LA INVENCIÓN DEL QUIJOTE, DE
MANUEL AZAÑA.
Aún cuando seguía siendo para la
“masa neutra” un auténtico desconocido, el “coronel”, como era conocido en la
docta casa de la calle del Prado, en el barrio de las Letras de Madrid, por su
enorme personalidad y el modo tan eficaz de haber llevado la secretaría del
Ateneo y después alcanzar la presidencia del mismo, quien fuera un casi anónimo
escritor, aunque el impulsor de una hermosa revista literaria, Plumas y
Palabras, además del premio nacional de literatura por su obra sobre Juan
Valera y el autor de una brillante novela, casi autobiográfica, el Jardín de
los Frailes, ante el Lyceum , agrupación de mujeres que forman parte del
Ateneo, en uno de sus salones más emblemáticos, en 1931, cuando los tambores de
un cambio de régimen, sin ni siquiera charcos de sangre, de la política española, aún no han
sonado en aquella primavera, Manuel Azaña presenta a aquellas damas una de sus
siempre brillantes obras literarias, La Invención del Quijote, que también le
sirve para ir diciendo adiós a su esperanza de alcanzar el Olimpo de las
Letras, aunque las musas nunca le abandonarán, pues el drama de la guerra civil
lo plasmará a modo de extraordinaria obra teatral con su libro La velada de Benicarló, o nos
dejara su magna obra histórica y literaria final con sus Diarios, además de
todos aquellos discursos o la exposición del por qué del fracaso de la
República en la prensa francesa, cuando allí las trompetas de la Segunda Guerra mundial se aprestaban a tronar, como el había vaticinado mucho tiempo antes, y la pérdida de la Guerra incivil y de invasión extranjera, amén de
su correspondencia con su cuñado Cipriano o con tantos ilustres y aciagos personajes
de aquella triste época, cuando la generación literario del 27, de los Lorca, Aleixandre, Dámaso Alonso, Alberti, médicos, escultores, pintores, Picasso entre los más destacados, y tantos cientos y millares de intelectuales que morirían en el exilio y que dejarían de fecundar la tierra que les vio nacer.
En la Invención del Quijote, con
su castellano portentoso, donde uno no sabe si maravillarse más con cada
oración, con cada palabra, con cada perífrasis o con cada fonema que va
armándose para avanzar por lo que él considera cuál fue la razón de la
invención del Quijote, a diferencia del que Unamuno levanta como un Cristo en
la cruz redentora o Lope denigra, mientras Quevedo se queda por los vericuetos
del Madrid imperial, él viaja por una geografía que nadie mejor que él conoce,
porque la ha trillado como impenitente viajero o porque desde su más tierna
soledad en la casona triste de Alcalá, en la orfandad, nunca ha dejado de
viajar con cada una de sus continuas lecturas, compañeras de su soledad y
fuentes inagotables de su portentosa ilustración.
No deja de sorprenderle que el
Quijote tenga el enfrentamiento entre la locura soñadora de su personaje, que con sorna combate los libros de
caballerías; que el Barbero y el Cura, junto a su dama y su sobrina, irán
quemando o separando según el criterio de sus vecinos y tertulianos, mientras
Alonso Quijano va recobrando la razón, en su último despertar, el mismo quizás
de su autor, Cervantes, que también recordaba épocas pretéritas, aquellas entre
otras en las que fue testigo de la batalla naval más deslumbrante, en la que la
Cristiandad ponía freno a las aspiraciones del Turco, en aquel Lepanto donde él quedaría manco y sin que su Rey ni a él ni a tantos inválidos que lucharon por
tierra y mar para defender el catolicismo, lo que era la bandera política de
aquel Reino en el que el sol nunca se ponía el sol, pero que devoraba a sus hijos sin
que para ellos hubiera reconocimiento alguno, si no era la cárcel, por alguna
acción de recaudación nunca bien esclarecida, o como hidalgos sumidos en la pobreza
de sus abandonados blasones o la esperanza de embarcarse en Sevilla para
descubrir nuevas tierras indómitas.
La invención del Quijote es un
viaje social, aún hoy palpitante por su actualidad, pues aún cuando ni siquiera
se interesa por los burgueses de Barcelona cuando alcanza Barcino con Sancho,
tampoco lo hará con los egregios condes que le acogen, sirven de objeto de
distracción y otorgan a Sancho la Insula Barataria, donde el Panza se dará
cuenta de la corrupción de gobernados y gobernantes, ya en aquella época,
mientras le sirven a su Maestro para escribir una de las tantas
maravillosas páginas de enseñanza de buenas costumbres y de buena y templada
gobernanza.
Azaña, paisano y coterráneo de
Cervantes, como él, enamora con el empleo de cada palabra, de cara oración, de
cada perífrasis, de cada imagen, de cada fonema que va enlazando para
mostrarnos como el idioma castellano se hace universal en el español, desde el
morisco Chicote, único detalle político de Gobierno, pues en los dos tomos la profusión de crítica inteligente, mordaz y subrepticia, es permanente, que junto a Sancho darán
buena cuenta de una encomiable bota de vino y un queso de la mancha impagable, bajo
la sombra de un alcornoque, mientras su jumento y Rocinante pastan a orillas de
un arroyo que murmura su contento y su serpeante trajinar entre sauces, romero
y hierbabuena.
No les sería fácil a las buenas
damas del Lyceum seguir el pausado discurso de Azaña, navegando por los páramos
de la Mancha en aquel año 31, ya que aún cuando en el 34 fuera publicado junto
a otros ensayos, Azaña, hay que leerlo a sorbos, paladeando cada palabra, cada sentencia, cada razonamiento, cada viaje, cuando, sin embargo, ahora él va alcanzado el cenit político, sin embargo, los
dioses le abandonarán, quizás por su portentosa inteligencia y el haber llegado
en un momento en el que Europa, la vieja Europa, se hunde moral y civicamente
frente al nazismo y fascismo, de un lado, y la revolución rusa, comandada ahora por Stalín, lo mismo que la cobardía y bajeza de Blum, Herriot, Daladier y los mismos cofrades políticos y sindicalistas franceses.
La venta, los Yangüeses, el
vizcaíno, los hombres de galeras, el león desafecto, los molinos, Sanson
Carrasco, la comitiva y el muerto, el Caballero de la Triste Figura, la pelea con las botas y sus excentricidades
por Sierra Morena, los encuentros y narraciones con los pastores, donde una vez
más siempre sale molido a palos, son toda una narración donde uno no vislumbra
donde está el loco y quien es el cuerdo, mientras ese humor sordo, casi
místico, va viajando con la misma parsimonia que las notas de la sinfonía o un adagio, mientras la pluma va cabalgando y él va escribiendo una obra monumental, imperecedera, pues los
sueños humanos rivalizan con la libertad y la fraternidad, al igual que Azaña, a su manera, en la descripción que nos hace de la gesta del Quijote.
Azaña, como no podía ser de otra
forma, por su avasallador talento,
el portentoso manejo del idioma, se adorna con imágenes de una brillantez
idiomática y de una majestuosidad que rinden pleitesía a la cuna de ambos
paisanos, en arrequives que nunca se hacen empalagosos, quizás imaginativos y
cinematográficos, cual: “”veduño Jaén de los majuelos,…sol que trucida la
sierpe del arroyo,…la rana verdinegra en cuclillas”.
Aún cuando el nunca viera con
agrado aquel desfile de catafalcos por los caminos de España, según fueran las
defunciones de los prohombres políticos de la eterna emigración hispana, y que
aspirara a descansa donde cayera, yo, como aquel Quijote loco o soñador,
también sueño con que algún día, aún a su pesar sideral, pueda por fin
descansar en su tierra alcalaína, pues en Francia, lo mismo que innumerables
compatriotas fueron maltratados y perseguidos por los franceses, no merecen que
su cuerpo descanse en ese país, que un día le diera la espalda, amén de que su
obra sería más patente, quizás, servir de una vez y para siempre, para
que esas dos Españas, claudiquen por fin en un verdadero abrazo de paz, de
piedad y de perdón por los siglos de los siglos, mientras su obra política y
literaria sigue germinando en todo aquel español que sueña como él un día
hiciera, en la prosperidad y progreso de su Patria, como en la concordia de todos sus pueblos.
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