Adiós amigo, adiós Gerardo
Barea, descansa en paz.
Qué fácil es hacer el panegírico de alguien cuyo gran
corazón y simpatía eran su mejor seña de identidad y que duro saber que ya se
ha ido.
Era originario, como su querida esposa, Concha Burgos
Aguado, de esa vega de Granada lujuriante, caciquil y, a la vez, deprimida, que
no era capaz de dar alimento a sus hijos, razón por la que pronto tuvieron que
emprender el viaje de la constante emigración granadina, otrora a Argentina,
ahora a Bélgica, antes de alborear los años sesenta.
Ella con su saludable fisionomía y su enorme simpatía
veguera, él con la sobriedad de sus antepasados, su enorme laboriosidad, su
valentía para afrontar cualquier situación y su bondad.
Cuando mis padres siguieron sus pasos en la emigración belga,
a instancias de la “prima”, como la conocíamos, pues en aquellos años sesenta
ni siquiera el pluriempleo hacía posible que una familia numerosa de siete
churumbeles, en Andalucía, no tuviera cuentas
pendientes a diestro y siniestro, la Conchilla o la “prima” como la conocíamos
o el mismo Gerardo, ya estaban presentes en cada paso que mis padres o nosotros
precisábamos: para un empleo, las
gestiones con la administración belga, la búsqueda de una vivienda, la matrícula
en la guardería y colegios, la compra en el mercado o simplemente para empezar
a conocer y familiarizarnos con la cultura de los belgas, como para ayudarnos
en la traducción de cuantos documentos nos exigían para empezar nuestra andadura
como emigrantes, en esas mismas tierras que conocieron nuestros Tercios de
Flandes y que ahora los belgas, en sus libros de historia, nos enseñaban que no
guardaban buen recuerdo. Allí estábamos los orgullosos hispanos, ahora
mendigando.
Gerardo, siempre delgado, como un chopo de la ribera del Genil,
con gafas de culo de vaso era el repartidor de un almacén de Bruselas, cosa que
siempre nos asombraba, pues para leer un papel tenía que ponérselo delante de
la naríz, sin embargo, pronto había sabido entender la jerga de los bruselenses
y lidiar entre las respectivas antipatías de flamencos y walones, por su
responsabilidad, seriedad y constancia, como por su enorme inteligencia y su saber
hacer.
Si ya era enormemente valorado por sus jefes belgas, qué
decir de los españoles que tocaban su puerta, ninguno hubo a quien este
matrimonio no les tendieran su mano si algo necesitaban, fuera su tiempo o
incluso el dinero para afrontar los primeros pasos en tierra extraña. Su casa
era más que un consulado para la indigencia de los españoles en Bruselas.
“Monsieur Gerard”, como también era conocido por la misma
colonia española y los belgas, siempre estuvo presente en el corazón de mis
padres y en el mío, mereció el respeto de todos y probablemente hoy reciba sepultura, no sé
si en la Bruselas que lo acogió o en la tierra de sus antepasados, lo que sí
tengo claro que por donde viaje su alma, siempre llevará con él ambos mundos y
cuando sus restos en tierra germinen, será fácil decir que esa tierra abriga a
un hombre bueno, en la comunión de sus raíces de la vega de Granada con la
generosidad de los belgas.
(Mayo de 2018, última ocasión que tuve de darle un abrazo y presentar a un gran hombre a mis hijos y nieta)
D.E. P. Monsieur Gerard.
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