SPINOLA, CAPITÁN GENERAL DE LOS
TERCIOS, DE OSTENDE A CASAL, DE JOSÉ I. BENAVIDES
Después del Deo gratia de la diaria misa de maitines, por la nave central de la
iglesia de san Nicolás, a pocos pasos de la Grand Place de Bruselas, mientras
las envainadas espadas que asoman entre los pliegos de la lujosa vestimenta de
sus recios portadores, golpean el pavimento, y aún no han terminado de
persignarse y dar la espalda al coro, cuando los demás asistentes, arrodillados
aún en los bancos de madera y toda la iglesia con la mezcla del olor de la cera
y el incienso, como de las penumbras, miran de soslayo, la cabeza inclinada, al
general de los tercios de España y la corte de recios soldados que le
acompañan.
Los mercaderes que han acudido a
esta misa matutina, como las numerosas mujeres que cubren su cabeza con su
característico gorro blanco y su falda con un delantal, las más humildes
o de ricos encajes, abalorios y pesadas vestimentas las más afortunadas, ven
con qué prisa unos soldados de los Tercios de Flandes siguen los pasos de su Capitán General., antes que un carrillón de trece campanas
anuncie la siguiente misa de Laudes.
Ya en su carroza, que
apresuradamente va dando brincos sobre los adoquines y que no repara en los
destrozos que todavía siguen presentes en los muros de la iglesia que acaba de abandonar, con motivo de las revueltas religiosas de 1579
entre católicos y protestantes, que han dado lugar a las guerras entre los
católicos de los Países Bajos y los protestantes de las Provincias Unidas, como
de los mártires de Gorcum, cuyos restos años después aquí serán depositados,
los oficios y menestrales de estas calles se desperezan antes de abrir sus
puestos y ofrecer la variada mercancía en sus estrechas y medievales calles.
Allí están los carboneros, los de
los arenques, los de la carne y el pan, los carniceros, los de la mantequilla y
el queso, y cómo no, los mejillones que
harán las delicias de los españoles que a falta de boquerones, merluza,
sardinas o bacalao y su ración de vino, darán buena cuenta en los cercanos y
numerosos tenderetes junto a una buena jarra de cristal con la apreciada malta y lúpulo de una dorada cerveza.
Ya delante del Ayuntamiento de la
ciudad u Hôtel de Ville, el impresionante edificio gótico, frente a la casa del
Rey, en cuyos salones años atrás Carlos V abdicó en su hijo Felipe II, mientras
los infantes de los Tercios se cuadran, van llegando el conde de Bucquoy, de
nombre Charles Bonnaventure, general de
la artillería española; el gobernador de
Cambrai, primer marqués de Espinar, de
la familia de los Coloma; el cardenal marqués de Bedmar, cuyo anillo acuden a besar los viadantes; el vencedor de la
batalla de Fleurus, Gonzalo Fernández de Córdoba; Johan Oldenbarnevelt,
consejero de Guillermo de Orange; Pierre Pecquius, del Gran Consejo de Malinas
y canciller del Ducado de Brabante; el Tercer Duque de Feria, Suárez de
Figueroa, embajador extraordinario en el imperio; Pablo Rubens, pintor flamenco
y embajador extraordinario con Jacobo I de Inglaterra de su majestad Católica Hispánica; Pedro Téllez Girón, III duque de
Osuna, Consejero de estado y antiguo soldado; Pedro Toledo y Osorio, marqués de
Villafranca, embajador extraordinario en París; Henry Van der Bergh, conde de
Van der Bergh, general de la caballería española; Luis Verreycken, Tesorero de
la Orden del Toisón de Oro e importante interviniente en la paz de Vervins;
Antonio de Zúñiga y Dávila, marqués de Mirabel, miembro de los Consejos de
Estado; Baltasar Zúñiga y Fonseca, gran comendador de León, tuvo un destacado papel en la batalla de la
Montaña Blanca y en la reanudación de la guerra en Flandes tras la tregua de los doce años; el I marqués de los Balbases, duque de Sexto y de Venafro, caballero
del Toisón de Oro, grande de España, don Ambrosio Spinola Doria, natural de
Génova, perteneciente al Reino de España, con su apuesta figura y su barba de
caballero español, resaltada por la gola blanca y sus negros hábitos, en cuyo
pecho destaca la cadena del dorado Toisón de Oro. Las reverencias se suceden
por parte de los aristócratas belgas y sus representantes de comercio, los representantes eclesiales, así como
de la enorme plebe que poco a poco se ha ido congregando al paso de tan variada
y esplendorosa comitiva, mientras el plomizo cielo augura un día más de fina
lluvia y de añorado sol para los representantes ibéricos.
Aún cuando ésta podría ser la
forma novelada de este libro, sin embargo, su autor, don José I. Benavides,
aprovechando las fuentes bibliográficas del Archivo de Simancas, nos va
desvelando el modo de proceder de aquel gran general que para España, en la
prioritaria defensa del catolicismo, de un banquero, se convirtió en un gran
militar, cuyo mayor éxito lo plasmó como nadie, para la posteridad, el gran
Velázquez, pintor en la corte de Felipe IV.
A lo largo de esta obra, vemos
los denodados esfuerzos de los españoles por mantener su hegemonía en Europa,
sus guerras contra los holandeses, apoyados por Francia e Inglaterra, y cómo
no, la importancia del dinero, del que la monarquía española gastó de manera a
llevarla hasta la suspensión de pagos, para sostener una fe, que el mismo Papa,
en el Vaticano, a menudo, también era otro enemigo de España.
En aquel siglo XVII, la infanta Isabel Clara Eugenia de Austria,
hermana de Felipe III, quien casó con el archiduque Alberto, además de la
gobernanta para España de aquellas lejanas tierras del norte, que se unían con el
Milanesado por la ruta de los españoles, salvando los puertos de los Alpes, sería querida por los pobladores de aquellos
lares belgas, desde Amberes hasta el ducado de Luxemburgo, pasando por Gante, Tournai
o Malinas, mientras las guerras de religión, como los distintos intereses
económicos por el comercio con las Indias Orientales y Occidentales, daban
lugar a continuos enfrentamientos, tanto por el aprovisionamiento por el mar,
como por los caudalosos ríos del Mosa y el mismo Rin.
Allí intervenían los ducados del
Palatinado, los príncipes de Baviera, los condes de Lorena y Alsacia, cuando Francia se enfrentaba también a los hugonotes y paulatinamente iba consolidando
su Estado, mientras las arcas del Imperio español no eran suficientes para
sostener tantas guerras y los continuos asedios de tan innumerables enemigos, así
como las nuevas exploraciones y conquistas allende Europa.

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Grata obra de un pasado
esplendoroso, con sus indudables lunares, pero con la caballerosidad y furia
española por bandera, a cuyo frente
Spinola alcanzó el alto grado de Capitán General, en lo que hoy es la la
capital de Europa y donde los españoles ya paseábamos, cuando sólo eran bellas
ciudades sin sentido de Estado, con enemigos de religión y los belgas nuestros mejores aliados y capitanes..
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