos cuentan, que algún
otro puente, de manera a cambiar ligeramente la pobreza visual de sus edificios
y su entorno urbano, en cuyos bulevares destacan los personajes de Casterman,
originario de este lugar, tales como Marsupilami, Gaston y tantos y tantos que
hicieron las delicias de mis lecturas de tebeos en mi infancia belga.
El restaurante que eligieron de
pastas italianas, se llama el Picolo, de rancio sabor belga, aún cuando en su
decoración figuran una Vespa y en el techo numerosas latas de aceite de marcas
italianas. Amablemente el camarero principal, de gesto nervioso, flaco, con los
pelos encrespados y como si le hubiera dado una descarga eléctrica, ligeros
tatuajes en el dorso de las manos, nos brindó que escogiéramos el sitio, de una
sala amplia, con un mostrador al fondo, donde ya otros comensales daban cuenta
a su rutinaria pitanza del mediodía. Pero cual sería nuestra sorpresa, cuando,
con el gracejo y la estentórea risa de mi compañero Juan, nos dijo, en ese
acento francopañol, con la fuerza de las erres, las zetas y la mezcla de
vocablos franceses y españoles, como el cargar todo el peso de las frases sobre
las últimas sílabas, que él mismo era español y que sus padres eran originarios
de Córdoba, que su padre vino a trabajar en las minas, que no había nada como
España y que cuando vendiera el restaurante regresaría, aún cuando ya tenía dos
nietas y está casado con una italiana. De nombre, como no podía ser de otro
modo, como nuestro Manolo Escobar, Manolo Caracol, Manolo Chaves, Manolo Sáez,
también el se llama, Manolo.
Repentinamente, ya puestos todos en situación, el grito de mi acompañante me sobresaltó, “–¡Eres
un calzonazos!”, les espetó con toda la fuerza de su estridente voz y sus
pulmones llenos de nicotina, con su garganta profunda, mi Juan, y franqueadas ya las confianzas, prosiguió, “
-así entiendo que un español tenga aceite y vino italianos, y nada nuestro-“. Las risotadas de los tres compatriotas hicieron
levantar la cabeza a todos los comensales presentes y poner una sonrisa en sus
mustias conversaciones y en la monotonía de su comida. Nuestros acompañantes
belgas, a quienes los coloretes adornaban ya sus blancas mejillas por el
trasiego del vino, nuestra simpatía y nuestro desparpajo con el camarero y
dueño, que nunca antes supieron que aquel restaurador era español, más bien
creían, a pies juntillas, que sería belga de origen italiano, se sorprendieron
y se divirtieron con nuestras bromas y la venta que cerramos con él, para que a
partir de ahora tuviera siempre nuestro aceite y a ver si cumple su anhelada
esperanza de jubilarse en Cádiz. ¡casi nada!, en la tacita de plata.
Huelga decir que las pastas y
carnes que comimos fueron excelentes, aunque los entrantes o tapas, fueron
parcos y de la calidad que impera en esta Europa, jamón cocido al que se le
transparenta el alma, aceitunas aliñadas de escaso recuerdo mediterráneo,
breves taquitos de queso y ligeras lonchas de salchichón plastificado
.
De regreso a la oficina central,
ya con su director general, con el tradicional café en las manos, dimos por
terminados nuestros encuentros, nos despedimos, sumamente agradecidos y
confiando que esta visita seguirá reforzando nuestros lazos, con el perfume de
los tres besos que es tradición por estas tierras.
Nuevamente nos acompañaron a la
estación de ferrocarril y lo hubieran hecho hasta Bruselas, si lo hubiésemos
pedido, pero no era plan de agobiar más su jornada laboral, que ya tocaba a su
fin, desde donde partimos hacia Bruselas, momento en el que mi acompañante Juan
pudo descabezar ligeramente, con el
traqueteo del tren, los humores de su tabaco y de un sueño reparador.
En los andenes, en la estación de
la Gare Centrale, la muchedumbre de manifestantes, con sus distintivos rojos,
los socialistas y verdes, los católicos, regresaban risueños a sus lugares de
origen, con sus banderolas plegadas, en calma, aparcadas ya las consignas de
sus dirigentes, aunque mientras acudíamos a nuestra siguiente cita nocturna
para cenar, los tapones de tráfico, el incesante hulular de las sirenas, las
numerosas “jardineras” de la policía, nos anunciaban que la manifestación del
mediodía en Bruselas había sido movida.
No pude por menos de acordarme de la
primera vez que mi padre me llevó, siendo yo un niño, a ver el desfile de los
manifestantes del primero de Mayo, en el Boulevard Anspach, cerca del barrio du
Midi, cuando él se tenía que esconder y su mirada estaba impregnada de miedo
por si era objeto de alguna foto de los esbirros de Franco y no podía regresar
a su siempre añorada Patria que, en esta semana, mientras nosotros trabajábamos
en su nombre, en un rincón de la periferia, de acento catalán, quieren
separarnos de cuanta grandeza, penurias y sufrimiento ha sido siempre, el ser
español, pero que a quienes tenemos la fortuna de tenerlo impreso en nuestro
ADN, como vestigio de tantos hombres y mujeres, unos en su magnificencia de
literatos, otros por sus obras arquitectónicas, aquellos por la milicia, otros
por su genio aventurero, pero todos cargados de ese sol implacable, de la
dureza de nuestro suelo y de tantas luchas por la libertad, la justicia y la
igualdad, han seguido creyendo en la eternidad de lo hispano y, aunque unos
pocos aspiren a desmembrarnos, a levantar nuevas fronteras a indisponernos los
de una geografía con la de otra, por sus distintos acentos, todos ellos de una
misma cuna, no podrán nunca conseguirlo, mientras a quienes lo sentimos tan
dentro seamos capaces de transmitirlo, con la esperanza de que a nuestros
descendientes le quepa alcanzar los hitos por los que lucharon aquellos que un
día tuvieron que exiliarse o emigrar.
Por ello, no he podido evitar,
cuando me cruzaba con esos obreros, jóvenes, mayores, hombres y mujeres, en su
mayoría de habla neerlandesa, simpatizar en lo profundo de mi ser con ellos,
con su lucha, con su legítima aspiración de no perder las conquistas sociales
alcanzadas, que no sea siempre una minoría la que en todo lugar siempre explote
a esa mayoría silenciosa, al más débil, que sin embargo, cuando se levanta, cuando
estalla es un ciclón que todo lo desborda.
También, por esos mismos bulevares, tapizado ya el
suelo de las hojas caducas de sus árboles, saliendo de los innumerables
edificios de la burocracia europea, en los andenes, por las calles, en el
aeropuerto, en los hoteles y restaurantes, infinidad de hombres y mujeres, en
su mayoría jóvenes, hablando español, que seguro se han visto obligados a
emigrar de nuevo, como nuestros antepasados de los años sesenta y setenta,
ahora con un mejor lustre, con una mejor preparación, seguro que hablando el
inglés y con un profundo dominio de las nuevas tecnologías. Por un lado
orgulloso y por otro apesadumbrado de que esto nos tenga que volver a pasar.
Ya en Ixelles, en el chiquito
restaurante Patty Pâtes, enclave familiar de los Troye-Orero, dimos cuenta de
una magnífica cena, de matiz italiano, regado con vino argentino, nos
reencontramos cuatro hermanos y pudimos poner fin a nuestro periplo belga, con
la grata compañía del paisano Juan, y despedirnos de Bruselas.
Con este relato he querido
mostrar lo que modestos empresarios
españoles se ven obligados a hacer ante las penurias que pasan en su propio
país, y servir de transmisor para llevar a cabo varias reflexiones:
1º.- En España, por el clima,
nuestro espléndido sol, como nuestra grandeza histórica, contamos con un
patrimonio que debemos saber explotar en el exterior, sobre todo, en el campo
agrícola. Aún cuando hay una enorme competencia y el belga es, posiblemente, el
mejor de los comerciantes con quien se pueda relacionar, pues su distribución y
su competividad es enorme, creo que es donde podemos imponer la enorme variedad
de cultivos que tenemos, aunque deberíamos intentar dirigirnos directamente a
los centros de compras y no pasar por las distintas plataformas extranjeras que
encarecen nuestro producto y ejercen, contra nuestros intereses, una fuerza
contraria a nuestro valor, además de entorpecer nuestra oferta.
2º.- Debemos aprovechar mejor a
cuantos se han visto obligados a emigrar a Europa, como antes la marea
italiana, pueden ser, si sabemos mantener el contacto con ellos, nuestro mejor
embajador y nuestro mejor aliado para esa penetración comercial, cualquiera que
sea la generación, ya que siempre llevarán consigo un atisbo de su tronco
hispano.
3º.- A cuantos regresen, si algún
día esto mejora en la península, aprovechar su experiencia y sus conocimientos
para las gestiones de exportación.
4º.- Intentar internacionalizar
cualquier proyecto empresarial que se precie, pues de esta manera, una nueva
crisis económica, se notaría menos en el país.
5º.- Convencernos que la unión
hace la fuerza y que el reino de taifas sólo sirvió para el avance cristiano,
por tanto, aprovechar mejor esa fuerza en beneficio de todos, especialmente, la
fuerza del sentimiento andaluz, que en el fondo de todo, es lo que se lleva el
turista extranjero, por nuestra simpatía, nuestra dieta mediterránea, nuestro
pertinaz gracjo, nuestro folclore, así como el idioma castellano, más universal
que ninguna otra lengua peninsular. Los andaluces somos pues el condimento necesario
para el buen plato.
6º.- No envidiar nada a los
europeos, son tan imperfectos como nosotros.
7º.- En hostelería mejorar los
precios, pues, después de conocer una cadena hotelera alemana, como ésta de
Motel-One, que no recomiendo para nada, yo sigo prefiriendo los NH y los AC o
los Meliá, son mejor dispensadores de servicios de hostelería que estos nuevos
arribistas teutones. Cobran, 7,50 euros por un desayuno escasamente variado en
pastelería, curiosamente sin huevos ni bacon,
un café de máquina y un zumo de naranja hecho de polvos. Y si además te sisan
tus herramientas de trabajo, el recuerdo que tendré de ellos no es nada
halagüeño.
8º.- Cultivar y corresponder a la
generosidad que siempre los belgas han otorgado a los españoles.
9º.- Lograr convencernos que
podemos ser también la locomotora
económica de Europa, pues tenemos magníficos productos, unos bancos que
a su propio pueblo le han sacado hasta el tuétano y hoy disponen de muchos fondos
para invertir, y el aval de nuestra grandeza histórica, con sus puntos negros,
pero también con la grandiosidad de haber llevado su cultura y la lengua de
Cervantes por todo el planeta, con unas gentes tan trabajadoras, clarividentes
y luchadoras, como cualquiera, siempre que nosotros mismos no nos fustiguemos y
prestemos atención a los acordes separatistas.
10º.- Establecer un lobby
comercial y humano, que ayude a la pequeña empresa, a los autónomos y a cuantos
precisen acudir a Bruselas, como para servir de puente con el mercado centro
europeo, por la ubicación geográfica de este antiguo enclave español, donde los
antepasados de las coronas de Castilla y Aragón, fueron sus gobernantes, y
donde, en Brujas, ya existió un consulado de los comerciantes burgaleses, hora
es que exista otro para ayudar a cualquier español o para facilitar su
establecimiento, como emigrante o como exportador, además de seguir fomentando
la enseñanza de la lengua española.
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