PATRIA, DE FERNANDO ARAMBURU
Hermosísima novela en la que su autor nos muestra la cruda
realidad de una sociedad vasca reciente, en la que él, en el trasfondo de su
obra, lo que pretende es que los lectores, particularmente quienes no sean
vascos, perdonemos la cobardía de sus coterráneos y tengamos comprensión por
los hechos que ellos, sobre todo, tuvieron que padecer.
El escritor, como nadie, sabe la admiración que siempre los
vascos merecieron al resto de los españoles, por su “supuesta” sobriedad, su
religiosidad y su laboriosidad y emprendimiento industrial.
Aún así, en esta novela, como otrora hiciera Pío Baroja,
aparecen los estereotipos en aquel Hilario, “de dientes amarillos” y padre del
traidor Koldo que se fuga a Méjico, originario de Andalucía, que trabaja en la
fundición y que no es muy amigo del padre del etarra Xose Mari. Por tanto,
maketos que el mismo Sabino Arana en su doctrina, que es la Biblia para el PNV,
denostaba, pero que ahora se querían hacer perdonar e integrarse con los
comandos o “talde” de estos nuevos asesinos.
Es indudable que en las figuras del Txato y de la misma
Miren, como la enferma Arantxa, uno termina por reconciliarse con ellos,
también, en ese último abrazo que se da con la enemiga Bittori, mientras el
melifluo marido Joxian sigue en su huerta o guardando la bicicleta de sus
antiguas correrías con el asesinado Patxo, por la banda de su hijo, después de haberle dado la espalda, como
hiciera todo el pueblo, por miedo y por cobarde.
Constatamos cómo en el bar regentado por Patxi, sirve de
buzón para los etarras, también de alcancía
para recoger el óbolo que mantenga la lucha y se señale a quien no siga las
consignas de su doctrina revolucionaria separatista. El sufrimiento también de los padres de esos etarras que una vez o dos veces al mes viajan lejos para ver a sus hijos y seguir manteniendo ambos el fuego de su feroz lucha, que en su pueblo merece el mayoritario reconocimiento por cobardía y miedo.
Como no, la iglesia vasca con el párroco de la pequeña localidad,
don Serapio, otro euskaldun que al igual que su obispo olvidaron que Jesús vino
a este mundo para redimirnos de nuestros pecados y enseñarnos a ser todos
hermanos, y aleccionaba a las escasas feligresas para que siguieran ayudando en
su lucha por la emancipación de Euskal Herria, aunque fuera con la Goma 2, el
tiro en la nuca y la extorsión, con su aliento nauseabundo de halitósis.y su suavona mano.
También aparecen las chicas que tienen que ir a abortar a Londres,
como el maricón Gorka y el heterodoxo Ramontxu (Y que me perdonen los sarasas,
maricas, homosexuales, disolutos, afeminados o cuantos “pierden aceite”, como
les llamábamos antes de saber que existía una palabra en inglés que los
calificaba supuestamente de manera edulcorada y de alegre vida, cuando en
Andalucía siempre merecieron la misma simpatía entre las gentes sencillas,
tanto ellos como las “tortilleras”, lesbianas, que existieron siempre, sin que por
ello tengamos que usar galicismos).
Terminada la lectura me plantee qué recuerdo guardo yo de
los vascos que he conocido, como de esa época, que me pilló viviendo en Madrid
y que raro era el día en el que no había un atentado.
Mis primeros conocimientos del paisaje y paisanaje vasco fue
por medio de la revista satírica el TBO, donde un tal Josechu, fuerte, con su
sempiterna boina y su nariz chata, daba muestras de su fortaleza, partiendo
troncos con la mano o frenando la carrera de los bueyes con su cabeza
portentosa.
Vinieron también los heroicos conquistadores que acompañaron
las huestes castellanas en la conquista de los reinos musulmanes, en particular
el de Granada, como posteriormente la conquista de América o la
circunnavegación, que terminaría la tozudez de Elcano.
Después, en aquellos cromos en los que los Sáez, Orue, Rojo,
Iribar, contrariamente a los futbolistas de América que se hacían pasar por
españoles, y la consabida furia en su juego, que merecían nuestra admiración
infantil, como por llevar su camisola los mismos colores que los del Granada
C.F, rojo y blanco.
Con las primeras lecturas, las novelas en las que de
Guetaria, Hondarribia, Guecho y todos aquellos puertos del norte, salían en
busca de la codiciada ballena y de aventuras, mientras Pío Baroja nos deleitaba
con un castellano sobrio e historias de hidalgos, héroes y navegantes.
Después la poesía de Gabriel Celaya, aunque eso ya sería más
tarde.
Empecé a saber de ellos con los primeros atentados, con
aquel furriel del campamento de Sotomayor en Viator, hosco y sin apenas
relacionarse con nadie de aquella 9ª Cía, 4º Bon, como lo que radio macuto
contaba que en el Castillo de guardia estaban etarras y aquellos insumisos que
no querían hacer la mili, mientras los Primeros Zaragatas de Almería, con su
escasa estatura, mostraban su chulería y sus aires marciales a los nuevos
reclutas, poco interesados en la disciplina militar y deseosos de pasar pronto
por esta obligada tarea nacional, el servicio militar, además de la
preocupación latente por la escabrosa situación en el Sahara español y la
inminente Marcha verde.
Ya casado y trabajando para una empresa con sede en
Castellón y con la responsabilidad de la delegación de ésta en Madrid y la zona
centro de España, constituida por una élite de empresarios de toda la geografía
hispana, que unieron sus conocimientos, su capital y su visión para traer al
mercado español lo más relevante de los materiales de construcción del
exterior, me hice amigo de uno de estos socios y jefes, originario de San
Sebastián, ya entrado en los cincuenta, que cada viaje a la sede central en el
Mediterráneo o a mi oficina de Madrid, en el hotel Turcosa del Grao, o en el Eurobuilding o
el Meliá Castilla, organizaba orgías que ni los mismos Borgia eran capaces de
superarle en su depravación. Eso sí con
su eterna sonrisa, su pelo canoso y su discurso que él era comunista, eso sí
“de después de Stalín”, que clamaba. De regreso a su
amada Donostia, comulgaba cada Domingo y tenía contenta a su “maitechu” o se
iba a esquiar con su familia al Pirineo.
La presión de Eta, a este simpático guipúzcoano, poco
laborioso, muy dicharachero y putañero, le obligó a abrir una sede en Madrid,
con otros socios del Levante y Guipúzcoa, como también una propia en Zaragoza,
donde días antes participé en la inauguración y me libré del atentado en el que
dos compañeros, uno de ellos Antolí y el otro el marido del dueño de la fábrica
italiana de grifería Stella, perderían la vida, quizás a manos de aquellos
empleados de aquel J.A.U o de otros vascuences o guipúzcoanos; que mal encarados, haciendo grupo, con semblante
avinagrado, presenciaron la inauguración en Zaragoza, o participaban de los
chivatazos, ¿a saber?
Ya en las obras de Azaña, como en todas las lecturas sobre
la Guerra Civil, descubrí las dos caras
de estos compatriotas del Norte, a saber, los navarros colaborando con Franco y
los que estaban bajo las órdenes de los Napoleochu de turno de los partidos
nacionalistas vascos, abandonando a su suerte a los republicanos y negociando
con el Vaticano su defensa, mientras corrían despavoridos abandonando los
fusiles en el famoso Cinturón de Hierro, que sólo fue una “china” en el zapato
de los rebeldes y otras de las bravuconadas mentirosas de estos cobardes
gudaris.
A Almería, en ese despegue turístico e inmobiliario de los
años ochenta, me volví a encontrar con la simpatía, el gusto por la buena vida,
los buenos vinos y las buenas comidas, de estos hijos del País vasco, que
también se vieron forzados a emigrar por las denuncias y las cartas de
extorsíón de ETA. Aunque sus padres eran oriundos de latitudes vecinas: Burgos,
Logroño, Cantabria, Galicia, ellos se sentían muy vascos, con su peculiar acento norteño, su
afición al “pote”, el “calimocho”, el “tresillo” y el dominó. La inversión de
sus progenitores contribuyó en la transformación del paisaje inmobiliario de la
costa almeriense, aunque sus capitales se fueron diluyendo, bien por
inversiones en el Caribe nada
afortunadas, como por una vida poco laboriosa, aunque pudieron seguir viviendo
ellos y su descendencia de los caudales heredados, bajo el laudable sol de
Almería.
Está claro que cuando con ellos uno trata, frente a frente,
de tú a tú, no se entiende esa diferenciación que los políticos que hablan de
“históricos”, cuando entre ellos y los del Sur, no hay nada que nos diferencie.
Los hay serios y laboriosos, en ambos bandos, como también oscuros, falsos,
cobardes y melindrosos en el Norte como en el Sur. Eso sí, con acentos
distintos, quizás con mayor indisciplina en el Sur, que nos vacuna de nazismos y cofradías, como no sean las de Semana Santa, y con una idiosincrasia en
el que la vida es un valor que se respeta y el talento, probablemente, esté más
cercano para apreciar los dones de la naturaleza y de la humanidad, que en las
frías orillas del Cantábrico, donde San Ignacio de Loyola tiene aún hoy día una
enorme presencia.
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