UNA BODA QUE INICIÓ TODO
Era un frío 5 de marzo de 1953,
en el pórtico de la Iglesia mudéjar de san Ildefonso, por encima del Hospital
Real, que fundaran los Reyes Católicos, cerca de la plaza de toros que había visto
triunfar y sucumbir al Atarfeño, también a la heroína de Granada, Mariana
Pineda en el cadalso y en la explanada del Triunfo con la Inmaculada coronando
la columna de piedra, como nada lejos del que entonces había sido su hogar en
la acera de Canasteros, María Sáez de Tejada Martín, de 22 años de edad, había
dado el “sí quiero” al hijo del
carpintero de Niños Luchando 18, Fernando Orero Aguado, de 25 años de
edad.
En el primer plano de la foto,
los dos contrayentes. El novio un tanto serio, pues su impetuosidad y celo
habían acelerado la boda y aún no tenía claro lo que se le venía encima, en una
ciudad que unos años antes había visto cómo su población era diezmada, por
odios, envidias y venganzas, en un genocidio que había sumido España en la
ruina y el desencanto. La novia, por
saber que en su seno ya alberga un nuevo ser, se muestra más confiada, además,
con sus propias manos, ha confeccionado el traje que luce, que no podía ser blanco, pues
ya estaba encinta y siempre quiso actuar conforme los principios que le habían
enseñado en el catecismo y en su casa de familia numerosa.
Tras ellos, a la izquierda de la
nueva esposa, Concepción Burgos Aguado, conocida como la Conchilla o la prima,
pues lo era del marido y la primera persona que supo que terminaría
facilitándoles el camino en su posterior estancia en Bélgica, donde ella supo
que estaba el futuro de su descendencia y de buen número de Granadinos,
especialmente de la vega, que acudieron a su siempre generosa embajada. En el centro, una vecina del caserón de Niños Luchando, Amparito, de padres
sevillanos.
Y a espaldas de la Conchilla, de
la prima, el padre de la novia, con su portentosa estatura, su fuerza, su
calvicie y, quizás, la latente esperanza que le fuera muy bien a la hija que
veía partir del angosto piso de la acera Canasteros y que años después, con la
numerosa prole que había traído al mundo, verse obligado a verlos marchar al
extranjero por no tener en su patria la oportunidad para sostener a los siete
hijos que María, conocida como Maruja en Granada, había alumbrado en una patria
de penuria. Había sido camionero, por esas carreteras de socavones, trincheras
y hoyos de bombas aún presentes por Somorrostro, en vehículos de gasógeno.
Ahora, disponía coche de un “señorico” que, además de estar a su servicio, le
permitía usarlo como taxista en la misma parada donde había conquistado a su esposa,
María Martín Martin. Él se llama Francisco Sáez de Tejada Flores, y siempre
sería recordado como Paco el de los niños, por sus siete hijos y el ingente
número de nietos.
Los padres del novio, Francisco
Orero Montoro y María Aguado Moreno, el uno de Andújar (Jaén) y ella de Dehesas
Viejas (Granada), aparecen como ocultos, como si se sintieran responsables de
la premura del matrimonio, en una sociedad que condenaba a la mujer que no
llegara virgen al himeneo, además de verse forzados a darle alojamiento a la
nueva pareja, cuando tanta miseria y pobreza soportaba España y, muy
especialmente, Granada.
De ese enlace, pronto fueron llegando numerosas bocas que alimentar, hasta nueve, con distinta suerte cada una y repartida su progenie por el mundo, aunque ahora, aquella esperanzada nueva esposa, ya no sepa bien claro que es su bisnieta quien le sonríe y a quien estrecha tiernamente la mano, mientras el tiempo la devora poco a poco y su memoria ya no guarde el recuerdo del día que cambió todo para ella, en una fría mañana invernal de Granada.
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