AZAÑA DESCUBRE BÉLGICA

Corría el año 1912 cuando desde
París, donde había ido con vistas a mejorar su formación y realizar estudios
sobre la política francesa, amén de perfeccionar su dominio del francés, que el 10
de septiembre de ese año, en compañía de Rafael Atard González, compañero en el
Ministerio de Gracia y Justicia, sube a un vagón atestado que sale a las ocho
de la mañana, para alcanzar Bruselas a las doce, con tiempo suficiente para
tener una continua conversación con su compatriota, fijarse en la “novelita”
que lee un holandés viejo, en compañía de su esposa, y constatar cómo cambia el paisaje, con praderas,
cielo cada vez más negro, lluvia, discreta visita de los aduaneros, humo y
pirámides de escoria, fruto de la gran producción de carbón en Mons o por toda
la zona fronteriza.
Se aloja en la casa de otro amigo
español, José Ballester, que salió ayer para España, frente a la estatua de
Belliard, general francés que estuvo en Bruselas para defender la independencia
belga, en las inmediaciones de la Rue Royale y la calle Horta, también de
antepasados hispanos y que introduciría el “art nouveau” en su arquitectura.
Después de almorzar, como buen
paseante, inmediatamente se acerca a visitar la catedral de Sainte Gudule, que
le gusta por sus vidrieras y el púlpito barroco, después de haber escrito unas
cartas desde el café de la Régence. Cuenta que toda la capilla mayor está
enlutada y en el crucero hay un gran catafalco, la piedra sepulcral de don Juan
de Arrazola y Oñate, español en la corte de cuentas del Brabante y con muchos
otros vestigios que recuerdan el dominio español, que el no menciona, mientras
los devotos allí presentes se inclinan hasta el suelo.


Regresará a su casa por la
Monnaie y la rue Madeleine.

También observará un Van Dyck: Imperial, dux de Venecia, los Brueghel y los dos cuadros de Metsys, sobre todo el bellísimo de La casta Susana.
En el tranvía de la rue Royale
irá hasta Jette, regresa por la Bourse y pasa por las galerías Saint Hubert,
las primeras de Europa y diseñadas en 1847.
Por la lluvia que no cesa, no sale
esa noche.
El siguiente día, jueves 12 de
septiembre, un poco tarde, se levanta y visita el Palacio de Justicia, que no
le gusta (a mí tampoco nunca me gustó, a pesar de lo orgullosos que se sienten
de esta obra buen número de belgas, pues es enormemente sombrío y con una
majestuosidad impostada ). De nuevo en el Museo de Pintura Moderna, donde sólo
le llama la atención un cuadro de Zuloaga: la víspera de la corrida.
Pasea por l’Avenue des Arts, toma
el tranvía en la rue de la Loi hasta el Bois de la Cambre, da un corto paseo,
se sienta en una cervecería y disfruta del frondoso parque y de su magnífica
arboleda. Regresa por la avenue Louise, entonces de “lindas casitas y
perspectivas”, mientras por la noche en un café en el boulevard Anspach, oye
música. “Hoy me ha gustado más Bruselas”, dirá, por fortuna tuvo sol.
El viernes, también despejado,
visita Saint-Jacques en la Place Royale; Notre Dame de Sablón, la Plaza del
petit Sablon, con sus estatuas de oficios, el gran Sablon, donde hay mercado y
la Biblioteca Real. Visita también Laeken. El parque, sube al monumento de
Leopoldo I, desde donde ve la casa china, se pasea a orillas del canal, viendo
el tráfico del puerto y llega hasta el puente de Laeken, desde donde toma el tranvía para regresar a casa. Ya por la noche, va al teatro Vaudeville, hoy en
el número 15 de la Galerie de la Reine, donde presentan Les soeurs Zigoteau,
obra que le parece estúpida, con malos actores y con público, según él, tan
mediocre como lo demás, “ha reído mucho”.
Sábado, día “de plomo”, propio de
la climatología más frecuente por esas latitudes. Vuelve al Museo de Pintura
Antigua por la mañana y lo emplea en prestar mayor atención a Maes. A la tarde,
visita el Hôtel de Ville, vuelve al Bois, un rato en los merenderos y ya de regreso,
por la noche, acude al teatro de las Galerías, donde presentan la obra Le
Bonheur sous la main de Max Dearly.
Ya en domingo, de nuevo se
levanta tarde y se va a ver el Museo de las Armas, en la Porte de Hal, que no
me merece gran valor. Después de comer, visita el Parque del Cincuentenario,
cuyo monumento y el palacio nada le gustan. Ve el museo de Reproducciones y
Artes Decorativas, donde encuentra cosas muy buenas, pero instalado con poco
gusto.
Regresa a su casa por la rue de
la Loi, pasa como es costumbre en él por un café y después de transitar por su
casa, va a la gare du Nord a tomar el abono del tren (entonces no existía
internet). Se retira pronto y escribe en su diario: “Bruselas me cae bien,
después de tantos meses de París. Es apacible, es sedante; acaso demasiado. Me sugiere
ideas de bienestar, de vida comodona y tranquila, creo que aquí llegará uno muy
pronto a ser bête (expresión frecuentemente utilizada por los belgas para decir
“tonto”). Una sola calle de París es más fuerte que todo esto”, me supongo que
él se acuerda de sus numerosos encuentros amorosos y de la agitada vida que
allí llevó, entre tertulias, libros, cafés, teatros y “noches locas”
El lunes 16 de septiembre, a las
siete y media toma el tren para Amberes, donde se apea y de inmediato visita la
iglesia Saint-Jacques, ojival y de ornamentación barroca. Visita después el
Hôtel de Ville con un guía muy pintoresco. El interior le gusta más que el de
Bruselas. Después de dar una vuelta por la Grande Place, va a Saint-Paul, se
distrae delante del Calvario, entrando por la rue des Soeurs noires, mientras
una niña que sólo sabe hablar en flamenco, le sirve de guía. Ya en la iglesia,
un sacristán le servirá de cicerone y le descubre los cuadros, apareciéndole La
flagelación, por Rubens, “portentoso”, también ve el cuadro del altar mayor. Ya
fuera, sale a los muelles y se adentra en el museo donde pasa el resto de la
mañana contemplando un tríptico de Memling, que fuera propiedad de los
benedictinos de Nájera; la cena de Jordaens; las pinturas de asunto religioso
de Van Dyck; los Rubens, la comunión de San Francisco, algunos tapados con una
tela, pues hay albañiles allí trabajando. La lanzada, un Rembrandt y pintura
moderna que no le atrae.
Almuerza en un restaurante de la
Pace Verte y entra en la catedral, donde descubre los cuadros de Rubens: la
cruxifixión, El descendimiento y el del altar mayor. La impresión que recibe del
Saint-Paul le resulta muy fuerte, tal vez por inesperada.
Museo Plantin, que un amante de
los libros y las ediciones no podía perderse. El hermoso patio. Retratos de
Nonius, de Arias Montano, sevillano, humanista y escritor políglota que impimió
muchas de sus obras mientras estuvo en la Amberes española.
A su regreso, ya tarde, recordará
también un cuadro de Teniers en Saint Paul: Las obras de misericordia y el
sepulcro del marqués del Pico Velasco, gobernador castellano del castillo de
Amberes.
El miércoles lo empleará en
visitar Lieja y el jueves lo hará en Gante. De Lieja no encuentra gran cosa
de interés, a pesar de que la entrada de la población por la estación de
Guillemins le resultó muy hermosa. Recorre la iglesia de Saint-Jacques,
terrazas sobre el Mosa, la catedral de San Pablo, el Palais de Justice y el
museo, donde celebró encontrar un cuadro de Mezquita: tres ciegos tocando la
guitarra y al fondo parejas bailando. Un cuadro de Ingres: Bonaparte. Una
Dolorosa de Delaroche. Por el mismo río se acercará a Seraing: “mucho humo,
muchos trenes, muchas fábricas”. El palacio de los obispos, hoy Cockerill, muy
hermoso. Regresa en travía y en el tren de bote en bote, lo hace de pie.
Gante le gusta mucho, pero la
población, fuera de sus monumentos históricos, le resultó destartalada y feota,
semejándola con Valladolid. Visita San Bavón, se detiene delante de los
sepulcros de obispos, ve el políptico de van Eyck, que es magnífico. Visita San
Nicolás, que parece estaba en ruinas y no puede entrar en san Miguel. El
beffroi está en obras, así como la maison des draps. El conserje del Hôtel de
Ville no está y le impide ver nuevas salas de échevins. Deambula por las calles
de los alrededores, las casas de los gremios, el granero sobre el canal, el
château de los condes, las ruinas de la abadía San Bavon y el Grand Béguinage.
Pueblo de conventos en actitud beatífica. Soledad completa. En el museo,
cuadros de Crayer: Juicio de Salomón, obras de Jordaens, Franz Hals, admirable,
en la Mujer de edad. Un Zuloaga, Campesinos españoles en el mercado,
esculturas, tapices, cuadros sobre episodios de las Cruzadas. “Como en Amberes,
me gustaría volver a Gante”, dirá
mientras regresa y reflexiona dentro del ómnibus que le lleva de vuelta a
Bruselas, que tarda dos horas y pico.
“Mucho ladrillo innoble en este
país. Bélgica, ¿es un país anodino? Ayer en Lieja me preguntaba yo qué se
proponen los belgas con tanta actividad industrial: vivir bien. ¿Y después?” Preguntas que ni ayer sus mismos habitantes,
ni hoy, probablemente puedan contestar, pues ciertamente, salvo las ansiadas
vacaciones lejos de su tierra, su vida transcurre en madrugar para ir a
trabajar, soportar enormes “bouchons”, comunicaciones de ferrocarril y
carreteras arcaicas, coches desesperados por todas partes, y regresar al hogar cuando a las cinco de la
tarde ya es de noche, mientras las borrascas y un cielo de plomo cubre todo el
país diariamente, un día sí y el otro también. Ahora bien, se seguridad social, al menos hace
unos años, gracias a la fuerza de sus sindicatos socialistas y católicos,
habían logrado una asistencia envidiable para cualquier trabajador, que también
empieza a perderse en el siglo XXI, quizás por la presión de los secesionistas
flamencos, el alto nivel y las conquistas que habían logrado en el pasado.
Los últimos días de su estancia
en Bélgica, los termina redactando su diario desde París, el día 26 de septiembre, cuando
declara que el día 23 había abandonado Bruselas, no sin antes visitar Brujas,
cuyo ambiente y ciudad le encantó, considerándola más viva que Lieja, a pesar
de toda su industria. Visitó la catedral y Notre Dame, vió el sepulcro de María
de Borgoña y el de su padre El Temerario, por calles desiertas, hoy día seguro
llenas de turistas, muchos de ellos ruidosos españoles. Casitas bajas, pintadas
de amarillo y todo en una enorme soledad.
Almuerza en un restaurant de la
Gran Plaza, bañada por el sol. Le llama la atención el reloj de la torre del
mercado que hace jugar un órgano de campanas, cada quince minutos y al dar la
hora una larga melopea, de cadencia melancólica. Hospital san Juan, museo
Memblin con su colección de maravillas. La châsse de Santa Ursula, el donador
Martin van Nieuwenhove, del que se trae un recuerdo. Museo Comunal. Juan van
Eyck, la Virgen, san Donatiano, san Miguel, y el donador, Jorge van der Paele.
Hugo van der Goes: Muerte de la Virgen; Memling: San Cristóbal; Gerard David:
Juicio de Cambises.
Obras sublimes. Visita del Palacio
de Justicia, donde guardan una gran chimenea del renacimiento. Paseo por el
quai del Rosario, quai des Herbes. Le resulta una delicia el patio junto al
Museo Gruuthuse. Llegó al Lac d’amour, cuando unos cisnes bogaban
armoniosamente (los que siguen hoy día probablemente sea sus descendientes),
mientras el ruido de los bolillos de las encajeras en algunos portales, el repicar
de campanas, le hacían andar por tierra conocida (que seguro estimaron aquellos
españoles de los Tercios de Flandes, como cuantos españoles hoy día hacemos ese
mismo recorrido que en 1912 hiciera Azaña, recordándonos nuestras plazas de
Granada, Toledo, los pueblos de la Mancha o de la misma Alcarria).

“Con ser éste lo que se llama un
pueblo triste, yo estaba contentísimo y así volví a Bruselas, en una situación
próxima al entusiasmo”, terminará con estas frases los comentarios que le
habían merecido su breve estancia en Bélgica, el mismo sentimiento que nos
embarga a los españoles que tenemos la fortuna de ir allí de vez en cuando,
sobre todo cuando conservamos en nuestra alma su generosidad y que aún queda parte de
nuestro ser, como también de nuestra misma sangre, además de recuerdos y de las
primeras enseñanzas, amén de buenos amigos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario