FRANCIA Y ESPAÑA, DOS VECINOS
ENTRE EL AMOR Y EL ODIO
En fin, le envidio a usted París, “que es mi pueblo”. Le dirá Azaña
en carta a Indalecio Prieto, un 4 de marzo de 1935.
Este gran estadista español,
reformista, luego republicano y siempre un eterno burgués clarividente, tuvo
una gran pasión por la cultura y la historia de Francia, a pesar de que, por
desgracia para él y, probablemente para un millón de españoles que murieron en
la Guerra Civil del 36 al 39, como para cinco millones de europeos que también
sucumbieron en la Segunda Guerra Mundial, entre 1944 y 1945, la Francia que él
tanto amaba y conocía, que había defendido contra la germanofilia de la Primera
Guerra Mundial, 14-18, desde el Ateneo de la calle Prado en Madrid, tanto como
secretario y luego presidente, con dirigentes socialistas y el mismo Frente Popular
gobernando en París, con la declaración de no-intervención
le daba el mayor palo a ese amor y a ese afrancesamiento que, ya con
Napoleón, tras la revolución francesa y la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert,
también arrastró a un puñado de intelectuales españoles en su huida tras los
pasos de Pepe Botella, o José Napoleón, deseosos de un cambio en la estructura
política de España, que, sin embargo, el pueblo, empezando un Dos de Mayo en
Madrid y siguiendo con la defensa heroica de ciudades como Zaragoza o Gerona, o
aquel bando del Alcalde de Móstoles: la
patria está en peligro, Madrid parece víctima de la perfidia francesa.
¡Españoles, acudid a salvarla!, se convirtió en el principal exponente de
esa dualidad de sentimientos, a los que, no obstante, ayer bajo las ínfulas de
Napoleón Bonaparte, se quiso hollar.
Si no fue suficiente con la
invasión de Francia y el apresamiento de la Familia Real, con la excusa de que
entraban en España para atacar a Portugal, aliada de Gran Bretaña, el saqueo o
la misma voluntad de destrucción de nuestros monumentos, como hubiera sucedido
en la Alhambra si el cabo de inválidos, José García, no hubiera expuesto su
vida para frenar la mecha francesa que corría por los adarves, destruyendo
buena parte de nuestro patrimonio, o nuestra alianza naval con un incompetente
Villeneuve que arrastró a nuestra flota y grandes marinos españoles como Gravina, Antonio Escaño, Cayetano Valdés
o Cosme Damián Churruca, entre los más destacados de nuestros libros infantiles
de historia, delante de Nelsón en aquel fatídico 21 de octubre de 1805.
La Segunda República, también era
abandonada por Francia, ya que la España
que era invadida por Alemanes, Italianos y Portugueses, con un enorme arsenal
militar, de asesores militares y de milicias, no se le permitía adquirir
armamento en Francia, cuando ya Azaña les decía, como después se demostró, a Léon
Blum, y al más desvergonzado y miserable de los embajadores que tuvo Francia en
España, Jean Herbette, que era el primer paso oculto de los proyectos de
Hitler.
Con la no-intervención, Francia, Gran Bretaña y los mismos estados Unidos,
con Roosevelt a la cabeza, dieron lugar a que UN MILLÓN de españoles murieran
en esa guerra incivil que tenía lugar por los campos de España. Luego serían
CINCO MILLONES de seres humanos, entre ellos cerca de UN MILLÓN DE JUDÍOS, en
un holocausto germánico del que aún cuesta creer que haya hombres y mujeres en
esta tierra que pudieran acometer las atrocidades que cometieron contra otros
seres, simplemente por tener otro Dios, una creencia distinta, una nariz más
acusada, una piel más atezada, un idioma distinto o simplemente un grupo
sanguíneo distinto.
Y cuando empezó ese AMOR-ODIO
entre españoles y franceses, o viceversa, cuando las raíces de ambos pueblos se
hunden en la misma raíz de dos invasores venidos de los bosques germanos;
Francia con los galos y la península ibérica con los visigodos, además de la
posterior implantación romana, con sus aportes lingüísticos y del Derecho, como
de gobierno, que tan profundamente se enraizaron en la Europa previa al
Medievo.
El dinero, el poder, la Iglesia,
las castas, los descubrimientos, probablemente fueron tejiendo esta lucha y
esta mutua admiración, que si desde los RRCC tuvo su apogeo, con Carlos V y
Felipe II, en tierras italianas y en Flandes, con las continuas victorias del
Gran Capitán, don Gonzalo de Córdoba y el mismo Duque de Alba y nuestros
Tercios, hizo que la monarquía francesa mirara con recelo a España.
Tanto es así que, en Granada,
cuando las tropas imperiales francesas de Napoleón entraron en 1810, al
mando del general corso Horace Sebastiani , lo primeron que hicieron fue profanar la tumba de Gonzalo Fernández de Córdoba, en el convento de san Jerónimo, mutilando sus restos y
quemando las 700 banderas allí expuestas de sus afrentas y victorias a los
franceses. . Sebastiani, en su huida de España en 1812, se llevó su calavera y
una probable copia de su espada de gala, objetos que aún hoy permanecen en
paradero desconocido y sobre lo cual Francia ni ha pedido perdón ni devuelto lo
robado.
Con la derrota de la República, a partir
de febrero de 1939, QUINIENTOS MIL españoles cruzaron la frontera pirenaica y
fueron a parar a campos de refugiados en Argèles-Sur-Mer, Saint-Cyprien,
Bracarès, Septfonds, Rivesaltes y Vernet d’Ariège, tratados peor que si fueran bestias, que escribirá Azaña en sus
Diarios, cuando no eran forzados a trabajar en su futura e ineficaz defensa de
la Línea Maginot o forzados a regresar, expuestos a la venganza y las cárceles
de Franco, o entregados a los Nazis, como fue el caso de Largo Caballero.
El mismo entierro de Azaña, que encontró
la muerte en Montauban, un 3 de noviembre de 1940, tuvo su féretro que ser
cubierto con la bandera de nuestros aliados mejicanos, que tuvieron, gracias a
su presidente Lázaro Cárdenas, el gesto honroso de un hermano, mientras el
desprecio de los franceses, con el general Pétain a la cabeza en la cercana
Vichy, sólo mostraban su desprecio, su cobardía y su entrega a los alemanes.
Y alcanzamos los años 70, gobierna en
España un partido socialista, con el tándem Felipe González y Alfonso Guerra, mientras se
siguen sucediendo los atentados de ETA, cuyo santuario, su escondite todos
saben que está en el sur de Francia, con epicentro en Toulouse, cuando Giscard d’Estaing ni el socialista Mitterrand
mueven un dedo para frenar esta sangría, que llevará más de OCHOCIENTOS
CINCUENTA españoles a perder la vida, otros a ser extorsionados, otros muchos a
verse obligados a abandonar el País Vasco y crece la implantación del
nacionalismo y de las franquicias políticas de ETA, otros a vivir con
guardaespaldas durante 42 años, sin contar el daño económico difícil de cifrar.
Entramos en el siglo XXI, un golpe de
estado es dado en Barcelona por separatistas catalanes, que sólo durará CINCO
minutos, el tiempo que su principal defensor, un oscuro supuesto periodista
catalanista, se oculte en el cofre de un coche, cruce la frontera y se
establezca en Waterloo (Bélgica). Cuando le conviene, se acerca a Perpiñán, frontera
con España, donde las banderas catalanistas abundan más que la tricolor
francesa y, ahora, Macron, permite que éste fugado de la justicia española, a
sus anchas siga atacando a España desde tierras francesas, sin que esa
gendarmería que ayer miraba a otra parte cuando cruzaba la frontera los
asesinos de ETA, que golpeaban con saña a nuestros compatriotas cuando buscaban
refugio en Francia, o eran vaciados sus bolsos cuando los emigrantes españoles a
Europa tenían que cruzar por Behovia.
Esos malditos gendarmes, los mismos que
desvalijaban a mi padre el jamón que le habían entregado mis abuelos o las
botellas de anís y coñac que llevaba para sus amigos belgas, o las humildes
pertenencias de esos millares de emigrantes españoles, cuando tras las
vacaciones tenían que volver a pasar la frontera con Francia por Irún, hoy le
abren los brazos al fugado Puigdemont. Ahora también era una nueva marea humana
que buscaba en Europa su amparo y que unos franceses acogían con júbilo, como
hicieron con Picasso, mientras otros, como esos gendarmes de mi memoria infantil, dentro del
pasaporte se embolsaban unos cientos de francos o se apoderaban del modesto
regalo de unos viejos que veían a los suyos marcharse otra vez a tierra
extraña, la misma que los trataba como
bestias.
Ya, un 25 de agosto de 1944, antes de las cuatro
de la tarde, el gobernador alemán de París, general Dietrich von Choltitz, se
rendía a un soldado español, Antonio González, mientras los tanques con los nombres de
Teruel, Guadalajara, Madrid, Ebro, Jarama, Guernica, Belchite, Brunete, Don
Quijote, encuadrados en la NUEVE, entraban apresurados por los bulevares
parisienses, tomaban posiciones y
penetraban en el ayuntamiento de París, de la hoy también española Ana María
Hidalgo Aleu.
Ya en el siglo XX, el comercio y la
industria francesa han colonizado con sus empresas España, mientras los
españoles, en ocasiones, vemos con tristeza como los agricultores franceses, en
la frontera, arrojan de nuestros
camiones nuestros productos de frutas y hortalizas o vacían los tanques que
exportamos de vino, con ánimo de defender sus intereses y el precio del fruto
de su huerta, aunque sea en nuestro detrimento y también seamos solidarios con
sus demandas.
Veintiún siglos ya, quizás, de amor y
odio entre los francos y los hispanos, que esperemos que desde la Unión Europea,
en una época convulsa, pronto tengan su término y sólo sean de mutua
comprensión, respeto y, por qué no, de AMOR entre Francia y España.


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