LOS QUE LE LLAMÁBAMOS DON MANUEL,
DE JOSEFINA CARABIAS

Paso a paso, nos va presentando a
Azaña, la forma en que le conoció, sus encuentros en el singular salón La
Cacharrería del Ateneo, en la calle del Prado, o delante de los innumerables retratos
de los numerosos presidentes que
desfilaron por esa Atenas del conocimiento, donde don Manuel iniciaría sus
parlamentos, como muchos otros políticos, o cuando le acompañaba a tomar su té
de las cinco en la cafetería o en el mismo Escorial, o en las tertulias del café Lion, el Henar o el atestado Regina , envueltos por el humo del tabaco o pisando las miles de colillas
que solían tapizar el suelo. En tertulias con Melchor Almagro, Valle Inclán, Francisco Ayala, Unamuno y tantos amigos y azañistas.
Con su estilo periodístico, se
adentra en mostrarnos el lado humano de Azaña, mientras van desfilando
progresivamente los hechos históricos que le tocaron en suerte, que padeció y
que tuvo que soportar.
Desde los conciliábulos por los
pasillos del Ateneo, cuando Azaña estaba reunido con aquellos hombres que
querían traer la República: los Lerroux, Alvaro Albornoz, Sánchez Albornoz, Maura, Casares Quiroga, Giral, Largo Caballero, Prieto , Alcalá Zamora, Amós Salvador
o sus amigos Sindulfo la Fuente, el pintor Francisco Galicia, que diseñara la
tumba de Don Manuel allá en Montaubán, según las indicaciones de su viuda doña
Dolores de Rivas Cherif.
Después vendrían los dos años de
su ministerio de la Guerra, su estancia en el palacio de Buenavista, en el mismo lugar donde falleció Prim, y su ascenso a presidente
de Gobierno y los aciagos golpes de la fortuna, como fue el luctuoso asunto de
Casas Viejas, que por no hacer responsable a quienes mal habían llevado el
caso, como fue el ministro de la Gobernación, su amigo Casares, como el
responsable de la fuerza pública, para que ellos no fueran señalados, él tuvo
finalmente que abandonar el poder.
Su mala relación con el
Presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, la presentación de su
obra teatral: La Corona, como su paso por Barcelona, con aquel grito desde el
balcón de la Generalidad, en la Plaza san Jaime, del ¡Viva España!,
correspondido por la masa humana que se encontraba vitoreándole, que
probablemente después nunca ningún estadista lograra tan espontáneamente y en contra de los intereses separatistas del
excoronel del ejército español, Maciá,
como de los roces que tuvo con aquel primer presidente de la autonomía
catalana.
Su dimisión, su defenestración y arrest posterior en
Barcelona cuando fue a despedir a su ministro de Economía, Sr. Carner, muerto
de cáncer, por achacarle las derechas y republicanos de Lerroux, que entonces
gobernaban, su falaz creencia que estaba vinculado al alzamiento perpetrado por
Companys al grito de Estat Catlalá, que en unas horas el general Batet supo
derrotar. El brote revolucionario en Asturias de Octubre del 34. Su detención
en el vapor Uruguay, hacinado y mal tratado, como después en el Sánchez
Barcaiztegui, ahora ya con la compañía de su esposa.
Su redención y “resurrección”, los mítines a campo abierto en Valencia, Bilbao y Comillas, donde se dieron cita cientos de millares de personas para oírle, creando en febrero del 36 el Frente Popular, que aún cuando recibió el apoyo de
socialistas y comunistas, como la abstención de las fuerzas sindicales,
entonces muy pujantes, como la CNT y en menor medida la UGT, sin embargo
gobernó rodeado de sus amigos republicanos, los Casares, Giral y todos aquellos
de su confianza, a pesar de las tensiones del momento, la quema de conventos, la
fuerte oposición de la CEDA, comandada por el joven Gil Robles y la incipiente
Falange de Jose Antonio Primo de Rivera, de ideas filofascistas, pero de escasa
fuerza como también reducida era la de los comunistas del padre de Carrillo o
de la misma Pasionaria.
Sus enfrentamientos y desplantes
de Negrín, en el momento del levantamiento de Sanjurjo, Mola y Franco, entre
otros generales, ocurrido en las plazas africanas de soberanía española.
Su convencimiento de derrota, su llegada
a la Presidencia de la República, en un lluvioso día de la primavera madrileña,
sus sueños de ocupar su tiempo en la literatura y grandes proyectos estéticos
para las avenidas de Madrid o de sus palacios.
Y por último, sus últimos días en
el exilio, a lo que brillantemente, su autora, pone el colofón, con su epílogo,
en su “apéndice imaginario”, cuando sueña una conversación y un encuentro con
Don Manuel en un hemiciclo ahora poblado de jóvenes y de unas nuevas costumbres
en las que los coches, el humo, la intolerancia, las nuevas autonomías, se han
apoderado del escenario que él conoció, donde siempre se sobresaltó porque
alguien pudiera creer que él se había llevado algo del patrimonio español o
aceptado, ni siquiera en los peores momentos de la guerra, el generoso obsequio
que desde París le enviaba el intelectual y embajador en Londres, Pérez de
Ayala, que agradeció, pero no aceptó, remitiéndolo a los niños y los enfermos
que pasaban hambre.
Como aquella señora que en el
manantial de Sant Hilari de Sacalm, en 1954, le manifestaba a Josefina Carabias
que aún conservaba con devoción el vaso en el que bebía esas aguas medicinales
don Manuel y le pedía le mandara sus saludos a su devotísima , cariñosa y dulce
esposa, doña Lola, en el exilio de Méjico, yo también, modestamente, en estas
páginas quiero seguir contribuyendo a difundir la memoria de quien en mis
primeros años en Madrid, en mi primer empleo fuera de mi ciudad natal y lejos
de la emigración que yo también conocí, con sus Memorias, me hizo interesarme
por la historia de mi Patria, de la que no había tenido oportunidad de conocer
y de la que había sido excluido por ese otro exilio que es el de unos padres
que en su tierra, gobernada por el franquismo, no podían sacar adelante a su
prole, como ciento y millares de españoles en los años sesenta, a quienes
también les condenaron a conocer una historia parcial o, lo que es peor, ni
siquiera a tener conocimiento de esa historia.
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