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Por la acera del Darro, los
escasos transeúntes que bajaban del Albayzín, encogido el cuerpo y el abrigo
para defenderse de la ventisca helada y la humedad latente, o embozados en
aquellas capas españolas y cubierta la cabeza por un sombrero de buen paño, los
últimos de una noche de juerga en una zambra del Sacromonte, haciendo eses por
la enorme ingesta de alcohol y de tabaco en la cueva de María la Canastera, que
ni siquiera el viento helado que proceloso navegaba desde Jesús del Valle y de
la fuente del Avellano para terminar su periplo en Plaza Nueva y Reyes
Católicos o en las cercanías del Realejo, ni siquiera todavía les había podido
disipar.
Sin embargo, la ciudad toda
estaba en ebullición, los coros de mujeres, envueltas en sus chales de lana,
las más pobres o en nuevos abrigos de piel, las más afortunadas, en la puerta
de las innumerables iglesias, como San
Juan de Dios, Perpetuo Socorro, San Justo y Pastor, Santa Ana, la Magdalena o
en San Juan de los Reyes, no paran en sus intrigas.
Los tratantes de ganado, como los catetos, allá por la Manigua, en el
café Fútbol, en la plaza del Campillo, en las puertas del Hotel Alameda, en la
misma plaza Mariana Pineda, o los primeros clientes del café Colón como del
encopetado Suizo de Puerta Real, los empleados de la gran fábrica de
chocolates en el Escudo del Carmen, los
obreros de la fábrica de mosaicos de Mariano Miralles en el callejón de los
Pencales, o entre los carpinteros y tallistas de Niños Luchando, como en el
convento de las monjas de las Siervas de María, al regreso de asistir en el
Hospital Militar a algún enfermo, como en las paradas de taxis, entonces
llamadas de punto, el siempre orondo y singular Paco el de los Niños, con su
conocido gracejo y contundencia, donde su incipiente calvicie cada vez es más
acentuada, tiene a su alrededor a un puñado de compañeros de oficio, que se
apretujan entorno de un brasero que les hace la espera de clientes más
llevadero, mientras los chiquillos cargados los brazos con las noticias del
Defensor vocean, entre el vapor de su aliento
frío y el dolor de los sabañones en las orejas y manos, la noticia del
día para que los transeúntes se apresuren a comprar la prensa, el Defensor de
Granada de Luis Seco de Lucena.
¿Qué pasa, pues en Granada? Por
qué tantos conciliábulos y qué es lo que vocean con tanto estrépito esos “gorriones”
callejeros por unas escasas perras gordas, que les quitan de las manos, ni
siquiera cuando las tardes de gloria del Atarfeño, o por los éxitos del Granada
C.F o cuando la coronación del poeta Zorrilla, un mes de junio de 1889, a cuya
celebración acudieron los ayuntamientos de Valladolid, Barcelona y Granada bajo
mazas. -¡Qué tiempos aquellos!-
-¡Se nos casa la niña! ¡La niña
se nos casa! ¡Que se casa esta tarde en la Virgen!
El forastero no puede reprimir su
sorpresa, cuando también los estudiantes de los colegios mayores de San
Jerónimo o en el patio de la Universidad, frente a la estatua siempre dañada de
Carlos V sobre su pedestal de piedra o
camino de la calle Duquesa, profesores y alumnos sólo hablan de la boda de la
niña..
A las puertas de la iglesia de la
patrona de Granada, desde la hornacina en la que Mora talló en piedra a la
Virgen con su Hijo muerto sobre su falda, con dos torres de esbeltos capiteles
a sus flancos, bajo su entablamento y a
las puertas como en su interior, recargado de adornos, espejos y luces, poco a
poco desde el mediodía se van arremolinando vecinos y vecinas, paisanos, compadres y comadres que buscan tener el mejor sitio posible de donde ver ¡a la
niña!
.
La niña no es otra que la
meritoria actriz joven del elenco del teatro de María Guerrero y don Fernando
Díaz de Mendoza, cuya voz es como un “arrullo”
según los críticos teatrales y de enormes posibilidades dramáticas. Cuenta entre diecisiete o dieciocho primaveras quizás, es hija del Gobernador civil de la Plaza, habla inglés, francés,
y aunque nacida en Madrid, Granada es su patria, razón por la que ¡la niña!, que desde su más tierna infancia siente pasión por
la escena y hoy esta delicada mujer, rubia y fina, de ojos y talle que derriten
a cuantos hombres se le ponen por delante, como hará con todo un rey, aunque
esto ya será otra historia, quiere darle el sí quiero a un torero mejicano,
tosco y feo como un indio, delante del
altar barroco y el camerino que custodia
a la Virgen de las Angustias, la que con su manto protege a todos los hijos de Granada.
A las cinco de la tarde, como en
la plaza, el lidiador de toros mejicano, Rodolfo Gaona, espera ansioso
la llegada de la que será su esposa después de su llegada por la Carrera de la
Virgen y su paseíllo en una carroza descubierta que luce toda su magnificencia.
Cuando llega la novia, Carmen
Ruíz Moragas y le da el brazo a su padre, ya toda Granada se ha echado a la
calle para ver esta boda de tronío, no importa que el cielo esté encapotado, que sea una tarde gris y que haga frío, todos se apresuran por la Carrera y se agolpan entre los carruajes enjaezados
con profusión de flores y guirnaldas, entre los que destaca el de la novia y el
del Duque de San Pedro Galatino, amigo de infancia y de juegos de Alfonso XIII,
como también de ilustres toreros, literatos y de personajes de la farándula
nacional, como también políticos del partido de Sagasta.
Las comadres se hacen cruces de
por qué una chiquilla así, con una expresión de ingenuidad, tan joven que daba
pena por su inocencia, podía unirse a aquel “mendrugo”, en expresión castiza del vecindario.
El tumulto, el redoblar de
campanas y la comitiva emprenderían la subida de la Cuesta Gomérez para en los
salones del Hotel Washington Irving, en los paseos de la Alhambra, celebrar el
banquete nupcial, dando término a lo que se llamó una boda de postín, que, sin
embargo, ni siquiera llegó a durar dos meses, pues ni siquiera en los cuentos
de hadas, las bodas entre la Bella y la Bestia, tienen un final feliz.
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