A UN JÓVEN GUARDIA CIVIL EN EL PAÍS VASCO
Pocos son los diarios que se harán eco de la noticia.
Saliste sigilosamente en una ambulancia del cuartel de Zarauz, esa villa que un
día lejano fundara Fernando III de Castilla, sin que nada ni nadie pudiera hacer
algo por ti. Sólo tus padres, hoy más que nunca envejecidos y en silencio,
esperan en el cementerio de un modesto pueblo español tu cadáver, para darte sepultura. En su llanto amargo no
pueden reprimir su congoja, ni las continuas preguntas del por qué de lo
sucedido, ni de la triste nota que les llegara un día antes desde la Dirección
General de la Guardia Civil. Su hijo, aquel joven apuesto que no encontraba
empleo y que veía como el paro, la precariedad atenazaban los escasos ingresos
familiares, no tuvo otra cosa mejor que acudir a la academia de Baeza para
integrarse en las fuerzas del orden, aquellas que tanto denostaba su padre,
cuando con el tricornio y la capa de verde oscuro, a su regreso a casa le daban
el alto y una pareja le hacía regresar de madrugada en busca de unos papeles
que acreditaran su modesta posesión. Fueron los años de posguerra franquista.
Aunque su hijo apenas se pondría aquel tricornio, había ingresado en la Guardia
Civil que su padre nunca quiso y que hoy, sin embargo, contribuía con su
salario en sostener a la familia.
Las nieblas, como cendales, que desde el mar Cantábrico recorren con
parsimonia los caseríos y aquel mar de pescadores de ballenas, pasando por el
monte de Santa Bárbara, el palacio de Narros y la playa donde Isabel II soñara
abrazar en su lecho aquellos marinos de las traineras, o ahora el célebre
restaurante de Carlos Arguiñano, se detendrán en la vecina Guetaria, patria del
gran navegante Elcano, y seguro que silenciaron el disparo que abrió tu pecho y
acabó para siempre con tus sueños, con aquel sol del Sur, con tus amigos de
infancia, con la alegría de tu hogar, mientras aquí todos te miraban mal o te
despreciaban, bien por tu acento en el que ceceas o por esa piel que denota a
la legua tu origen y tus raíces sureñas, o quizás galaicas, o astures, o
extremeñas o quizás canarias, pero nunca vascas.
Te has cansado de sentirte sólo, de constatar que cuando un
domingo te permitías tomarte una caña en el bar del pueblo, rápidamente los
demás clientes se alejaban de ti, como si tuvieras la peste, de aceptar llevar
a cabo a diario dos turnos para acumular el mayor número de días de vacaciones
que te permitieran regresar a tu pueblo, a tus orígenes, a la sonrisa, a la
libertad, a la amistad.
Te dicen que estás en España, que aquí tienes los mismos
derechos que en tu pueblo natal, pero no es verdad, sientes el odio de cuantos
apartan su mirada o te miran por encima del hombro o a regañadientes. Por tu
juventud quisieras piropear los ojos de alguna de esas mozas que cruzan por el
parque, que aceleran el paso en cuanto te descubren y también escupen al suelo
en señal de desprecio hacia ti, sin que nada sepan de cómo eres.
Quizás no te hayan contado que otro emigrante extremeño,
apodado Txiki, fue uno de los últimos que Franco ejecutó y que no tuvo empacho
para alistarse en Eta para atentar contra sus propias raíces, sus orígenes y
contra sus compatriotas, también paseaba por donde tú lo hiciste, pero el, sin
embargo, aclamado por esos mismos vecinos que a ti te dan la espalda.
Has puesto fin a tu depresión, a tu soledad, a un amor no
correspondido, a un futuro incierto, a un trabajo obligado, a unas órdenes
siempre amenazantes y conminatorias, a un atentado, al miedo, mientras tus
padres no pueden contener más el dolor de la pérdida del hijo, del que no han
podido despedir.
De ti tan poco vendrá a despedirse el escultor Jorge Oteiza,
ni el obispo Múgica, ni los sacerdotes de Santa María la Real, ni de las
Carmelitas descalzas, ni de los franciscanos, como tampoco los numerosos
feligreses que los domingos acuden a rezar y que nunca te tendrán en sus
preces. Tampoco lo hará el alcalde del PNV y menos aún los dirigentes de Bildu
o del PSOE, o el 4% de los votantes que se sienten españoles en ese pueblo
otrora tan español y hoy tan separatista.
Y mientras el barquero conduce en su barca tu cuerpo para su
descanso eterno, tú como yo nos seguiremos preguntando qué les hemos hecho, qué
daño, para que ni siquiera hayan querido abrir su corazón a esa inocencia, a
ese candor del Sur, aunque sea como picoleto. Estrechar su mano con el hijo de
un obrero, de un campesino, de un tendero, o darle un abrazo al hermano que
sólo podía escoger entre la precariedad de su tierra de origen o enrolarse en
la Guardia Civil.
Tu suicidio será silenciado por tus compañeros del cuerpo,
tus padres recibirán la mísera paga que nunca apagará su dolor, los vascos que
te despreciaban seguirán sembrando de odio las mentes de sus hijos para
conservar su atraso y sus limitaciones, mientras que en el Sur, o en Galicia,
en Extremadura, en Asturias o en Las Canarias, innumerables jóvenes aspiraran
ingresar donde tú ahora has puesto fin y dejado un hueco que el Cielo nunca
podrá cubrir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario