domingo, 3 de septiembre de 2023

 


UNA POSTRER MIRADA

Su anciana cabeza ligeramente escorada, sentado en una silla de ruedas, visto desde lejos,  parecía, a pesar del aún abundante pelaje  negro con insondables hebras blancas y la manta a cuadros  que cubría su regazo, un pecio del océano que, de vez en cuando arroja el mar en aquella orilla. Sin embargo, su adormecida mirada de profundos ojos azabache, como todo su escuálido esqueleto, repentinamente, pareció sacudirse y cobrar vida en cuanto sintió sobre la arena los pasos presurosos de un joven que le abrazaba tiernamente.

-¿Cómo estás abuelo? Te veo muy bien. ¿Te has dado cuenta que desde aquí puedes distinguir la punta de Cabo de Gata?

Puso el anciano su translúcida mano derecha como visera para mirar detenidamente al joven de bellas facciones y rutilante fortaleza que tenía delante, éste elegantemente vestido y acicalado,  la cabeza orientada a levante, mientras el silencio se apoderaba de ambos y clamaba el rumor cercano del ir y venir de las olas,  como el asendereado aleteo de dos gorriones buscando en la arena alguna migaja de pan,  que del insípido desayuno acostumbraba a arrojarles el anciano, mientras erguía y enderezaba el busto y con la mano izquierda arrojaba al suelo la manta.

-Lamento no haber podido venir antes, me habría gustado desayunar contigo, abuelo.

Como movido por un resorte, el anciano  le espetó con voz cavernosa: -acaso hay cristiano que se trague la bazofia que nos ponen en esta residencia.

-Qué decías, abuelo.

-¡Sácame de aquí, David! Me estoy muriendo. Llévame a Granada. Llévame a mi casa.

El joven puesto en cuclillas, las dos manos apretando los hombros del abuelo, mirábale fijamente con ternura, buscando en lo más profundo de su memoria qué respuesta podría darle que no añadiera mayor zozobra en aquella luminosa mañana.

El viejo parecía abstraída la mirada por el lejano horizonte y escasamente audible articuló, como si hablara consigo mismo.

-Ahora ya desfilará la Tarasca por Mesones, los gigantes, los cabezudos y la custodia que nos regalara Isabel la católica, lo harán por las Pasiegas. Las carocas se exhibirán en Birrambla y los chacolines, que fueron mi pasión de niño, harán las delicias de otros críos.

-¡David, sácame de aquí. Me muero! Llévame a Granada, llévame a mi calle de Niños Luchando, déjame en la placeta de la Encarnación. Déjame que vuelva a oír las campanas de la Colegiata mientras el último tranvía pasa tronando por San Jerónimo.

-Abuelo, parece mentira. Si Granada ya es un parque temático, como lo es Venecia o Florencia. Las calles repletas de guiris. Tu plazoleta  atestada de terrazas, los bancos de Plaza Nueva ocupados por rastas y drogatas; plaza de la Trinidad hollada por toda la grey del lumpen social, mientras el suelo está cubierto de cagadas de perros o deposiciones de palomas, en una ciudad que tiene más animales que niños. Y fachadas milenarias, como las de la catedral, o de tu misma calle natal, decoradas con la inmundicia de graffitis, sin el más mínimo respeto a un pasado que veneraron los granadinos, tus ancestros. Dónde mejor que aquí, bien atendido, con la placidez de una mar  y un cielo que son un paraíso.

Reclinada la cabeza sobre el respaldo de la silla, con el mentón como lo más prominente, los ojos cerrados,  brazos y manos abandonadas al costado:

-No es verdad lo que dices, aunque hacen tantos lustros que no he vuelto por Granada. Siempre creí que la democracia vendría a curar los antiguos males, la miseria, la bajeza, el mal gusto que nos caracterizó cuando cualquier alcalde lo único que se proponía era enriquecerse y nunca conservar la belleza que cantara Angel Ganivet, el mismo Federico, con su cal, mirto y surtidor,  o que se propuso ordenar Gallego Burín.

Vuelta la mirada implorante al nieto, que ahora parecía ocultar una lágrima furtiva, el viejo alargó una mano suplicante.

-Quizás puedas llevarme desde la iglesia de santa Ana, ya sabes allí tu abuela y yo nos casamos, aunque no tardaría en abandonarme pues no pudo aguantar que mi vida se pasara entre la Ceca y la Meca, y subirme por la acera del Darro hasta el Albayzín.

Ahora algo más tenso, sacudiéndose levemente con una palmada el pantalón, la mirada al suelo,  el nieto:

-Es verdad que la abuela no debió guardar buenos recuerdos de tus idas y venidas, tu afán por los negocios, tus largas estancias en el extranjero y ver cómo todo se desmoronaba.

El abuelo se revolvió sobre el cojín y si no hubiera sido por el freno de mano, la silla de ruedas estaría en el agua.

-Sólo aspiraba a dar lo mejor a cuantos me rodeaban, sin tasar mi tiempo ni mis esfuerzos. Cuando pienso que todavía en Sydney o Melbourne, en Esbjerg o las Seychelles, algún hogar todavía conservará un azulejo de la Azulejera, no sabes cuán orgulloso y frustrado a la vez me siento.

Girado hacia el abuelo, con la voz en un susurro, el nieto:

-Tampoco yo sabría llevarte a la fábrica, lo han arrasado todo. Lo han llenado de ladrillo, vidrio y hormigón sin la más mínima sensibilidad y una enorme voracidad financiera.

- Me muero y poco os puedo enseñar,  bastante tenéis con seguir afrontando la usura con la que acostumbran a cargar los hombros de cualquier modesto empresario, en este país donde todos quieren ser funcionarios. ¡Desdichada patria mía!

-Abuelo, no deseaba traerte malos recuerdos.

La cabeza del anciano  recostada sobre el pecho.

-David, no te preocupes, viajan día y noche conmigo, del mismo modo que mis seres queridos y cómo no, las calles de mi infancia: aquel campo los Cármenes, con la cárcel a sus espaldas; la vega, que han ido enterrando entre políticos sin escrúpulos y banqueros sin alma, los hombres cuyos intereses servimos al exponer nuestras vidas y libertad. Cuando tropiezas con estos tahúres y se tiene el sentimiento de la patria y de la civilización se desea no haber nacido.

-Me muero.  Sácame de aquí. Llévame a Granada. Llévame a Niños Luchando.

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario