LOS PERROS LADRAN, DE TRUMAN CAPOTE
Libro de diversos relatos en los
cuales su autor se irá retratando, no
sólo los lugares por donde pasa y gusta estar, sino aquellos que han ido
jalonando una parte de su viajera existencia, aunque en el último, confiese que
siempre se sentirá atraído por el asfalto y, en particular, por el bullicio de
las veinticuatro horas de Nueva York.
Posiblemente su enorme
sensibilidad, su dualidad sexual, su pasado infantil, como su mismo físico,
nada agraciado: baja estatura, enorme cabeza, le hacen emerger y, como bien denota su
trayectoria vital, como sus obras literarias, sus guiones cinematográficos y la
transformación de muchos de sus libros en películas de cine.
Sus escritos, al menos en lo que
concierne a esta obra, tienen mucho que ver con un modo naturalista o quizás
periodístico, a pesar de que él, por su buen gusto, su vasta cultura y su
acervo, le hacen que sen los pequeños detalles los que despiertan en él la luz
para la descripción, el coger el hilo que le permita desenrollar el ovillo de
lana.
Valiente, lúcido y atento a lo
minucioso, como enormemente imaginativo, en este libro cuyo título lo toma de
un dicho árabe: los perros ladran , luego cabalgamos, que con frecuencia se ha
empleado para denostar al crítico, para no dudar en seguir el camino, pues si
aparece la crítica es que merece la pena, como en política, que diría Azaña, no
importarle a uno el adversario con sus denuestos, síntoma de que le preocupamos
o, en el caso del hombre, si protestan es que seguimos vivos.
En los diversos relatos de
viajero, uno de ellos se inicia en un tren cogido en Granada y que le llevará
hasta Algeciras, allá por los años 50, fecha en que se pasearía por la ciudad
de la Alhambra, aunque desconozco si dejó algo escrito, dicho o, quizás,
también le sirvió para añadir un poso cultural a su acendrada cultura y buen
gusto por lo Mediterráneo, aunque en este caso haga mención a la sordidez de
los trenes de entonces y su recuerdo de los bandidos, supongo que en deuda con
sus muchas lecturas y la búsqueda de emociones fuertes de cualquier viajero
angloamericano de aquellos años, nada lejanos al fin de la Guerra Civil y a una
dura posguerra.
En su último relato, denominado
Autorretrato, en preguntas y respuestas, va dando abundantes pinceladas sobre
su persona, su gusto, las personas que gusta le rodeen, sus amistades, su
geografía vital, los autores que estima, su sexualidad y, en suma, como le
pasara a Federico, a pesar de una impostada indiferencia social, reclama en
sordina: que le quieran.
Es el mismo contraste de su
pasión por lo enorme de las pinturas de Lo Chirico, que por tres veces cita en
el libro, cercanas al clasicismo, lo suntuoso, lo romano, pero con el pequeño
detalle entre tanta monumentalidad, que él siempre sabe discernir y que le
permite montar la historia y darle a la literatura otro sesgo más desinhibido,
un tanto esnob, pero enormemente humano y luminoso.
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