CARTA A LOS REYES MAGOS
Querido rey Melchor,
Hoy cuando sostenías a mi nieta
Daniela en brazos, me acordé de aquel otro que con una mirada somnolienta, las
manos bien enguantadas, con su corona y una poblada barba y melena cana, miraba
al fotógrafo en aquel tenderete de plaza Birrambla, la víspera de Reyes,
mientras la lluvia llenaba de charcos la piedra del suelo y hacía más oscura la
noche en Granada.
Aquel niño que sostenía el
manillar de una Vespa, matrícula GR-10608, cubierto por su capucha y abrigo,
mira también al fotógrafo con sus enormes ojos negros, lo mismo que la niña que
va de paquete y sostiene un burrito de peluche, que quizás fuera la hermana; también las
dos chiquillas que están a su izquierda, majestad, dejando a su derecha una maceta
sobre un soporte elevado, un minúsculo incipiente árbol de Navidad con
escuálidas luces, a su espalda; estrellas y guirnaldas que se sujetan al techo
a dos aguas hecho de lienzo, del dosel
de la tela que cubre aquella tienda de campaña
improvisada. Seguro que a la
mañana siguiente encontraron el regalo que tanta ilusión les haría, quizás no
aquel del escaparate de la cercana tienda de juguetes del 95, que a toda la
chiquillería de entonces hacían soñar ilusoriamente, pues nuestros pajes sólo
contaban con una escuálida bolsa para poder hacer los encargos en los más
modestos puestos de la placeta de la Trinidad, junto a la piara de pavos que se
habían librado de la cena de Navidad, o
en los otros puestos de la misma Bibarrambla.
Llovía entonces y ha seguido
lloviendo desde aquel día, aunque aquel chiquillo de la foto hoy su nariz lleva
el peso de unas gafas, sus ojos ya han menguado y su corazón está cargado de otoños, quisiera
creer que aún llevas contigo su carta y sus sueños, que aún cuando le dejaste
una pelota, nunca el balón de reglamento, algún que otro indio y el cowboy , un tambor y un buen puñado de caramelos, eres
el mismo que ahora también haces soñar a
mi princesa.
Probablemente ella nunca sepa que
tú allí, en aquel lejano frío invierno, bajo ese humilde techo de estrellas de
hojalata, tú, que parecías un verdadero rey de oriente, o un guerrero de las frías
estepas rusas, trabajabas para poder ayudar en el mísero caudal que llevarías a tu
propio hogar, de aquellos mayores que tenían puestas sus esperanzas en un trabajo en el norte
de Europa y en una sociedad más justa.
Tampoco ese mismo niño, hoy con
los hombros cargados de atardeceres, sabía que le esperaba conocer a San
Nicolás, quien quiso suplantarte con mejores obsequios y una enorme variedad de
chocolates como de tentadoras golosinas, sin darse cuenta que tú, aún con regalos más sencillos, con tu
presencia en aquella plaza, con tu silencio, ya lo habías encadenado a sus piedras y a tu
persona.
Entre tanto, algunos de aquellos
pajes que se apresuraban esa noche para que la ilusión infantil fuera realidad en el amanecer del día de Reyes,
ya se fueron, como también se tendrán que ir los que hoy acompañaban a Daniela,
sin embargo, cada noche de la Epifanía, a pesar del paso de los años, siempre los
veo allí presentes, esperando
expectantes los gritos de alegría de una infancia que recibía con gozo el regalo
de ese paquete dejado por los Reyes Magos,
y ahora que me toca ir bajando la cuesta, desearía, majestad, que en esa carta
que espero aún conserves, con los mismos
renglones torcidos de entonces, les des las gracias a todos ellos y les digas
que siempre están en mi corazón y nunca dejes de atender las buenas peticiones de mi pequeña, aunque no siempre se correspondan con su carta, como siempre ocurrió ayer y seguirá sucediendo mañana.
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