lunes, 24 de julio de 2017

LA INVENCION DEL QUIJOTE, DE MANUEL AZAÑA

LA INVENCIÓN DEL QUIJOTE, DE MANUEL AZAÑA.

Aún cuando seguía siendo para la “masa neutra” un auténtico desconocido, el “coronel”, como era conocido en la docta casa de la calle del Prado, en el barrio de las Letras de Madrid, por su enorme personalidad y el modo tan eficaz de haber llevado la secretaría del Ateneo y después alcanzar la presidencia del mismo, quien fuera un casi anónimo escritor, aunque el impulsor de una hermosa revista literaria, Plumas y Palabras, además del premio nacional de literatura por su obra sobre Juan Valera y el autor de una brillante novela, casi autobiográfica, el Jardín de los Frailes, ante el Lyceum , agrupación de mujeres que forman parte del Ateneo, en uno de sus salones más emblemáticos, en 1931, cuando los tambores de un cambio de régimen, sin ni siquiera charcos de sangre, de la política española, aún no han sonado en aquella primavera, Manuel Azaña presenta a aquellas damas una de sus siempre brillantes obras literarias, La Invención del Quijote, que también le sirve para ir diciendo adiós a su esperanza de alcanzar el Olimpo de las Letras, aunque las musas nunca le abandonarán, pues el drama de la guerra civil lo plasmará a modo de extraordinaria obra teatral con su libro La velada de Benicarló, o nos dejara su magna obra histórica y literaria final con sus Diarios, además de todos aquellos discursos o la exposición del por qué del fracaso de la República en la prensa francesa, cuando allí las trompetas de la Segunda Guerra mundial se aprestaban a tronar, como el había vaticinado mucho tiempo antes, y la pérdida de la Guerra incivil y de invasión extranjera, amén de su correspondencia con su cuñado Cipriano o con tantos ilustres y aciagos personajes de aquella triste época, cuando la generación literario del 27, de los Lorca, Aleixandre, Dámaso Alonso, Alberti, médicos, escultores, pintores, Picasso entre los más destacados, y tantos cientos y millares de intelectuales que morirían en el exilio y que dejarían de fecundar la tierra que les vio nacer.

En la Invención del Quijote, con su castellano portentoso, donde uno no sabe si maravillarse más con cada oración, con cada palabra, con cada perífrasis o con cada fonema que va armándose para avanzar por lo que él considera cuál fue la razón de la invención del Quijote, a diferencia del que Unamuno levanta como un Cristo en la cruz redentora o Lope denigra, mientras Quevedo se queda por los vericuetos del Madrid imperial, él viaja por una geografía que nadie mejor que él conoce, porque la ha trillado como impenitente viajero o porque desde su más tierna soledad en la casona triste de Alcalá, en la orfandad, nunca ha dejado de viajar con cada una de sus continuas lecturas, compañeras de su soledad y fuentes inagotables de su portentosa ilustración.

No deja de sorprenderle que el Quijote tenga el enfrentamiento entre la locura soñadora de su personaje,  que con sorna combate los libros de caballerías; que el Barbero y el Cura, junto a su dama y su sobrina, irán quemando o separando según el criterio de sus vecinos y tertulianos, mientras Alonso Quijano va recobrando la razón, en su último despertar, el mismo quizás de su autor, Cervantes, que también recordaba épocas pretéritas, aquellas entre otras en las que fue testigo de la batalla naval más deslumbrante, en la que la Cristiandad ponía freno a las aspiraciones del Turco, en aquel Lepanto donde él  quedaría manco y sin que su Rey ni a él ni a tantos inválidos que lucharon por tierra y mar para defender el catolicismo, lo que era la bandera política de aquel Reino en el que el sol nunca se ponía el sol, pero que devoraba a sus hijos sin que para ellos hubiera reconocimiento alguno, si no era la cárcel, por alguna acción de recaudación nunca bien esclarecida, o como hidalgos sumidos en la pobreza de sus abandonados blasones o la esperanza de embarcarse en Sevilla para descubrir nuevas tierras indómitas.



La invención del Quijote es un viaje social, aún hoy palpitante por su actualidad, pues aún cuando ni siquiera se interesa por los burgueses de Barcelona cuando alcanza Barcino con Sancho, tampoco lo hará con los egregios condes que le acogen, sirven de objeto de distracción y otorgan a Sancho la Insula Barataria, donde el Panza se dará cuenta de la corrupción de gobernados y gobernantes, ya en aquella época, mientras le sirven a su Maestro para escribir una de las tantas maravillosas páginas de enseñanza de buenas costumbres y de buena y templada gobernanza.

Azaña, paisano y coterráneo de Cervantes, como él, enamora con el empleo de cada palabra, de cara oración, de cada perífrasis, de cada imagen, de cada fonema que va enlazando para mostrarnos como el idioma castellano se hace universal en el español, desde el morisco Chicote, único detalle político de Gobierno, pues en los dos tomos la profusión de crítica inteligente, mordaz y subrepticia, es permanente,  que junto a Sancho darán buena cuenta de una encomiable bota de vino y un queso de la mancha impagable, bajo la sombra de un alcornoque, mientras su jumento y Rocinante pastan a orillas de un arroyo que murmura su contento y su serpeante trajinar entre sauces, romero y hierbabuena.

No les sería fácil a las buenas damas del Lyceum seguir el pausado discurso de Azaña, navegando por los páramos de la Mancha en aquel año 31, ya que aún cuando en el 34 fuera publicado junto a otros ensayos, Azaña, hay que leerlo a sorbos, paladeando cada palabra, cada sentencia, cada razonamiento, cada viaje, cuando, sin embargo,  ahora él va alcanzado  el cenit político, sin embargo, los dioses le abandonarán, quizás por su portentosa inteligencia y el haber llegado en un momento en el que Europa, la vieja Europa, se hunde moral y civicamente frente al nazismo y fascismo, de un lado, y la revolución rusa, comandada  ahora por Stalín, lo mismo que la cobardía y bajeza de Blum, Herriot, Daladier y los mismos cofrades políticos y sindicalistas franceses.

La venta, los Yangüeses, el vizcaíno, los hombres de galeras, el león desafecto, los molinos, Sanson Carrasco, la comitiva y el muerto, el Caballero de la Triste Figura, la pelea con las botas y sus excentricidades por Sierra Morena, los encuentros y narraciones con los pastores, donde una vez más siempre sale molido a palos, son toda una narración donde uno no vislumbra donde está el loco y quien es el cuerdo, mientras ese humor sordo, casi místico, va viajando con la misma parsimonia que las notas de la sinfonía o un adagio, mientras la pluma va cabalgando y él va escribiendo una obra monumental, imperecedera, pues los sueños humanos rivalizan con la libertad y la fraternidad, al igual que Azaña, a su manera, en la descripción que nos hace de la gesta del Quijote.

Azaña, como no podía ser de otra forma, por su  avasallador talento, el portentoso manejo del idioma, se adorna con imágenes de una brillantez idiomática y de una majestuosidad que rinden pleitesía a la cuna de ambos paisanos, en arrequives que nunca se hacen empalagosos, quizás imaginativos y cinematográficos, cual: “”veduño Jaén de los majuelos,…sol que trucida la sierpe del arroyo,…la rana verdinegra en cuclillas”.

Aún cuando el nunca viera con agrado aquel desfile de catafalcos por los caminos de España, según fueran las defunciones de los prohombres políticos de la eterna emigración hispana, y que aspirara a descansa donde cayera, yo, como aquel Quijote loco o soñador, también sueño con que algún día, aún a su pesar sideral, pueda por fin descansar en su tierra alcalaína, pues en Francia, lo mismo que innumerables compatriotas fueron maltratados y perseguidos por los franceses, no merecen que su cuerpo descanse en ese país, que un día le diera la espalda, amén de que su obra sería más patente,  quizás, servir de una vez y para siempre, para que esas dos Españas, claudiquen por fin en un verdadero abrazo de paz, de piedad y de perdón por los siglos de los siglos, mientras su obra política y literaria sigue germinando en todo aquel español que sueña como él un día hiciera, en la prosperidad y progreso de su Patria, como en la concordia de todos sus pueblos.



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