sábado, 29 de diciembre de 2018

AZAÑA DESCUBRE BÉLGICA


AZAÑA DESCUBRE BÉLGICA



Corría el año 1912 cuando desde París, donde había ido con vistas a mejorar su formación y realizar estudios sobre la política francesa, amén de perfeccionar su dominio del francés, que el 10 de septiembre de ese año, en compañía de Rafael Atard González, compañero en el Ministerio de Gracia y Justicia, sube a un vagón atestado que sale a las ocho de la mañana, para alcanzar Bruselas a las doce, con tiempo suficiente para tener una continua conversación con su compatriota, fijarse en la “novelita” que lee un holandés viejo, en compañía de su esposa, y constatar cómo cambia el paisaje, con praderas, cielo cada vez más negro, lluvia, discreta visita de los aduaneros, humo y pirámides de escoria, fruto de la gran producción de carbón en Mons o por toda la zona fronteriza.

Se aloja en la casa de otro amigo español, José Ballester, que salió ayer para España, frente a la estatua de Belliard, general francés que estuvo en Bruselas para defender la independencia belga, en las inmediaciones de la Rue Royale y la calle Horta, también de antepasados hispanos y que introduciría el “art nouveau” en su arquitectura.

Después de almorzar, como buen paseante, inmediatamente se acerca a visitar la catedral de Sainte Gudule, que le gusta por sus vidrieras y el púlpito barroco, después de haber escrito unas cartas desde el café de la Régence. Cuenta que toda la capilla mayor está enlutada y en el crucero hay un gran catafalco, la piedra sepulcral de don Juan de Arrazola y Oñate, español en la corte de cuentas del Brabante y con muchos otros vestigios que recuerdan el dominio español, que el no menciona, mientras los devotos allí presentes se inclinan hasta el suelo.

Baja al boulevard Anspach, que recorre hasta la gare du Midi, donde decenios después y dos terribles guerras europeas, los exiliados y los emigrantes españoles se apearán allí para llenar en tropel con su presencia aquel barrio obrero y cercano “aux marolles”, o barrio de ropaovejeros, judíos y prostitución, pero con el encanto de su empedrado característico, sus viejas casonas de ladrillo y su enorme simpatía singular de los habitantes de Bruselas, mezcla de flamencos y francófonos. Visita la plaza Rouppe y la Grand Place, donde pasa un rato viendo sus edificios.

Regresará a su casa por la Monnaie y la rue Madeleine.

El siguiente día, miércoles, lo pasa en el Museo de la Pintura, sin que por ello cese de llover y destaca esculturas de Meunier, cuadros como el Marat de David y el duque de Alba de Moro, llamándole mucho la atención los Rubens presentes, así como un cuadrito de González Coquer: el dúo, que le hacen exclamar que “la vista del país y la experiencia de su clima me ayudan a entender la pintura”, tocando el laúd en un interior bien abrigado, en compañía de una mujer bonita.

También observará un Van Dyck: Imperial, dux de Venecia, los Brueghel y los dos cuadros de Metsys, sobre todo el bellísimo de La casta Susana.

En el tranvía de la rue Royale irá hasta Jette, regresa por la Bourse y pasa por las galerías Saint Hubert, las primeras de Europa y diseñadas en 1847.

Por la lluvia que no cesa, no sale esa noche.

El siguiente día, jueves 12 de septiembre, un poco tarde, se levanta y visita el Palacio de Justicia, que no le gusta (a mí tampoco nunca me gustó, a pesar de lo orgullosos que se sienten de esta obra buen número de belgas, pues es enormemente sombrío y con una majestuosidad impostada ). De nuevo en el Museo de Pintura Moderna, donde sólo le llama la atención un cuadro de Zuloaga: la víspera de la corrida.

Pasea por l’Avenue des Arts, toma el tranvía en la rue de la Loi hasta el Bois de la Cambre, da un corto paseo, se sienta en una cervecería y disfruta del frondoso parque y de su magnífica arboleda. Regresa por la avenue Louise, entonces de “lindas casitas y perspectivas”, mientras por la noche en un café en el boulevard Anspach, oye música. “Hoy me ha gustado más Bruselas”, dirá, por fortuna tuvo sol.

El viernes, también despejado, visita Saint-Jacques en la Place Royale; Notre Dame de Sablón, la Plaza del petit Sablon, con sus estatuas de oficios, el gran Sablon, donde hay mercado y la Biblioteca Real. Visita también Laeken. El parque, sube al monumento de Leopoldo I, desde donde ve la casa china, se pasea a orillas del canal, viendo el tráfico del puerto y llega hasta el puente de Laeken, desde donde toma el tranvía para regresar a casa. Ya por la noche, va al teatro Vaudeville, hoy en el número 15 de la Galerie de la Reine, donde presentan Les soeurs Zigoteau, obra que le parece estúpida, con malos actores y con público, según él, tan mediocre como lo demás, “ha reído mucho”.

Sábado, día “de plomo”, propio de la climatología más frecuente por esas latitudes. Vuelve al Museo de Pintura Antigua por la mañana y lo emplea en prestar mayor atención a Maes. A la tarde, visita el Hôtel de Ville, vuelve al Bois, un rato en los merenderos y ya de regreso, por la noche, acude al teatro de las Galerías, donde presentan la obra Le Bonheur sous la main de Max Dearly.

Ya en domingo, de nuevo se levanta tarde y se va a ver el Museo de las Armas, en la Porte de Hal, que no me merece gran valor. Después de comer, visita el Parque del Cincuentenario, cuyo monumento y el palacio nada le gustan. Ve el museo de Reproducciones y Artes Decorativas, donde encuentra cosas muy buenas, pero instalado con poco gusto.

Regresa a su casa por la rue de la Loi, pasa como es costumbre en él por un café y después de transitar por su casa, va a la gare du Nord a tomar el abono del tren (entonces no existía internet). Se retira pronto y escribe en su diario: “Bruselas me cae bien, después de tantos meses de París. Es apacible, es sedante; acaso demasiado. Me sugiere ideas de bienestar, de vida comodona y tranquila, creo que aquí llegará uno muy pronto a ser bête (expresión frecuentemente utilizada por los belgas para decir “tonto”). Una sola calle de París es más fuerte que todo esto”, me supongo que él se acuerda de sus numerosos encuentros amorosos y de la agitada vida que allí llevó, entre tertulias, libros, cafés, teatros y “noches locas”

El lunes 16 de septiembre, a las siete y media toma el tren para Amberes, donde se apea y de inmediato visita la iglesia Saint-Jacques, ojival y de ornamentación barroca. Visita después el Hôtel de Ville con un guía muy pintoresco. El interior le gusta más que el de Bruselas. Después de dar una vuelta por la Grande Place, va a Saint-Paul, se distrae delante del Calvario, entrando por la rue des Soeurs noires, mientras una niña que sólo sabe hablar en flamenco, le sirve de guía. Ya en la iglesia, un sacristán le servirá de cicerone y le descubre los cuadros, apareciéndole La flagelación, por Rubens, “portentoso”, también ve el cuadro del altar mayor. Ya fuera, sale a los muelles y se adentra en el museo donde pasa el resto de la mañana contemplando un tríptico de Memling, que fuera propiedad de los benedictinos de Nájera; la cena de Jordaens; las pinturas de asunto religioso de Van Dyck; los Rubens, la comunión de San Francisco, algunos tapados con una tela, pues hay albañiles allí trabajando. La lanzada, un Rembrandt y pintura moderna que no le atrae.

Almuerza en un restaurante de la Pace Verte y entra en la catedral, donde descubre los cuadros de Rubens: la cruxifixión, El descendimiento y el del altar mayor. La impresión que recibe del Saint-Paul le resulta muy fuerte, tal vez por inesperada.

Museo Plantin, que un amante de los libros y las ediciones no podía perderse. El hermoso patio. Retratos de Nonius, de Arias Montano, sevillano, humanista y escritor políglota que impimió muchas de sus obras mientras estuvo en la Amberes española.

A su regreso, ya tarde, recordará también un cuadro de Teniers en Saint Paul: Las obras de misericordia y el sepulcro del marqués del Pico Velasco, gobernador castellano del castillo de Amberes.

El miércoles lo empleará en visitar Lieja y el jueves lo hará en Gante. De Lieja no encuentra gran cosa de interés, a pesar de que la entrada de la población por la estación de Guillemins le resultó muy hermosa. Recorre la iglesia de Saint-Jacques, terrazas sobre el Mosa, la catedral de San Pablo, el Palais de Justice y el museo, donde celebró encontrar un cuadro de Mezquita: tres ciegos tocando la guitarra y al fondo parejas bailando. Un cuadro de Ingres: Bonaparte. Una Dolorosa de Delaroche. Por el mismo río se acercará a Seraing: “mucho humo, muchos trenes, muchas fábricas”. El palacio de los obispos, hoy Cockerill, muy hermoso. Regresa en travía y en el tren de bote en bote, lo hace de pie.

Gante le gusta mucho, pero la población, fuera de sus monumentos históricos, le resultó destartalada y feota, semejándola con Valladolid. Visita San Bavón, se detiene delante de los sepulcros de obispos, ve el políptico de van Eyck, que es magnífico. Visita San Nicolás, que parece estaba en ruinas y no puede entrar en san Miguel. El beffroi está en obras, así como la maison des draps. El conserje del Hôtel de Ville no está y le impide ver nuevas salas de échevins. Deambula por las calles de los alrededores, las casas de los gremios, el granero sobre el canal, el château de los condes, las ruinas de la abadía San Bavon y el Grand Béguinage. Pueblo de conventos en actitud beatífica. Soledad completa. En el museo, cuadros de Crayer: Juicio de Salomón, obras de Jordaens, Franz Hals, admirable, en la Mujer de edad. Un Zuloaga, Campesinos españoles en el mercado, esculturas, tapices, cuadros sobre episodios de las Cruzadas. “Como en Amberes, me gustaría volver a Gante”,  dirá mientras regresa y reflexiona dentro del ómnibus que le lleva de vuelta a Bruselas, que tarda dos horas y pico.

“Mucho ladrillo innoble en este país. Bélgica, ¿es un país anodino? Ayer en Lieja me preguntaba yo qué se proponen los belgas con tanta actividad industrial: vivir bien. ¿Y después?”  Preguntas que ni ayer sus mismos habitantes, ni hoy, probablemente puedan contestar, pues ciertamente, salvo las ansiadas vacaciones lejos de su tierra, su vida transcurre en madrugar para ir a trabajar, soportar enormes “bouchons”, comunicaciones de ferrocarril y carreteras arcaicas, coches desesperados por todas partes,  y regresar al hogar cuando a las cinco de la tarde ya es de noche, mientras las borrascas y un cielo de plomo cubre todo el país diariamente, un día sí y el otro también. Ahora bien, se seguridad social, al menos hace unos años, gracias a la fuerza de sus sindicatos socialistas y católicos, habían logrado una asistencia envidiable para cualquier trabajador, que también empieza a perderse en el siglo XXI, quizás por la presión de los secesionistas flamencos, el alto nivel y las conquistas que habían logrado en el pasado.

Los últimos días de su estancia en Bélgica, los termina redactando su diario desde París, el día 26 de septiembre, cuando declara que el día 23 había abandonado Bruselas, no sin antes visitar Brujas, cuyo ambiente y ciudad le encantó, considerándola más viva que Lieja, a pesar de toda su industria. Visitó la catedral y Notre Dame, vió el sepulcro de María de Borgoña y el de su padre El Temerario, por calles desiertas, hoy día seguro llenas de turistas, muchos de ellos ruidosos españoles. Casitas bajas, pintadas de amarillo y todo en una enorme soledad.

Almuerza en un restaurant de la Gran Plaza, bañada por el sol. Le llama la atención el reloj de la torre del mercado que hace jugar un órgano de campanas, cada quince minutos y al dar la hora una larga melopea, de cadencia melancólica. Hospital san Juan, museo Memblin con su colección de maravillas. La châsse de Santa Ursula, el donador Martin van Nieuwenhove, del que se trae un recuerdo. Museo Comunal. Juan van Eyck, la Virgen, san Donatiano, san Miguel, y el donador, Jorge van der Paele. Hugo van der Goes: Muerte de la Virgen; Memling: San Cristóbal; Gerard David: Juicio de Cambises.


Obras sublimes. Visita del Palacio de Justicia, donde guardan una gran chimenea del renacimiento. Paseo por el quai del Rosario, quai des Herbes. Le resulta una delicia el patio junto al Museo Gruuthuse. Llegó al Lac d’amour, cuando unos cisnes bogaban armoniosamente (los que siguen hoy día probablemente sea sus descendientes), mientras el ruido de los bolillos de las encajeras en algunos portales, el repicar de campanas, le hacían andar por tierra conocida (que seguro estimaron aquellos españoles de los Tercios de Flandes, como cuantos españoles hoy día hacemos ese mismo recorrido que en 1912 hiciera Azaña, recordándonos nuestras plazas de Granada, Toledo, los pueblos de la Mancha o de la misma Alcarria).



“Con ser éste lo que se llama un pueblo triste, yo estaba contentísimo y así volví a Bruselas, en una situación próxima al entusiasmo”, terminará con estas frases los comentarios que le habían merecido su breve estancia en Bélgica, el mismo sentimiento que nos embarga a los españoles que tenemos la fortuna de ir allí de vez en cuando, sobre todo cuando conservamos en nuestra alma  su generosidad y que aún queda parte de nuestro ser, como también de nuestra misma sangre, además de recuerdos y de las primeras enseñanzas, amén de buenos amigos.






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