domingo, 7 de agosto de 2016

EL MANUSCRITO CARMESI, DE ANTONIO GALA

EL MANUSCRITO CARMESÍ, DE ANTONIO GALA

-¿Qué castillos son aquellos?
Altos son y relucían.
-El Alhambra era, señor,
Y la otra la mezquita….
                                               Romance de Abenamar

“Granada es mucho más que una ciudad y mucho más que un reino, es una forma de haber sido, una forma de estar siendo, una forma de llegar a ser”
                                               Del libro El manuscrito carmesí, de Antonio Gala


Cuando los arqueólogos franceses descubrían con asombro,  entre las paredes de la Mezquita de al Karouine en Fez, los varios montones de papiros y de libros allí ocultos, lo que más atrajo su atención eran los legajos de manuscritos redactados sobre papel carmesí, el mismo que la cancillería del antiguo reino de Granada, de la dinastía nazarí, utilizaba para su correspondencia.

En ellos, su último sultán, su último rey, el más desdichado, quien un día viera la luz entre las paredes de los palacios de la Alhambra, bajo los mocárabes y el murmullo del agua eterna peregrina, como del coloquio de mirlos, palomas y gorriones, y el perfume cercano que la corriente del valle del Dauro le llevaba los efluvios desde los jardines del Generalife, escribiría para que otro gran andaluz, el cordobés Antonio Gala, con ese título por boca de Abu Abdallah, como Mohammad el XII o el onceno, escribiera parte de sus reflexiones como de su desdicha, de quien llevo el apodo del Zoghoibi y quien vio derrumbarse su estirpe, como la perdida del paraíso que era y sigue siendo Granada.

Es pues el diario que en boca del último rey de Granada, el insigne literato andaluz Antonio Gala, nos irá desvelando la historia de aquellos trágicos y aciagos días para una cultura que desaparecía bajo las pisadas cristianas, el declive musulmán, como las pasiones que por la propia sensibilidad sexual de su autor, aparecerán mostrando el perfil sensorial del biografiado como de su amanuense.

Todo el libro, tanto en su vertiente historicista, literaria, filosófica como sentimental, nos llevará por los jardines de la Alhambra, el incipiente jardín  en la alcazaba de Andarax, como por los diversos incidentes, su encarcelamiento en el castillo de  Porcuna,  que se alza sobre una roca; los rehenes, escogidos entre las familias más ilustres de ese reino.  La lucha interior por una vida acorde con la paz de los sentidos, frente a unos reyes cristianos que han decidido su expulsión, unificando bajo la cruz a todos sus moradores, aún cuando desde los almohades, con su ortodoxia, siempre perjudicial y sus pretensiones de pureza religiosa, a la que los andaluces ni estuvimos acostumbrados nunca, ni llegaremos nunca a acostumbrarnos,  cuando tanto él como sus antepasados sólo tienen sangre granadina y luchan con denuedo por conservar el patrimonio heredado en ocho siglos de pervivencia cultural y religiosa en la Sabika, donde también convivieron con judíos y, en tiempos remotos, lo hicieron también con cristianos. Tenían pues más afinidad con los cristianos de la Península que con los musulmanes africanos.

Es  pues un libro amargo, pues quienes eran los poseedores de ese reino culto, sus moradores de antiguo, sus cultivadores, serán expulsados de su hogar y del de sus antepasados.

“Si tú quieres Granada,
Contigo me casaría
Lo que temí perder ya lo he perdido;
Lo que esperé ganar ya no lo espero”

Por sus páginas desfilarán Faiz, el jardinero; Ibrahim, el médico judío;  su tío Yusuf, el gordo o su otro tío Abu Abdallah, el Zagal. La presencia insomne de su madre Aixa al Horra, como la tierna y devota de su esposa Morayma, la hija del gran caudillo Aliatar, quien le dirá que “aunque dejases de amarme, nunca me podrías arrebatar el privilegio de haber sido ya amada” El negro Muley. Su escasa cercanía con su padre Muley Hacén o su esposa Soraya. Farax, su hombre de confianza y su amado, de quien dirá: “es una identificación , una unión plena de amistad que, de vez en cuando, se expresa en una unión de cuerpos. Es así con Farax, y es así con Moraima”. Como los edecanes traicioneros de sus ministros, los Aben Comisa, al Maleh o el faquí el Pequení. Su amistad con el gran capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba, en sus tres años de cautiverio en Porcuna, Moclín  y Córdoba. Como de su querido can Hernán, que le acompañará en el infortunio. También nos mostrará a su hermano Yusuf, como de la manera en que le será cortada la cabeza por la misma disidencia granadina, o de banderías, que también se daban en el campo cristiano entre el cabeza del marquesado de Medina Sidonia y el de Cádiz,  Ponce de León

También nos irá dando pinceladas del espíritu de los granadinos de ayer, no muy distinto al de los de hoy cuando dice: “para los andaluces, la religión es más que nada una cuestión de liturgia”

Qué decir de su poesía y de sus constantes enseñanzas:

“Las flores son la sonrisa de Dios, la mejor prueba de su bondad; la belleza que, al ser superflua, es doblemente bella. Ellas son el único testimonio indiscutible de que podemos tener esperanza”

“La mayor diferencia que existe entre los cristianos y nosotros no es la religión, sino la forma de entender y de vivir la vida”

O de su canto a la paz, que nunca tuvo:

“La paz es la tierra en la que crecen nuestros hijos, y en la que nosotros somos de verdad nosotros mismos; es la rosa en la que caben todas las primaveras y la auténtica benignidad de Dios; la huerta que trabajamos con sudor y cultivamos , y en la que hemos sembrado la esperanza”

Y sigue clamando por la paz que nunca conoció:

¿Por qué no puede conseguirse la paz sino con las armas? ¿Por qué las causas más hermosas son las que no pueden defenderse por si mismas? Son los pacíficos quienes tienen que defender la paz; pero ¿Quiénes son los pacíficos”

A su pesar el siguió galopando, cuando lo que más deseaba era coger una rosa en su Partal, al socaire de Sierra nevada.

“Soy igual que un caballo que en la carrera ha perdido a su jinete, y escucha una voz que le dice: “Galopa” “Pero, ¿hacia donde; en donde está la meta? “Tú galopa”, le ordenan. Y galopa a ciegas, sin porqué ni para qué, sin saber quién lo mira, ni quién le habla, ni qué se aguarda de él”

La habilidad militar de Fernando y la persuasión de Isabel en un mismo designio, lograrán que el declive de un viejo reino como el de Al Andalus, vaya siendo reducido en pocos años a las inextricables murallas de Granada, lugar de ensueño para los cristianos, de ocaso para los musulmanes y de nuevas conquistas para un reino joven que se ve premiado con el descubrimiento de nuevas tierras más allá del finis terra y  de epopeyas en tierras italianas y de Flandes.

“¿Qué mansiones son éstas que a un triste no responden?
¿Es que han ensordecido , o es que son sólo ruinas?
Regresad, regresad a aquella venturosa e inolvidable tarde;
porque si hubiesen muerto estas moradas, nosotros moriríamos.”

 Y tras muchas dilaciones, desde la Torre de Comarex, después del último adiós al palacio que erigiera Muhammad V,  leía en la taza a lomos de los leones: “a tan diáfano tazón/tallada perla/por orlas el aljófar remansado/y va entre margaritas el argento/fluido y también hecho blanco y puro/Tan afín es lo duro y lo fluyente/que es difícil saber cuál de ellos fluye”, mientras la delantera del ejército castellano subía por el camino de los pozos, formada por el alcaide de los Donceles, junto al duque de Alburquerque y los mariscales. El maestre de Santiago con los caballeros de su orden y casa y la Hermandad. Las tropas de los duques de Plasencia y Medinaceli. El marqués de Cádiz con la gente de Gonzalo Mejía. El conde de Ureña y don Alonso de Aguilar. La gente del arzobispo de Sevilla y las de Pedro de Vera y las del alcaide de Morón. El duque de Medina Sidonia. El maestre de Calatrava. El conde de Cabra. El cardenal don Pedro González de Mendoza. El duque de Näjera. El conde de Benavente. El alcalde de Atienza y don Alvaro de Bazán. La batalla real la formaban un nutrido grupo de lanzas y peones gallegos, asturianos, vizcaínos y montañeses, contingentes de Sevilla y de Córdoba. 400 caballeros continuos y gente de corte de sus altezas. La custodia y guarda del fardaje estaba a cargo de 200 jerezanos y una nutrida dotación de infantes. A la zaga iban Francisco de Bobadilla con la gente de Jaén y de Andújar, y Diego López de Ayala, con la de Ubeda y Baeza. La artillería entró en Granada por distinto camino, marchaba escoltada por gran número de escuadrones y peones y mandada por el maestre de Alcántara, el conde de Feria, Martín Alonso, el alcaide de Soria, Henao y Lope Hurtado

Todo nos decía ya adiós. Partimos de Granada el día 25 de enero. Aún no había amanecido y en la memoria los versos de Ibn Zamrak:

La Sabica es una corona sobre la frente de Granada
En la que aspiran a engarzarse los astros
La Alhambra  -Dios la guarde hasta el fin-
es un rubí en la cimera de la corona
Su trono es el Generalife; su espejo la faz de los estanques;
sus arracadas son los aljófares de la escarcha

Granada, pensará Boabdil, es para él lo mismo que su primer amor, que fue Jalib, alguien a quien se ama y que se deja amar, pero a quien le es imposible correspondernos

Había tenido que dejar a sus dos hijos y 500 andaluces como rehenes en manos de las huestes de los castellanos, para evitar cualquier levantamiento.

“Aquel funesto día en que me obligaron a alejarme de ti, acosado
por la adversidad
no hacía sino mirar hacia atrás en el viaje de la separación
Hasta que me preguntó mi compañero: “¿Qué es lo que te has dejado?”
“Mi corazón”, le respondí”

“Apretaba el paso de mi caballo, cuando escuché voces que me suplicaban hacer una pausa. Yo no quise volver el rostro; no quise ver Granada una vez más; no quise sentir, como una espada de fuego, la expulsión del Paraíso. Yo oí los alaridos de las mujeres, sus plañidos que trenzaban y se reforzaban unos a otros igual que enredaderas. Se despedían del lugar del mundo  sin el que no concebían sus vidas. Éramos ya los desterrados. Yo no quise volver la cara más; no quise ver Granada. Sentí que no iba a poder resistirlo y, sin escuchar el parloteo con que Farax quería distraerme, espoleé mi caballo y me lancé al galope para huir, cuanto antes de lo que yo había sido.”

Llegarían a la Alpujarra, “frente al verde oscuro o el añil, frente a los azules violentos de las otras sierras, la de Gádor tiene reflejos sonrosados. Es más blanda y más femenina. Sus cerros son redondos, y hasta las grandes piedras que los forman son benignas y suaves. Después de su estridente afirmación, muestra en ella la Naturaleza su afabilidad.”

En la tranquilidad de su nueva residencia de Andarax, aún sin sus hijos, se pregunta por qué unos se lanzan contra otros porque sus formas de adorar a Dios son diferentes, cuando deberían estar hechas para coexistir. Mientras recuerda que Ibn Arabi decía: “Mi corazón es pasto para las gacelas, un convento para los monjes cristianos, un templo de ídolos, la Kaaba del  peregrino, las tablas de la Torá y el libro del Corán. Practico la religión del amor, en cualquier dirección que progresen sus caravanas, la del amor será mi religión y mi fe” Si esto lo pudieran conocer hoy, en el siglo XXI quienes hacen de la Xaría su axioma y su Guerra al infiel un permanente dolor.

Sus palabras proféticas se siguen haciendo preguntas hoy día de actualidad, a saber:

“Me pregunto, -dirá-, como ha sido posible alcanzar este punto de encarnizamiento de hoy. La religión en los comienzos musulmanes de España,  no dividía. La guerra no era una cuestión esencialmente religiosa; los cristianos andaluces combatieron a menudo contra los ejércitos del Norte al lado nuestro; los del Norte enviaban a sus hijos a educarse entre nosotros, y casaban a sus princesas con nuestros caudillos, más cuanto más notables” “¿No se habrán tomado las religiones sólo como un pretexto?” “¿Combaten los castellanos por su fe, o combaten por su subsistencia?”

“Con qué claridad veo que el pueblo menudo y menesteroso no cree con sinceridad en su Dios, ni los grandes señores en sus pueblos, ni los reyes en sus vasallos chicos o grandes, del tamaño que sean”.

Ahora su tiempo libre lo dedicará a la cetrería por las tierras de Dalías, Berja, Ugijar o Juviles, como a leer los libros que se ha traído de la Alhambra. Encuadernados bellamente en cuero rojo o azul con abrazaderas de plata cincelada. Usados y envejecidos por el roce de manos que le precedieron. Todo está resumido y prevenido en esa antorcha que va de mano en mano iluminando la tiniebla, que, sin embargo, el cardenal Cisneros quemará en la hoguera de Birrambla, perdiendo siglos de labor, de enseñanza y de luz para lo venidero. Así de siniestra era aquella Iglesia que se convertía en el brazo político de un reino emergente.

Bejir, como alcalde de Andarax, dirigirá dos cartas a los reyes de Castilla para que les devuelvan sus hijos, cuando éstos ansían quitarse la piedra en el zapato que sigue representando para ellos Boabdil y lo rodeen de espías.

Para él la vida le inundó las manos de flores, pero olvidó entregarle un florero donde posarlas.
Los últimos Abencerrajes vendrán a decirle adiós, han decidido cruzar el estrecho, pues la vida en Granada es cada día más tensa y con más pérdida de los derechos pactados.

Los judíos han sido expulsados y aquel andrajoso que deambulaba por el campamento de Santafe, ha descubierto para estos reyes una nueva ruta para alcanzar Cypango y las especias, por Occidente.

Aben Comisa viaja a Barcelona y negocia con los reyes cristianos que Boabdil venda sus posesiones y pase a Africa. Mientras en un accidente muere Farax, queda encinta Morayma, apenas si se ve con su madre Aixa, que le culpa de todas las desdichas de los nazaríes.

Morayma ya con sus hijos de vuelta de Moclín, donde estuvieron retenidos, creerá que el amor no es el éxtasis, no el enloquecimiento, sino envejecer juntos, estropearse juntos

Ya ha vendido a Hernando de Zafra sus posesiones y el Watasi, soberano de Fez, lo espera con los brazos abiertos. El embarazo de Morayma es cada día más notorio. Han intentado envenenarlo, se siente perseguido y espiado y todo le induce a acelerar esa partida, aunque quieren  que sea en esta tierra donde vea la luz su próximo vástago.

En Mondújar, en el valle de Lecrín, donde ya había enterado sus antepasados, se lleva el cuerpo sin vida de su esposa y de su hija para darles sepultura. Ya nada puede retenerle en Andalucía. Embarcará en Adra, con unos 1.200 fieles seguidores y servidumbre, en dos carracas genovesas dispuestas libre de fletes por los monarcas castellanos.

Su madre, también verá la muerte en Africa, en una ceremonia digna de una sultana andalusí, en la mezquita de Fez, después de pedirle a su hijo: “Cuando regreses a reinar a la Alhambra, entiérrame en la rauda con los sultanes”

Ya pocos son los servidores que le quedan, dos antiguos chiquillos granadinos huérfanos, Amin y Amina que cuidarán sus últimos años, mientras se pasea por el vericueto de calles de la medina y la porfía de los distintas tribus sigue en pie, o la fuerza de los cristianos que ponen a saco Tremecen y Orán , mientras los turcos aspiran también a crear un nuevo imperio, del que Boabdil dice:

“Abismos nos separan de los cristianos, pero quizás haya entre muchos de ellos y nosotros menos distancia que entre nosotros y los turcos. Granada no será nunca más Granada; nosotros, que la hicimos, lo sabemos muy bien ¿Y puedo yo regocijarme que los otomanos pisen la Vega y la Sierra Solera? En el nombre de Dios,  como musulmán, sí, pero como andaluz, jamás. Y, en el fondo, más que otra cosa alguna en este mundo –y en el otro, si lo hay-, ¿qué soy, sino ANDALUZ?






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