AZAÑA, DE CARLOS ROJAS
Releer una vez más esta hermosa y
brillante novela, que fuera premiada en 1973 con el Premio Planeta,
probablemente en una de esas veces que el galardón otorgado lo merecía con
creces y estaba sabiamente justificado, es volver a repasar los últimos días
del insigne Azaña, quien ya no recuerda su nombre ni el del país que gobernó, magníficamente
recreados por este barcelonés doctor en Filosofía y Letras, con pasajes
relevantes del libro de Memorias y de la Velada de Benicarló del que fuera
Presidente de la Segunda República española, en el que su autor y narrador se
adentra ficticiamente en la personalidad de Azaña, con sus diatribas políticas
y, sobre todo, con su lucha entre la inmortalidad y la fe en el hombre, así
como su propia soberbia, fundada en su supremo conocimiento, cuando conversa
con el recién nombrado obispo de Tarbes y Lourdes, Monseñor Jean-Pierre Théas
que le visita en compañía de sor Ignace.
Reencontrarse con Azaña, aún en
una novela que cualquier admirador de su obra hubiera querido para sí ser su
autor, es de nuevo revivir la tragedia de España, que, sin embargo, esa cercana
Guerra Civil nada nos ha debido enseñar suficientemente claro, ya que, en este
siglo XXI, constatamos con Cataluña hechos que entonces hicieron padecer a este
gran patricio y contribuyeron en la derrota de los republicanos , que aunque
siempre teníamos constancia que el peor enemigo de un español es otro español,
sin embargo en la visita de Negrín, aquel Presidente del Consejo que tuviera
enclaustrado a su Presidente, se reconcilia, cuando viene a buscarlo para que se embarque con
él y puedan librarse de la próxima llegada de los nazis a Pyla-sur-Mer, donde
reside en la recién adquirida villa de nombre Éden, en la costa Atlántica, en un bote donde le
esperan Casares Quiroga, Méndez Aspe y Lamoneda y le dice a bocajarro, antes de marcharse y ante su negativa de abandonar a su esposa y su cuñado Cipriano, y cerrar la puerta del coche dispuesto por el país hermano de Méjico: “Debes
saber que te he detestado siempre. Nunca aborrecí a nadie como a ti, porque nos
has perdido. Espero se salven los tuyos, pero que a ti te fusilen. Mientras él,
delante de la portezuela del coche,
antes de que Negrín la cerrara, y mirándole a los ojos con nostalgia y
esbozando una leve y mitigada sonrisa, le contesta: “No tiene importancia, te
lo aseguro. Buena suerte, hijo”
.
Con ese gesto de buscarle para
que con él pudiera evadirse en un carguero griego que los esperaba en el puerto
de Burdeos para llevarlos a Inglaterra, Azaña le perdonaba cualquier
desencuentro que por el pasado hubieran tenido. Se reencontraban dos españoles
tan opuestos. Eran dos castellanos, el ya anciano de la Vieja Castilla y el
doctor Negrín de la Novísima Castilla, de las Canarias. Esto que sucedía entre
castellanos, entre españoles, difícil se podría haber dado con políticos
catalanes, ya que ayer y hoy siguen poniendo todos los obstáculos habidos y por
haber para la prosperidad y el progreso de España. Ellos sólo quieren el avance
de su campanario y que la riqueza sólo pueda estar en sus manos, por lo que
siempre serán un lastre para la solidaridad en España.
Remontémonos pues a lo que
ocurrió con los RR.CC, con Carlos V, con los Borbones y en tiempos de la
Segunda República, como después bajo el franquismo. España les otorgó todas las
ventajas, nos siguen diciendo que les robamos cuando ellos ya le debían al Estado republicano o escuchemos lo que Azaña dice en sus memorias y que recoge
esta novela, en una conversación que él tiene con Pi y Sunyer en Perelada,
cuando la debacle es total. “Pasando a los hechos, recuerden las delegaciones
de la Generalidad en el extranjero (que diría hoy de las embajadas, esteladas, “desconexión”,
hasta la manipulación bochornosa en la cabalgata de Reyes para la infancia) en el
extranjero, como si fuese poder soberano; el eje Barcelona-Bilbao; la emisión
de billetes por parte de ustedes…””La Generalidad, cuyo Presidente es el
representante de la República en Cataluña, como ahora recuerda Companys, ha
permanecido durante mucho tiempo en estado de casi abierta insurrección. Cuando
se suprimió la Consejería de Defensa y se rescataron los servicios de orden
público, Cataluña amaneció aliviada. El propio Tarradellas me había admitido la
conveniencia de aquellas medidas en varias ocasiones” O este otro comentario: “Por
lo visto, sin embargo, resulta más hacedero crear una ley que satisfaga a
Cataluña que arrancar de raíz esa recelosa idiosincrasia de pueblo
incomprendido y vejado que padecen muchos catalanes. Si yo lo fuese, con mi
temple tal sentimiento me avergonzaría”.
¿Cómo se llama el País donde fui
Presidente de la República? Se marcha a pie, como predijo se tendría que ir, de
una República que de volver a nacer preferiría no hacerlo, desde el diminuto pueblo
enriscado en los Pirineos, la Bajol que le llevará a las Illas, después de ver como en una
mina de talco tienen escondidos buena parte de los cuadros del museo de El
Prado, que antes habían estado en el castillo de Perelada, por lo que su sufrimiento es aún mayúsculo, ya que a Negrín, en una de
sus muchas ofuscaciones ya le espetó que de ellos, con el paso del tiempo nadie
los recordaría, pero ningún ser humano debía de privarse de la contemplación de
las obras de Velázquez o Goya, o de
Rubens, Tiziano y tanta majestad atesorada en las cercanías de Atocha, próximo
a Neptuno y la diosa Cibeles, en la pinacoteca de de El Prado.
Sabe desde el principio que la
guerra está perdida que hay que procurar un acuerdo honroso, un armisticio que
proteja a los vencidos, cuando la
Pasionaria le confirma que si llegan los rebeldes al Mediterráneo, y lo harán
por Vinaroz, todo estará perdido y que mejor llegar a un acuerdo con el
concurso de Francia e Inglaterra, sin embargo en la última reunión de las
Cortes republicanas en Figueras, mientras un diputado no encuentra otro sitio
donde aliviar su vejiga, la dirigente comunista clamará y responsabilizará de
la derrota a Azaña, ya dimitido de su
cargo.
Más de lo que deberíamos aprender
para no caer en los mismos errores a los que nos lleva nuestra política
condescendiente con Cataluña, nos cuenta Carlos Rojas: “En agosto, la
generalidad solicita a Madrid un empréstito de ciento cincuenta millones para
gastos de guerra, amén de un depósito de treinta millones de francos en París,
para la compra de materias primas. En octubre crean en Barcelona su
departamento de comercio exterior. En noviembre se apropian de las funciones de
la Cámara de Comercio y Navegación. En diciembre sancionan el uso de moneda
propia y emiten doscientos millones. A este paso, cuando llegue la paz, el
estado deberá dinero a Cataluña. Desde agosto, arrógase la Generaludad las
enteras funciones del ministerio del Interior. Companys se atribuye el derecho
al indulto propio del presidente de la República. En tantos meses, no pusieron
en pie un auténtico ejército ni dejaron que lo hiciese y mandase el Gobierno
central.”
En mayo del 38, cuando las dudas
de situar la capital de la República en Barcelona o Valencia, el Presidente de
la República se encuentra en Barcelona, donde verá de primera mano y encerrado
en el parque de la Ciudadela, entre la estación de Francia y el Borne, los
enfrentamientos civiles que le obligan a él a estar recluido y sin poder
comunicarse con su gobierno con sede en Valencia. Por lo menos, en su reclusión
aprovechará para realizar el borrador de su obra la Velada de Benicarló, donde
una vez más señala a los catalanistas como culpables de buena parte de las
desgracias de la República con su desafección y trabas.
Los nacionalistas vascos tampoco
le iban a la zaga en las chinas que le ponían en el camino a los republicanos:
La Generalidad se alzó con todo. El improvisado gabinete vasco hacía política
internacional a espaldas de los demás.
Sin embargo, aquellos
descendientes de españoles, que Monsieur le Maréchal del Gobierno de Vichy, el
fraterno Luis Rodríguez, siguiendo las órdenes del Presidente Cárdenas, enviado
mejicano tiene que escuchar del traidor francés Pétain: “No se preocupe usted
tanto por estos republicanos españoles. Su suerte es justa. Cuando el barco se
hunde, las ratas se ahogan”. Pero el insigne nieto de aquellos españoles que un
día llegaron a la antigua Technoticlán, le espetó: en Méjico, la mayoría de mis compatriotas tienen sangre de tales ratas, dejando perplejo al viejo acobardado
antiguo héroe de Verdun, que se plegaba a que su tierra fuera hollada por
Hitler y que ni siquiera accedió a que en su lecho de muerte le cobijara a Azaña
su bandera, la bandera de España, que también fue la tricolor. Estaba ahí la
verde y blanca de Méjico para abrigarle en su último paseo en el cementerio de
Montauban.
Le pedirán los comunistas y la
CNT que se erija en dictador, que asuma todos los poderes, sin comprender que
él no había luchado para traer a España otra forma que no fuera la democracia.
Como tampoco nadie podrá ayudarle en su encomiable idea de detener la guerra
entre hermanos.
Sólo pronunció durante la guerra memorables discursos, particularmente en Madrid
y Barcelona, después de haberlo hecho antes de tomar el poder reuniendo en Comillas a más de quinientas mil
personas que le aclamaron antes de la contienda. Durante la guerra buscando la
paz, la Piedad y el Perdón
Cerca del río Tarn, en un pequeño
cementerio rodeado de viviendas, en la ciudad de Montauban, descansa uno de los
hombres más grandes de la historia de España, que aún en su derrota, supo
vencer y que, todavía, por mor de los nacionalistas vascos y catalanes, que
saben de su fuerza y su razón, como de ser el testigo de lo que le aconteció a
los españoles en la que fascistas e independentistas tuvieron una enorme culpa
y responsabilidad en la sangre que se derramó y en la oscuridad que después
padeció este país durante cuarenta años, descansa debajo de una sobria lápida
que le cubrió por orden expresa de su esposa Dolores de Rivas Cherif, con el
dosel de un raquítico ciprés, cuando debería descansar en su Patria y su obra
enseñarse como si fuera el mismísimo catecismo, ya que de esta forma nos
curaríamos de nacionalismos de toda laya y a los independentistas los
pondríamos frente a su propia desvergüenza, de ayer y de hoy.
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