martes, 24 de noviembre de 2015

ESTAMPAS DE UNA GRANADA AMARGA. Aquel fatídico noviembre

ESTAMPAS DE UNA GRANADA AMARGA

Aquel fatídico Noviembre

Por la Magdalena, en la plaza de la Trinidad, en la calle de las Tablas, al mismo Pie de  la Torre y en la siempre ajetreada y comercial  Puentezuelas, delante del Palacio de las Columnas, también conocido como  de los Condes de Luque, frontero de la también suntuosa , por su decorado interior, casa de otra rama de los Gómez de las Cortinas, suenan las ocho de la mañana igual que en los campanarios más cercanos, mientras  el servicio se afana en abrir los enormes portones de recia madera que dan acceso a palacio, barrer con prontitud las húmedas aceras, repletas de las últimas hojas muertas  de los castaños, plátanos, acacias y la variopinta fauna  botánica de la ciudad, que un viento gélido, llegado desde el Dauro, ha sembrado por los aledaños, casi implorante, como en el semblante de los escasos transeúntes de esa lóbrega mañana,  con las modestas reatas de mulos, en cuyos serones llevan la carga destinada a alguna de las pocas alhóndigas que aún quedan, envueltas en el vaho de las bestias y de los arrieros que se confunden con la incipiente neblina matutina, traída por una lluvia tenaz, cual si fuera un llanto, de las espesas nubes que oscurecen el cielo y le siguen dando un tinte de plomo al nuevo amanecer de primero de diciembre, mientras las hojas y papeles siguen su danza, mecidos por el viento.

De repente de uno de los pocos vehículos a motor que circulan por la ciudad, todo negro y con remates cromados, que unos años antes fuera requisado, desciende un policía nacional, con su característico abrigo gris, su bocamanga fileteada de rojo y su gorra de plato, en la que destaca el águila bicéfala dorada, que otrora embelleció los palacios de un César flamenco y hoy era enseña y memoria de unas fuerzas victoriosas sobre sus otros hermanos patrios. Se cuadra, recompone su atuendo y pregunta por el ilustre prócer de ese palacio, el antiguo Requeté y descendiente de los primeros pobladores cristianos de Al Andalus, don Ramón Contreras y Pérez de Herrasti, bajo el imperial balcón neoclásico que sostienen cuatro columnas dóricas, culminando  un ancho frontón con escudos, mientras en el señorial balcón de la primera planta, de columnas jónicas, una cabeza de Minerva parece engullir una ola de mar,  que la estrechez de la calle no permite tener la perspectiva visual suficiente para hacer honor a una fachada de balcones  y ladrillo de enorme maestría arquitectónica.

Su cara demacrada, la gorra de plato sostenida a la altura de la cintura con su mano izquierda, el brillo dorado de su correaje con sello bicéfalo, y los guantes blancos que abrigan sus recias manos de antiguo campesino, curtido ya en una guerra civil cuyos estragos son las cartillas de racionamiento y las penurias ciudadanas que laten en la sombra y en el rumor callado de los vecinos del Albayzín, las cuevas del Sacromonte, por la Cruz Blanca o en el Realejo,  pierde algo su arrogancia ante las columnas de mármol  del pórtico de entrada y el delantal blanco de una de las fámulas que le da los buenos días, con su cantarín acento de Andújar o Arjona, o de alguno de los pueblos de olivares con los que se nutre el servicio de esta casa de abolengo.
-          Quisiera hablar con don Ramón Contreras.

-          Aún no estará levantado el Señor, acostumbra a retirarse muy tarde y a  madrugar. Además de pasar antes del desayuno por la capilla, si quiere esperarle mientras tanto en la salita o darme el recado para él, le espeta una atribulada sirvienta sin mandil y de abundante pelo blanco que remata un moño en rohete, con el tintineo metálico en el bolsillo de su falda, que la delatan como ama de llaves.

-          Es muy urgente y grave que hable con Don Ramón de inmediato.
Traigo un mandamiento del Gobierno Civil para entregarle en persona.

 Aún cuando  el tono de sus últimas palabras se hubiera dulcificado, dentro de su rigor y del sobre que lleva en el bolsillo de su tres cuartos, al que tienta en numerosas ocasiones con su mano libre derecha, la preocupación se hace patente en el estrecho recinto, mientras el uniformado y la sirvienta traspasan el umbral que da acceso al patio general y, bajo el amplio soportal, a izquierda, se dirigen a una salita con puerta de cristal, sillas castellanas de alto espaldar y asiento noble, bargueño castellano, repleta de fotografías familiares, paisajes lejanos y hornacina de cristal, con la Virgen de los Dolores, que tapizan las paredes y abundan en cada uno de los muebles en su marco de plata

En los pocos pasos de ese hermoso patio, una fuente cantarina en su centro, sigue su monótona melodía y su tediosa salmodia del agua, mientras del cielo la lluvia ahora cae con estrépito y se oyen las carreras de la servidumbre para recoger aquello que pueda estropearse o dañar el recio aguacero.

El jardinero, varias de las sirvientas con su mandil blanco, en uno de los rincones del ancho patio, a cubierto,  conjeturan lúgubremente cuál pueda ser la razón de la madrugadora visita del mílite, conocido el miedo y el terror que causaron en el 36 en la ciudad de los Cármenes y que el hijo venerado, el heredero de tan recia estirpe está enrolado en el ejército y se encuentra lejos de la ciudad de sus amores, lejos de su Granada del alma, en una fría ciudad castellana que otrora fuera capital de las Españas.

-          No debemos despertar a don Ramón, la muerte de su esposa ya le sumió en u
profunda  amargura y si a eso le añadimos su dolor por no haber podido salvar a cuantos le pidieron socorro en aquellos fatídicos días de agosto del 36, volvería a enfermar.

Es la voz de Pepita, la esposa del jardinero y siempre decidida, ante la parsimonia y nerviosismo de la seca ama de llaves. Las sílabas del corrillo presente, melosas y trajinantes, con los rostros angustiados, no saben qué hacer y murmuran pareceres que quedan apagados antes de emitir la gravedad en un susurro.

-          Y si llamáramos a María, se oye entre la numerosa servidumbre que se ha
arremolinado ante la salita o recibidor de huéspedes y el aire de gravedad que respiran todos los presentes.

-          ¡Qué María!, contesta con brusquedad la ama de llaves.

-          La de Paco el carpintero, que casara aquí don Ramón, como padrino y testigo,
 como  también lo es el señorito don Fernando de su vástago, pues ella lo crió a la muerte de la Señora y de la depresión posterior del amo.

-          De acuerdo, id volando al 18 de Niños Luchando y traedla, decidle que el Señor a
vuelto  a recaer y ya tendremos ocasión de ponerla en antecedentes y de hallar una solución. ¡Ave María, Purísima! Que otra nueva desgracia le espera a esta santa Casa.

-          ¡Señora,  no seáis ave de mal agüero! le endilga el orondo y calvo jardinero.

Mientras estos acontecimientos tienen lugar en el patio de palacio,  en la sala donde el agente de policía no ha podido contener su nerviosismo, sus pasos le han llevado frente a una foto en blanco y negro de un joven teniente de caballería, por las dos estrellas que luce en su pecho y las insignias del cuello de su uniforme. De amplia frente, de rostro armonioso y con un bigote que esconde el fino labio superior, con ojos soñadores, un tanto tristes y de probable color aterciopelado, de cabellera bien recortada y con pobladas cejas que enmarcan la gravedad de su mirada juvenil. Un ligero estremecimiento de todo su cuerpo le hacen recuperar al policía la razón del grave recado que ha de entregar por orden de sus superiores y logra desasir su mirada de la atracción que parecía ejercer en él aquella foto.

María, la esposa del carpintero, era originaria de Benalúa de las Villas y había estado, desde que perdiera a su madre, siendo muy niña, mientras veía partir hacia la emigración Argentina a su hermano, violinista y de singular simpatía veguera, al servicio de los Contreras y Pérez de Herrasti, en sus cortijos de la misma patria del fundador del reino nasrita, en los veranos en San Sebastián o en la fastuosa casa de las Columnas, como era conocida la enorme residencia de la familia Contrera, a la que se había unido en matrimonio la rama de Gómez de las Cortinas, todos ellos profundamente entroncados en la nobleza de Granada.

Presurosa, llegó María Aguado Moreno, con su modesta vestimenta hogareña, una simple rebeca blanca de lana sobre sus hombros, el rostro serio y de mejillas sonrosadas, donde las escasas arrugas ennoblecían aún más si cabe sus ojos todavía inquietos y tiernos; de no gran estatura, de cabeza bien torneada y de pelo negro, donde ya se empezaban a adueñar las hebras de las incipientes canas. Distante y seria con los extraños, descubría su enorme gracejo veguero con sus seres queridos o los paisanos que con frecuencia pasaban por su casa, dejándole siempre la muestra de los frutos de sus cosechas según fuera la época, en agradecimiento por su hospedaje desinteresado en los años de guerra, como por los favores que siempre se han sabido dispensar los campesinos con sus paisanos, sobre todo en aquellos años de calamidades. Tenía pues una simpatía y unas maneras que, aún cuando había aprendido a escribir y leer sola, actuaban de imán y con su donaire, su gracejo y el saber antiguo, lograba simpatizar con los más recalcitrantes, además de su enorme fe y su gran religiosidad.

Le había acompañado en su apresurada venida su esposo, Paco, Francisco Orero Montoro, más conocido por su oficio de carpintero, capaz de extraer de la madera obras de arte que nunca le serían bien retribuidas, a pesar de la maestría de su trabajo y del tiempo que le dedicaba, con  una clientela  preñada de registradores, notarios, abogados, aristócratas, conventos, iglesias y toda la grey funcionarial, que en Granada nunca fueron esplendidos y menos aún en aquellos años de hidalgos venidos a menos. Varios palmos más alto que ella, con una cara agraciada y de ojos negros profundos, con orejas despejadas y todavía con un cierto deje vocal de su Andújar natal. Su nariz arrastraba también un lejano eco y la fuerza de su lejana estirpe judía, originaria de antiguo en un modesto pueblo del golfo de Génova, antes de su migración medieval a tierras levantinas y a la postrera de los olivares de Jaén. Paraguas en mano ,ni siquiera había tenido tiempo de despojarse de su bata azafrán de carpintero, de cuyas pequeñas virutas de madera se palmeaba mientras su esposa entraba en el amplio atrio de aquel palacio, en cuya capilla se habían prometido amor eterno, años antes, bajo la atenta mirada y el patrocinio de don Ramón.

Mientras Paco el carpintero se quedaba rezagado, junto al resto de la servidumbre,  la  ama de llaves y la pizpireta Pepita, bajo los soportales del patio,  que ella había paseado en su mocedad, fue puesta en antecedentes de una probable mala noticia, de la que sería portador el policía nacional que esperaba en la sala recibidor.

Toda la servidumbre  en coro,  con el ceño fruncido, silenciosos, vieron como María Aguado y la ama de llaves entraban en la sala donde el sobre de aquel siniestro correo esperaba darles una noticia de la que nunca hubieran querido oír.

Tras las presentaciones pertinentes, en el gabinete donde habían hecho antesala capitanes generales, arzobispos, catedráticos, al igual que el mismo Padre Manjón o modestos labriegos, aquel enviado del ministerio por fin se decidía a poner en manos de la ama de llaves el sobre del que era portador. Portador de la más terrible de las noticias para aquella Familia.

En una hoja, ribeteada toda de un filo negro, cual crespón,  y encabezada por una cruz y la bandera bicolor de España, decía:

“Fernando Contreras y Gómez de las Cortinas, Pérez de Herrasti y Atienza.
Requeté. Teniente de caballería, condecorado con dos cruces de Guerra, dos Rojas del Mérito Militar y Medalla de campaña. Caballero de la Real Maestranza de Caballería de Granada.
Falleció en acto de servicio en la Academia de Valladolid el viernes 29 de Noviembre de 1940, a los 25 años de edad.
D.E.P.
¡Arriba España!”

Ni la firma ilegible, ni las postreras líneas de consuelo pudieron leerlas al unísono aquellas dos mujeres, pues desde que abrieron el sobre,  las lágrimas y el llanto les impidió proseguir la temblorosa  lectura, hasta que un lamento sordo se había extendido ya, como un reguero de pólvora por el patio donde todos los habitantes de aquel palacio se congregaban, mientras que nadie se percataba del paso silencioso y cansado del Sr. del lugar, a quien aquella horrible noticia le era destinada y que nadie pudo advertir de qué modo llegaba hasta el gabinete y en sus manos ya ajadas y aún finas, pues se había abierto paso entre su servidumbre de manera  discreta y misteriosa, llegaría él también a poseer aquel lúgubre pliego.

-          Qué te trae por casa, mi buena María.

María Aguado se sorprendió de la repentina presencia de don Ramón, que ya sospechaba en su pecho la amarga noticia del que era portador aquel espectro de abrigo gris, que había quedado también como petrificado por la noticia y por la presencia del palaciego. Secó sus lágrimas de un pañuelo, que extrajo de la bocamanga de su amplio sayal y sin poder contener su dolor, sólo pudo extenderle la hoja funesta, que temblaba en su mano, al dueño y destinatario de la misiva.

Tomó la hoja, la leyó y a pesar de su enorme esfuerzo para no desfallecer, ni mostrar su pesar más profundo, no pudo resistir el martilleo de su corazón, que incesantemente crecía y ahogaba sus más íntimos pensamientos. Se dejó caer como un fardo ya hastiado de tanto infortunio, su cabeza sobre el pecho y terminó derrumbándose en el suelo sin que ninguno de los tres asistentes presentes  pudieran   hacer nada para evitarlo.

Entre Paco el carpintero, el jardinero y el policía en brazos le llevaron apresuradamente a sus aposentos, mientras de su boca sólo se escuchaba el sordo lamento del “por qué Señor, por qué te has llevado lo que más quería, por qué no me tomas a mí, por qué a él, por qué la luz de mi casa” y unas escurridizas lágrimas recorrían con angustia su mejilla de surcos augustos  
y  de pesados años, mientras en su pecho el yunque de su ajado corazón seguía recibiendo con fuerza indescriptible los golpes del destino.

En aquel palacio, cada uno de los presentes ya conocían la triste y horrible noticia, como por los mentideros, cuestas y plazoletas de Granada. El desfile de familiares, autoridades, vecinos y personas de todo pelaje, que querían expresar sus condolencias o recabar noticias, era incesante , sin embargo, nadie reparaba en el dolor de un menestral y su esposa, derrotados en uno de los bancos del jardín postrero de palacio, mientras entre lágrimas recordaban  aquel niño y hoy cadáver, el día de su boda, cuando se disponían a entrar en la capilla, le gritaba en sollozos a Paco el carpintero, “ladrón, me la has robado. No te la lleves”.

Quien podía consolar aquel tierno infante que veía cómo se iba de su lado la persona que más había querido, quien había hecho de madre para él, quien le había canturreado canciones de cuna para adormecer sus miedos infantiles, quien le había cantado y contado nanas y cuentos transmitidos en la vega de Granada desde tiempos remotos y que las nodrizas campesinas saben como nadie.

Ya por la calle Elvira, por Gran Vía, en Mesones, las Pasiegas o San Jerónimo, ninguna moza volvería a suspirar por aquellos ojos y aquel aire marcial de este nuevo Aliatar, mientras acudía al 18 de Niños Luchando para confesar sus anhelos más íntimos a la persona que en su infancia le había acunado, mientras su ahijado escuchaba con embeleso a su Padrino, por quien siempre sintió un enorme cariño.

La noticia conmovió toda Granada, aún cuando la familia nunca había congeniado bien con el poder imperante entonces, de camisas azules y saludo brazo en alto, palma de la mano extendida; se habían guardado las distancias, ya que ellos habían sido siempre personas de orden y de mucha fe, con profundo sentimiento monárquico, razón por la que las exequias se llevaron a cabo de manera austera, como siempre fueron las señas de identidad de los Contreras, ya que se extinguía una estirpe de rancio abolengo en Granada, mientras su féretro se encaminaba a su eterno reposo entre olivos, en tierras también del primer rey nazarita de la Alhambra.

Pronto, aquel palacio pasó a manos del Estado, para establecer allí la facultad de Filosofía y letras, y su capilla señera se iría despojando de su magnificencia y buena parte de sus maderas, imágenes y ornato, que éste prócer granadino regalara a una iglesia de Arjona, mientras que en la memoria de un modesto carpintero y de su sencilla compañera, guardarían para siempre lo más preciado para ellos, su matrimonio en aquella casa, como los recuerdos de las correrías, abrazos y besos de aquel niño ahora corriendo caminos estelares, como la gran humanidad del patriarca de aquel palacio, don Ramón Contreras.

A quien esto escribe, como las dudas íntimas de que no fue una muerte inocente, siempre flotaron por aquella carpintería de Niños Luchando, supongo también que en sus parientes más próximos, como en la memoria de aquellos lugareños, que también a mí, de manera vaporosa me hicieron llegar alrededor de una mesa de camilla, cuando los viejos hacen relato a sus nietos de historias pasadas, que entonces uno recibía con fruición, pues quienes me lo hicieron llegar a ellos también se les rompió un pedazo del corazón y se les desvanecía un porvenir esperanzado y halagüeño, amén de una pasada mocedad.














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