EL PASAJERO DE ONTAUBAN, DE JOSÉ
MARIA RIDAO
Debo reconocer que aquel lejano
día que en una librería me encontré con este pequeño libro, editado allá por
2003, en la editorial Galaxia Gutenberg, fue su portada lo que me atrajo, a la
vez que su título, razón por la que ahora que me vuelvo a reencontrar con su
lectura olvidada, descubro nuevas notas de interés, en una obra que trata de un
viaje, por el que diversos ilustrados españoles realizaron, en el caso del este
autor, con el Norte siempre de Azaña o de la enorme tragedia de los españoles
tras la derrota en la guerra civil.
Nos llevará por el recuerdo de
las Hurdes, donde Alfonso XIII y el doctor Marañón se adentraron o por los
pueblos de la Alcarria, tan próximos al sentimiento y a las pisadas de quien
fuera Presidente de la Segunda República española, caso del pueblo de Budia,
donde él asienta una de sus obras inacabadas, mientras nos va desvelando al “pantagruélico
premio Nobel, don Camilo José Cela, que para nada se aproxima al esperpento y
precariedad de los pobladores de aquella Alcarria que recorre y cuyos moradores
desprecia y sólo le sirven para sus estereotipos, los tópicos, los apodos
sonrojantes o la descripción casi animal
de muchos de los lugareños que se cruzan con él, antes que éste tenga tiempo
para seguir con su censura bien retribuida y el aplauso, con el paso del tiempo
en los platós de televisión, por sus expresiones malsonantes , cuando sólo
tiene una obra que merezca su lectura, como es la Familia de Pascual Duarte.
También se detendrá en la Chanca
de Almería y por la geografía del Levante y del Poniente del mar de plástico
almeriense, siguiendo los pasos del libro Campos de Níjar de Goytisolo o la excelsa
fotografía de Pérez Siquier en sus blancos y negros del paisaje menesteroso a los pies de
la Alcazaba de Almería.
Antes nos ha dado pinceladas de
su gran conocimiento histórico e intelectual de España, con el recuerdo de aquellos
moriscos y judíos que la abandonaron y de cuantos hispanistas, como Gerald
Brenan o el mismo Gerald Brenam, con su obra la Biblia en España, que tradujo
el mismo Azaña, como también del paisaje de las Alpujarras y del viaje de
Gerald Brenam que nos describe en su libro Al sur de Granada, el autor del
Laberinto español, quien ya describió el comienzo de la contienda civil
española.
Poco a poco irá subiendo hacia el
Norte, por el mismo lugar que ese río humano hizo a principios del 39 y que se
hizo torrente en febrero de ese año, cuando por las carreteras que pasan por
Llanza y nos llevan a Port Bou, Corpus Barga cargaba con la madre de Antonio
Machado, mientras en las cunetas las mujeres mal parían, acunaban a sus recién
nacidos dentro de una maleta de cartón o en tropel con tan sólo lo puesto, a
pie, en mudo silencio, donde solamente el crepitar de la lluvia y de sus pasos,
la cabeza agachada y el más profundo dolor en el pecho que ser humano pueda
soportar, verían pasar con ellos a Julián Zugazagoitia, a la familia Machado
.
Un año después, por el mismo
lugar y de vuelta, un grupo de judíos alemanes, entre los que se encontraba
Walter Benjamin, el autor de Unica dirección y Berlín 1900, quien ya había
anunciado lo que le esperaba al pueblo alemán y a la humanidad, huyen del
nazismo. En una modesta pensión, después de haber perdido su maleta, donde
estaba su último manuscrito, como también la había perdido en sentido contrario
Antonio Machado, con otra obra en ciernes, se suicidaba y sus huesos quedarían
entre los millares de aquellos otros seres que un año antes lo habían hecho cuando
intentaban salir
Ya en Montauban, nos irá
desgranando cómo llega hasta el pequeño cementerio dentro de la ciudad, donde Azaña
sería conducido un 4 de febrero de 1940, días antes de los fusilamientos de
Companys en Montjuic o de Francisco salido y Julián Zugazagoitia delante de las
tapias del cementerio del este en Madrid, mientras Cipriano de Rivas Cherif y
otros republicanos apresados en Francia, con la colaboración del gobierno títere
de Vichy, encabezado por el viejo héroe Pétain, que se rodeaba de un buen
puñado de asesinos franceses como Papon, que expolió a numerosos judíos, mientras
en Montauban los diplomáticos mejicános, Luis Rodríguez, Antonio Haro Oliva y
Ernesto Arnaud, bajo el respaldo de su presidente Lázaro Cárdenas, protegían a
estos emigrados como también con aquellos judíos, caso de la familia Marcuson,
que entregaron la sábana que serviría de sudario a Azaña , antes de marchar a
Méjico. Eran los descendientes de aquellas otras ratas que el general Pétain consideraba
a los españoles republicanos, que sin embargo guardaban en su corazón la
herencia de lo mejor del legado de la
madre patria.
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