martes, 15 de diciembre de 2015

EL CUENTO DE LA CARTA DE UNA NIÑA A LOS REYES MAGOS

EL CUENTO DE LA CARTA DE UNA NIÑA A LOS REYES MAGOS





Erase una niña
-         - Quee-rii-dos  Ree-yes  Maa-gos

 De ojos negros como luceros en noche ciega, de piel rosada y pelo almendrado,  que se dispone,  con cuatro años, a escribir su primera carta a los Magos de Oriente: Melchor, Gaspar y Baltasar, que le traerán cuantos juguetes ambiciona su pequeña memoria, según las promesas de sus papás y parientes como de los llamativos escaparates de las tiendas de su ciudad o de los innumerables folletos ilustrados que se depositaban en el buzón para el correo.

Mientras se llevaba distraídamente el lápiz a los labios y levantaba la vista del papel inmaculado de su pupitre infantil, frente a su ventana, allá en la calle, sin que le detuviera la lenta agonía de una lluvia que alrededor de las farolas se apretujaba como si fuera algodón y tamborileaba el suelo lentamente, dejándole una pátina de espejo deslucido, un encapuchado, cubierta la espalda con un chaleco fluorescente amarillo, hurgaba en el contenedor de basuras algo con que completar su diaria faena nocturna y transportar en su vieja bicicleta, arrumbada ahora contra el bordillo de la acera, el resultado de sus pesquisas, con la esperanza siempre de encontrar algo de interés para ayudar a su economía de subsistencia.

Daniela, que así se llamaba nuestra pequeña escribiente, veía que aquel hombre con una mano, como si fuera un guante de cuero, sostenía la cubierta del contenedor, mientras con la otra seguía buscando entre los detritus, algo por lo que todas las noches, a la misma hora rastrillaba en aquel estercolero gris algún objeto, que de tener algún provecho, ponía en su cara de betún, como en la cuenca de sus ojos, un destello de nácar en sus dientes y en sus pupilas tristes, ya que habría podido cosechar algo más para su parentela.

A esa misma hora, muy lejos de allí, en las afueras de una gran urbe de Africa central, cuando las fieras se desperezan para buscar su presa y en la densa vegetación el clamor de los insectos es ensordecedor, el  aroma de las plantas se hace estremecedor por la variedad de sus efluvios, mientras el firmamento está plagado de estrellas y una luna llena culmina su ascenso.  Bajo el techo de zinc y entre paredes de adobe, en un camastro de tosca madera, una niñita de piel azabache y ojos como ascuas de carbón, en su enfiebrecida frente intenta conservar el recuerdo de  su padre que sólo ha podido ver en tres ocasiones, en sus seis años de vida, cuando le prometía que la próxima vez irían juntos a Europa. A aquel lejano país donde las gentes viven en casas de ladrillo, bien amuebladas, con luz eléctrica, agua corriente y se sientan   alrededor de mesas repletas de toda clase de manjares, mientras cantan y sonríen en familia, antes de desembalar los regalos de una noche mágica.  Luego, cuando suenen las Doce y las campanas de todas las iglesias repiquen, con sus mejores atuendos y dejando a su paso el halo de perfumes que sólo están al alcance de sus opulentos bolsillos, entrarán por la puerta de suntuosas iglesias para dar la bienvenida al niño Dios, al Jesús humilde nacido en un pesebre, mientras en su pecho se hacen propósito de fraternidad y rezan por la humanidad. O se pasean en coches por carreteras de alquitrán, mientras los niños como ella ya saben  leer y escribir, juegan en parques con toda clase de columpios. Y cuando se ponen enfermos, son atendidos en dispensarios de muchos pisos, por muy buenos médicos y un elenco de enfermeros que manejan los más modernos artilugios y ungüentos para sanar a los niños y a los mayores.

Pronto llegaría su mamá del trabajo en la ciudad, si el renqueante autobús no se había averiado,  como casi siempre por aquellos caminos polvorientos y bacheados; sabría si su papá por el móvil le diría la fecha de su próxima venida o si le había podido enviar algún paquete con algún obsequio, como el de aquella muñeca, que hoy también acompañaba su postración, aunque sólo fuera con un ojo y de color melocotón; o las medicinas que tanto le ayudaban a soportar el dolor en las piernas, cada vez más persistente por su hinchazón.

Entre tanto, Daniela, no podía entender que donde su papá depositaba en una bolsa todo aquello que ellos no querían, como las sobras de su comida o los trastos viejos, alguien sin embargo, en tan pestilente lugar, buscara algo para llevar en aquella destartalada y herrumbrosa bicicleta.

Sería también papá aquel hombre.  Tendría hijos. Vendría del mismo país que su rey favorito, el negro Baltasar. Acaso él también habría viajado en un camello bajo el haz de una estrella fugaz, como  esas figuritas del pesebre que todas las Navidades levantaba en el salón de la casa de los abuelos.  Y por qué no bajar y preguntárselo. Y si era un hombre malo, como esos de los dibujos animados que gruñían y se peleaban.

Agachó la cabeza y prosiguió con su lenta letanía:

Pii-do que…

-          -Si tiene una niña como tú

le  sopló al oído su padre,

-        -  una estrellita de esas que aparecen entre las nubes, le pueda decir lo mucho que la quiere y se acuerda de ella.

-         - Acaso las estrellitas  son los pajes que llevan los sueños de los niños, Papá




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