ANTONIO MUÑOZ MOLINA, ARDOR
GUERRERO. EDITORIAL SEIX BARRAL
En este pequeño libro de
bolsillo, el brillante autor de Beltenebros, Sefarad o el Jinete polaco, esta
vez realiza un ejercicio memorístico de su paso por la mili, esa etapa de la
vida de muchos españoles, entre finales de los setenta y los ochenta, que pasamos
por ese mismo destino. A él le tocó hacerlo en San Sebastián, en un momento
difícil para España, pues acabábamos de incorporarnos a la democracia y hacía
poco que Franco había fallecido, mientras los asesinatos de Eta se recrudecían,
amparador por la misma Iglesia vasca y por un sentido equívoco de la izquierda,
como de aspiraciones independentistas, en muchos casos con el triste respaldo
de hijos de emigrantes, a quienes el fundador del separatismo vasco, Sabino
Arana, en su catecismo xenófobo, los descalificaba, mientras ellos,
curiosamente, para hacerse perdonar ante la feligresía vasca su derecho al sol,
al pan y a un trabajo sin nada que agradecer a la clerecía y burguesía vasca,
se empeñaban en matar a sus mismos compatriotas, frecuentemente enrolados en el
ejército, en la Guardia Civil o formando parte de la Justicia.
Esto último es ya otra historia
que quienes, como él en San Sebastián, y yo, unos pocos años antes en el
campamento de Sotomayor en Viator, Almería, o en la Mayoría que administraba
los servicios de Intendencia, Automóviles y Sanidad, de Granada, de lo que
entonces fue la IXª Región Militar, aprendimos a convivir con un nuevo
lenguaje: “biiiiicho” , “empanao”, “abuelo”, “bisabuelo”, o la tentación de los
canutos, como, sobre todo, tras los tres meses de campamento, constatar la
inutilidad de un servicio militar en el que sus jefes hacían más tareas de
administración y oficina que para lo que se habían enrolado, que debiera ser su
preparación para la guerra, y en nuestro caso, la búsqueda del “escaqueo”
permanente.
Mientras él hacía el Campamento
en Vitoria, yo lo haría en Viator, donde en tren, a primeras horas de una
mañana nos conducirían los escasos doscientos kilómetros que separan la
estación de los Andaluces de Granada con la de Huercal de Almería, en todo un
día, ya que las paradas violentas del tren eran frecuentes, mientras los
veteranos ya empezaban en su ejercicio de amedrentar a los nuevos o de sacarles
algún dinero para sus continuas borracheras.
Era, probablemente, no lo recuerdo
con la brillante nitidez del escritor ubetense, a finales del mes de julio, con
un calor pavoroso, sobre todo cuando en dos hileras, cual borregos, con los
gritos y mandato continuo a voces de la Policía Militar, en dos hileras que
descendimos, ya exhaustos de tanto traqueteo, de un modesto bocadillo, una lata
de sardinas en conservas y un botellín de cerveza, arrastrando un macuto de
color oliva, vestidos aún con nuestro propia ajuar, que subimos penosamente
hacia el pueblo de Viator, primero, y el Campamento de Sotomayor, después,
centro de formación para los reclutas.
No sabría decir las veces que nos
formaron, los impresos que rellenamos, los tests que cumplimentamos, sin que
nos dieran explicación alguna, para, ya de noche, según nuestros apellidos,
abandonábamos nuestro nombre para recibir un número o una identificación que
sería con la que tendríamos que identificarnos, para luego pasar al interior de
una nave a dos aguas, de paredes encaladas en blanco, con una pequeña antesala donde estaban encadenados los
cetmes, o fusiles de asalto, para acceder a lo que en ese período de primera
formación militar tendríamos nuestro catre y nuestra taquilla. En toda la nave,
sólo estaban las literas de dos plantas y al fondo la oficina del furriel, un
vasco del que nunca supe ni su identificación, ya que era bastante escurridizo,
poco quería saber con los nuevos y ya, en ese momento, empezamos a aproximarnos
a los que eran más cercanos a nuestros sentimientos: granadinos, malagueños,
jienenses, almerienses. En otros lugares
se formaban los corrillos según el origen geográfico, canarios, madrileños,
valencianos y así sucesivamente.
Luego vendrían los primeros
ejercicios para desfilar y manejar el cetme, las labores de limpieza del
campamento y el intento de pasar desapercibido y no caer en el servicio de
cocina, que ciertamente, en el Norte, como aquí en el Sur, era deprimente por
el olor, la grasa de las cocinas y el ambiente desenfadado de los cocineros,
con el descanso del mediodía el chusco o pequeño bollito de pan, el quinto de cerveza
y la continua búsqueda de la sombra, como el ansiado permiso dominical, que no
llegaría hasta un mes después de nuestra llegada, siempre con el miedo de algún
arresto o el estar presto al saludo en cuanto un jefe pasaba delante de
nosotros.
En este período había ya
“profesionales” del escaqueo que o bien se inventaban padecer alguna
enfermedad o tenían un don inigualable
para esconderse de manera a no ser captados para servicio alguno, que desde la
limpieza de las letrinas, los baños semejantes a los que cuenta Antonio Muñoz
Molina, la cocina o la recogida de hojas como de los papeles por los patios,
ninguno ensolado y todos de tierra, eran el pan nuestro de cada día en las faenas laborales de la nueva recluta.
Vinieron los ejercicios de tiro,
donde al escritor como a mí nos fue imposible llegar a dar nunca en la diana,
bien por problemas de vista o porque esas armas que usábamos habían tenido
innumerables empleadores, con el tiro a tiro, a ráfagas y el lanzamiento de
granadas, momento de zozobra por las continuas advertencias antes hechas y los
incidentes de los que en “radio makuto” siempre se hablaba que sucedían, con el
trágico desenlace para oficiales y reclutas. También tendríamos nuestra pequeña
guerra de guerrillas, con balas de fogueo, bajo la atenta mirada de un Capitán de Palencia y de nuestros dos
cabos primero, lo Zaragatas, a cual más enano, con el gorro de faena y la borla
roja sobre la naríz, la camisa desabrochada y luciendo siempre el pecho por
delante como muestra de su mando y su permanente chulería, rodeados siempre de los clásicos “lameculos”. Igual
que algunos que cita el escritor, éstos nunca llegarían a aprobar su ingreso en
la escala oficial de mandos intermedios del ejército español, me supongo por su
bajo nivel cultural, a pesar de su ferviente adhesión. Con el paso de los años,
en las cercanías del ayuntamiento de Almería, tuvieron un bar, pero nunca más
volví a verlos, a pesar de que mi relación con ellos nunca tuvo los
encontronazos que con algún despistado o de aquellos otros físicamente más
torpes, que no dudaban en “ladrarle" de continuo el apelativo de “empanao” y
ponerlos en evidencia ante el resto de la recluta.
Aún cuando desde el primer día
contábamos ya los días que faltaban para nuestro licenciamiento, que tampoco yo
me pude desasir de los sueños de volver a regresar para repetir la mili, que
inundaban de sudor mis pesadillas, pude acogerme a cuantos ejercicios se realizaban
en el CIR que nos permitían evadirnos y tener un motivo para no poder ser
empleado en faenas de limpieza, caso de preparación a una pequeña maratón, clases
de pintura o ejercicios de redacción. En este último tuve la fortuna de obtener
el segundo premio que se otorgaba días antes de la jura de bandera, hablando
sobre la belleza de Almería, que me concedía el regalo de un buen número de libros, que era
lo que yo buscaba, entre los cuales, uno de ellos, para mi curiosidad y en
recuerdo del mismo día que regresaba de un viaje de vuelta al mundo y desde
Nueva York, tropezaba de nuevo con Carrero Blanco, quien había sido asesinado
el mismo día de ese regreso, en Madrid. No quise acudir a recoger el premio,
por vergüenza y por seguir pasando desapercibido, que era la enseñanza que los
novatos nos habíamos taladrado en la mente según cuanto se nos había dicho
sobre la mili.
Después de la jura y beso a la
bandera, con el único testigo de la que era entonces mi novia y su prima,
mientras recordaba la fiesta que en algunos pueblos se realizaban por tal
motivo o lo que les había oído a mi familia cuando mi tío Manolo lo hizo en
Cerro Muriano, tendríamos un corto tiempo de permiso y la incorporación a mi
unidad de destino, que como voluntario y supuestamente enchufado por un sobrino
de mi abuela, el capitán de Sanidad don Rafael Burgos Aguado, me permitirían
sólo acudir por la mañana y con el pase pernocta seguir yendo a mi trabajo por
la tarde, además de dormir lejos del cuartel.
Lamentablemente cuando llegué a
Sanidad, en la antesala de guardia de la unidad de Intendencia , por la zona de
los Mondragones y a unos trescientos metros arriba del cuartel de Infantería,
el muy renombrado en Granada del Córdoba X, nadie acudía a buscarme para, al
igual que los hijos de médicos allí presentes, ser destinado al Hospital
Militar y desaparecer de la circulación militar, que era lo que solía suceder y
lo que en buen número los voluntarios buscaban, en detrimento de un período
mayor bajo las filas del ejército.
A esto se añadía, que ya en el
período de instrucción en el CIR, Franco no pasaba por sus mejores momentos de
salud, ni tampoco los ejercicios de la “marcha verde” marroquí, por lo que el
temor a una confrontación bélica o el ser destinados al Sahara o a las ciudades
de Ceuta y Melilla, eras un nuevo motivo de inquietud, a quienes no estábamos
allí con aspiraciones castrenses.
De este modo me toco realizar
alguna guardia que otra, dormir en unos catres donde las chinches sobre las
mantas y el ambiente sórdido eran lo que más abundaba, bajo la atenta
vigilancia de un cabo primera, no olvidar el "santo y seña" y estar alerta si alguien intentaba llegar allí con intenciones aviesas, en aquella época en la que ETA ya había asaltado a algún que otro soldado y que indiscriminadamente mataba a jefes y simples soldados, como también hizo cobardemente con chiquillos, ancianos y mujeres. Eran descendientes de famosos gudaris quienes así se empleaban. Por lo que la tensión en esas guardias siempre era extrema.
Siguieron los ejercicios
matutinos, bajo la dirección de un brigada de origen gitano, de tez aceitunada,
con el pitillo enroscado en una boquilla de color cristal, que no dejó buenos
recuerdos en la tropa de entonces, pues los errores en los más desafortunados,
los arreglaba con una “hostia” en la cara de aquel que no supiera realizar
convenientemente sus mandatos, mientras que la gimnasia la comandaba un
abultado sargento o teniente de los que hacían la mili desde su formación universitaria.
La cantina, al frente de la
oficina de la Mayoría de Sanidad de aquel patio cuadrado, con algún esquelético árbol y todo amurrallado, donde el inolvidable brigada Chinchilla, otro
de los muchos chusqueros que se rodeaban de chóferes, camareros, albañiles, que
además de hacerles más fácil su tiempo de mili, también en su casa realizaba los
arreglos que a su señora le fueran necesarios, lo cruzaba delante de los pabellones con su inconfundible paso de hombre satisfecho y su gracejo veguero.
También teníamos un sargento
granaíno, simpático y de escasa marcialidad, con quien una noche próxima la
Navidad, en su oficina, unos pocos soldados organizamos una sonora timba con el
baile y el streep tease de otro de los reclutas que “perdía aceite”, como les
decíamos entonces a los maricas o los gays de entonces, mientras que otro cabo Primero, afeminado
también, intentaba poner una nota de exigencia y mando en quienes sólo
estábamos allí para cumplir un mérito
trámite obligado y también sacaba pecho e intento de marcialidad física.
En esa época de miedo, cuando
pasear la noche por Granada, antes de retreta, en invierno, era hacerlo en
solitario, pues los militares sentían el pavor que la situación de
incertidumbre política, como la presión que ejercía el rey de Marruecos Hassan
II, como la situación médica de Franco, nos obligaron a acuartelarnos, momento
éste que veíamos caras que ya habíamos olvidado y que efííeramente pudimos
conocer en Viator.
En cada compañía estábamos todos
apretujados y, en mi caso, seguía sin destino claro, sin que mi “enchufe” se
hubiera interesado por mí y haciendo algún que otro trabajo en la oficina de un
Sargento.
En cuanto a las novatadas, quizás
por ser una unidad pequeña o porque los nuevos reclutas fuimos todos metidos en
un mismo edificio y que nos hicimos fuertes frente a los veteranos, no llegamos
a padecer ninguna molestia que no supiéramos hacerle frente.
El desfile de soldados yéndose al
Hospital Militar era continuo y, en mi caso, no sabía qué hacer, cuando un día,
inesperadamente, un chico con el que antes de mi ingreso nos conociéramos
jugando al fúbol, en mi paso por el juvenil del Granada C.F., que estaba próximo
a su licenciamiento y que estaba destinado en la Mayoría de Intendencia, me
propuso que lo sustituyera, ya que de este modo él se iría incluso antes.
Después de relatarme lo que allí
hacían y que ellos mismos confeccionaban sus pases y que sólo iban allí quince
días al mes y los otros quince los pasaban en su casa, me presentó al Comandante
Morales y al capitán Cabrera, que me aceptaron y logré así, gracias a aquel
encuentro fortuito, enmendar mi pase por el ejército y el seguir trabajando, que era lo que yo había buscado con mi ingreso como voluntario.
Aquella unidad era una oficina
pequeña, repleta de mesas y máquinas de escribir Olivetti de chapa verde,
calculadora de rodillo donde estábamos un capitán, el antes citado, que poco
después sería sustituido por otro tan señorial e ilustrado como su antecesor,
que creo recordar era de Murcia y se matriculó en la Universidad de Granada,
por lo que disfruté gracia a él de algún que otro libro de Estadística; dos
brigadas de Caballería, el más mayor y díscolo de ellos con problemas
siquiátricos y otro más joven y serio. También estaba otro brigada originario
de Granada, de sólida corpulencia y estatura, que fue el primero en enseñarme el modo de proceder en este empleo.. Como oficinistas
y soldados estábamos un descendiente de Fajalauza, con una letra exquisita y el
responsable de llevar los libros de cuentas a mano; un simpático jienense, con
ese entrañable acento y verborea de los olivares, con su incansable perorata sobre su
novia y la mucha descendencia que ansiaba tener en cuanto saliera de allí y
quien esto firma. Tras la puerta de esa sala oblonga, que presidía una foto del
Generalísimo, un pasillo y frente a nuestra puerta, el reducido despacho del
Comandante Morales, con una cara agraciada y blanca faz, bigote casi níveo y reducido, unas hebras de pelo y unas gafas metálicas que se sostenían sobre la naríz, ya que él te miraba siempre por encima de
ellas, otro despacho, casi siempre cerrado, donde el Teniente Coronel, canario
él, que pocas veces venía y cuando lo hacía era al mediodía y para la firma,
montado sobre un Mercedes antiguo, con la misma prontitud se marchaba.
En aquella unidad la relación
entre mandos y soldados era cordial, llevábamos a cabo el registro de cualquier
oficio, el control de las nóminas, los ascensos, los trienios y cualquier
mejora que a los mandos les suponía unas pesetas más que añadir a su salario, además del control de los gastos.
Y, al mediodía, el Jefe responsable cocina del mes, de alimentar a cuantos no tenían pase, pasaba por allí y presentaba al Capitán el menú, de manera a que éste le
diera su aprobación. Era un ritual diario, que también nos tocaba a nosotros
llevar algún registro del mismo, aunque de cada unidad se llevaba a cabo la
cuenta de cuantos iban asistir.
Cierto es que “radio Makuto”, en
San Sebastián, como en Granada, nos decía que se cometían toda clase de chanchullos
y argucias para cuadrar las plantillas de la semana o el mes del responsable de
la cocina, que de los proveedores seguro que recibía algún que otro regalo para
seguir sirviendo a la Patria y alimentar a sus soldados, además de cumplir con el presupuesto, por lo que se decía
que algunos mandos siempre sacaban tajada de ese período. A saber si eran
juicios infundados o sospechas bien fundadas.
En este período, ya el descuido
en la vestimenta, el saludo, el corte de pelo, como el ir perdiendo contacto
con quien antes habían sido mis compañeros, fue lo acostumbrado, como la
envidia y los celos de los demás soldados que nos veían pasar por el cuerpo de
guardia como unos privilegiados.
Atrás quedó el tiempo del
aburrimiento por las tardes, buscando cómo esconderse en la modesta aula,
acudir a alguna soporífera charla sobre armamento o sobre asistencia a un
herido, de todo lo cual no guardo ningún recuerdo, sólo las diferencias
sociales, de cultura, como de alimentación, que veías en aquellos jóvenes que
ingresábamos para pasar un año y algunos meses, en una ociosidad que el Estado
soportaba, quizás para frenar esa incorporación de mano de obra, de “carne de
cañón” para la próxima emigración, desperdiciando una oportunidad de contribuir
en una mejor educación en esa juventud tan escasamente formada. Pero, claro,
quiénes iban a enseñarnos, quiénes iban a dedicar su tiempo en cooperar en que
esos jóvenes salieran con algún conocimiento más que no el del escaqueo y la
vagancia, si ellos mismos habían ingresado en el Ejército para buscar una
solución a su deprimente porvenir, pues salvo los mandos de Academia, los de
mayor corrección y trato con el soldado, la mayoría eran “chusqueros”, que estaban en el ejército como una solución
económica para sus familias, seguro sin un gran convencimiento, con escaso bagaje
intelectual, con pocas dotes de pedagogía y poco aguante para soportar a unos
jóvenes de toda procedencia y en edad de abrir sus sentidos a nuevas
oportunidades y descubrimientos.
Aún cuando todo en la vida es
añadir bagaje a nuestro paso, mi paso por la mili, como el paso de Antonio
Muñoz Molina, que de manera brillante refleja en su libro, seguro que no forjó
en nosotros un mayor amor a la Patria y sí nos hizo descubrir la pérdida de tiempo, como el dolor por un
período que se podría haber aprovechado mejor, en materia de formación o en la
misma materia militar o de asistencia. Fue pues un tiempo perdido, del que
entonces nos decían era necesario para poder tener empleo o una obligación que
antes habían realizado nuestros mayores, un paso más por el que todos teníamos
que circular, aunque éste, visto entonces y ahora con el discurrir de los años, nada
me aprovechó, si no fuera por el respeto y el buen recuerdo de aquellos mandos
cercanos a los que me tocó estar en esa Mayoría de mi añorada juventud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario