UNA POSTRER MIRADA
Su anciana cabeza ligeramente
escorada, sentado en una silla de ruedas, visto desde lejos, parecía, a pesar del aún abundante pelaje negro con insondables hebras blancas y la
manta a cuadros que cubría su regazo, un
pecio del océano que, de vez en cuando arroja el mar en aquella orilla. Sin
embargo, su adormecida mirada de profundos ojos azabache, como todo su
escuálido esqueleto, repentinamente, pareció sacudirse y cobrar vida en cuanto
sintió sobre la arena los pasos presurosos de un joven que le abrazaba
tiernamente.
-¿Cómo estás abuelo? Te veo muy
bien. ¿Te has dado cuenta que desde aquí puedes distinguir la punta de Cabo de
Gata?
Puso el anciano su translúcida
mano derecha como visera para mirar detenidamente al joven de bellas facciones
y rutilante fortaleza que tenía delante, éste elegantemente vestido y
acicalado, la cabeza orientada a
levante, mientras el silencio se apoderaba de ambos y clamaba el rumor cercano
del ir y venir de las olas, como el
asendereado aleteo de dos gorriones buscando en la arena alguna migaja de pan, que del insípido desayuno acostumbraba a
arrojarles el anciano, mientras erguía y enderezaba el busto y con la mano
izquierda arrojaba al suelo la manta.
-Lamento no haber podido venir
antes, me habría gustado desayunar contigo, abuelo.
Como movido por un resorte, el
anciano le espetó con voz cavernosa:
-acaso hay cristiano que se trague la bazofia que nos ponen en esta residencia.
-Qué decías, abuelo.
-¡Sácame de aquí, David! Me estoy
muriendo. Llévame a Granada. Llévame a mi casa.
El joven puesto en cuclillas, las
dos manos apretando los hombros del abuelo, mirábale fijamente con ternura,
buscando en lo más profundo de su memoria qué respuesta podría darle que no
añadiera mayor zozobra en aquella luminosa mañana.
El viejo parecía abstraída la
mirada por el lejano horizonte y escasamente audible articuló, como si hablara
consigo mismo.
-Ahora ya desfilará la Tarasca
por Mesones, los gigantes, los cabezudos y la custodia que nos regalara Isabel
la católica, lo harán por las Pasiegas. Las carocas se exhibirán en Birrambla y
los chacolines, que fueron mi pasión de niño, harán las delicias de otros
críos.
-¡David, sácame de aquí. Me
muero! Llévame a Granada, llévame a mi calle de Niños Luchando, déjame en la placeta
de la Encarnación. Déjame que vuelva a oír las campanas de la Colegiata
mientras el último tranvía pasa tronando por San Jerónimo.
-Abuelo, parece mentira. Si
Granada ya es un parque temático, como lo es Venecia o Florencia. Las calles
repletas de guiris. Tu plazoleta atestada de terrazas, los bancos de Plaza
Nueva ocupados por rastas y drogatas; plaza de la Trinidad hollada por toda la
grey del lumpen social, mientras el suelo está cubierto de cagadas de perros o
deposiciones de palomas, en una ciudad que tiene más animales que niños. Y
fachadas milenarias, como las de la catedral, o de tu misma calle natal,
decoradas con la inmundicia de graffitis, sin el más mínimo respeto a un pasado
que veneraron los granadinos, tus ancestros. Dónde mejor que aquí, bien
atendido, con la placidez de una mar y
un cielo que son un paraíso.
Reclinada la cabeza sobre el
respaldo de la silla, con el mentón como lo más prominente, los ojos cerrados, brazos y manos abandonadas al costado:
-No es verdad lo que dices,
aunque hacen tantos lustros que no he vuelto por Granada. Siempre creí que la
democracia vendría a curar los antiguos males, la miseria, la bajeza, el mal
gusto que nos caracterizó cuando cualquier alcalde lo único que se proponía era
enriquecerse y nunca conservar la belleza que cantara Angel Ganivet, el mismo
Federico, con su cal, mirto y surtidor,
o que se propuso ordenar Gallego Burín.
Vuelta la mirada implorante al
nieto, que ahora parecía ocultar una lágrima furtiva, el viejo alargó una mano
suplicante.
-Quizás puedas llevarme desde la
iglesia de santa Ana, ya sabes allí tu abuela y yo nos casamos, aunque no
tardaría en abandonarme pues no pudo aguantar que mi vida se pasara entre la
Ceca y la Meca, y subirme por la acera del Darro hasta el Albayzín.
Ahora algo más tenso,
sacudiéndose levemente con una palmada el pantalón, la mirada al suelo, el nieto:
-Es verdad que la abuela no debió
guardar buenos recuerdos de tus idas y venidas, tu afán por los negocios, tus
largas estancias en el extranjero y ver cómo todo se desmoronaba.
El abuelo se revolvió sobre el
cojín y si no hubiera sido por el freno de mano, la silla de ruedas estaría en
el agua.
-Sólo aspiraba a dar lo mejor a
cuantos me rodeaban, sin tasar mi tiempo ni mis esfuerzos. Cuando pienso que
todavía en Sydney o Melbourne, en Esbjerg o las Seychelles, algún hogar todavía
conservará un azulejo de la Azulejera, no sabes cuán orgulloso y frustrado a la
vez me siento.
Girado hacia el abuelo, con la
voz en un susurro, el nieto:
-Tampoco yo sabría llevarte a la
fábrica, lo han arrasado todo. Lo han llenado de ladrillo, vidrio y hormigón
sin la más mínima sensibilidad y una enorme voracidad financiera.
- Me muero y poco os puedo
enseñar, bastante tenéis con seguir afrontando
la usura con la que acostumbran a cargar los hombros de cualquier modesto
empresario, en este país donde todos quieren ser funcionarios. ¡Desdichada
patria mía!
-Abuelo, no deseaba traerte malos
recuerdos.
La cabeza del anciano recostada sobre el pecho.
-David, no te preocupes, viajan
día y noche conmigo, del mismo modo que mis seres queridos y cómo no, las
calles de mi infancia: aquel campo los Cármenes, con la cárcel a sus espaldas;
la vega, que han ido enterrando entre políticos sin escrúpulos y banqueros sin
alma, los hombres cuyos intereses servimos al exponer nuestras vidas y
libertad. Cuando tropiezas con estos tahúres y se tiene el sentimiento de la
patria y de la civilización se desea no haber nacido.
-Me muero. Sácame de aquí. Llévame a Granada. Llévame a
Niños Luchando.
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