lunes, 2 de junio de 2025

 


MAX AUB, YO NO IVENTO NADA. EDITORIAL CUADERNOS DEL VIGÍA

Con el universal Max Aub, en la obra de magníficos relatos que es este libro de la editorial granadina, que con tan gran acierto y bellísima puesta en escena nos tropezamos en la feria del libro de Granada, volvemos a adentrarnos en lo que creo que es la grandeza de su producción, a saber, la bendecida observación sobre los seres humanos, el frecuente empleo de calificativos y nombres precisos y ya en poco uso, como el torrente imaginativo que se desborda, a veces en una prosa casi poética, de casos que nos presenta y que creemos habernos cruzado con ellos no ha mucho, a pesar de que sus historias tengan todas que ver con la Guerra Civil, los campos de concentración y el exilio.

La Guerra, bien en grande, a él le afectó triplemente, primero cuando sus padres han de irse de París para residir en Valencia, por el estallido de la primera guerra mundial y ser su padre de origen alemán, mientras que el abuelo materno era español y de cuna valenciana; más tarde ya habiéndose él recorrido toda España como emprendedor y comerciante, particularmente Cataluña, cuando el alzamiento de Franco, ya en el 36. Con una huida tras los Pirineos de vuelta a Francia, en el 39, y el posterior pase como recluido en un campo de concentración del suroeste francés, tras una denuncia a los ocupantes nazis por pertenecer al partido comunista, que le conduciría a otro más horrible como el de Djelfa en la Argelia francesa, nuevamente hallamos sus descarnados relatos, como también originales, tales son los casos de El cementerio de Djelfa, Djelfa, Manuscrito cuervo: Historia de Jacobo y El limpiabotas del Padre Eterno, que junto a Vernet, 1940; Una historia cualquiera; Historia de Vidal; Los creyentes; Un traidor; Ruptura; Playa en invierno; Ese olor; Manuel de la Font; Yo no invento nada, completan este apartado.

Andaluz, pequeño y rubio. Los ojos claros, entreverados. La sonrisa nimia; delgadín, siempre contento. Niño con veinticinco años a cuestas, con una gran punta de pelo en la frente y entradas hondas en ambos lados. Sin más vida que la guerra.

-¿De dónde eres?

-De un pueblo,  entre Utrera y Morón.                                                               

El color blanco, cierta serenidad sencilla.

-Cuando volvamos, mande quien mande: no afusilar a nadie. Para eso están los tribunales. Y yo sé quien  afusiló a mi hermano. Hay que hacer las cosas como se deben hacer. Yo no soy de esos que piensa que cuando se vuelva hay que armar la marimorena.

Vernet 1940

 

A pesar del conocimiento del francés y alemán por los orígenes que tenía, será en lengua española donde lleve a cabo toda su obra: en prosa, en verso o las obras de teatro, en cuyo campo también se internó, además de colaborar con el cineasta español Luis Buñuel, a quien en sus últimas horas de vida, allá en el México que le acogió, preparaba otro trabajo.

Si regresamos a sus relatos de Guerra, tras un ameno prólogo de Eloy Tizón, de hoz y coz  viajaremos a los caracolillos de Velez, ese camino tortuoso que los granadinos de los años del destape, las suecas, el Seiscientos y el boom del turismo, conocimos antes de alcanzar las playas de Almuñecar, o llegar a Motril, que Max Aub nos describe con una precisión geográfica portentosa y nos presenta al Cojo, aquel cantaor malagueño cuya voz se había desvanecido por los cafés de Chinitas de la época y de la calle Larios de Málaga, los tugurios y las invitaciones del señorico, como en el recuerdo de los millares que huían de Málaga a Almería, por la costa, mientras eran ignominiosa y cobardemente ametrallados por la aviación, tras la toma de la ciudad de la Costa del sol por parte de las fuerzas del siniestro Queipo de Llano.

La carretera serpenteaba, cuesta abajo, camino de Motril, y el polvo caminero se salía de madre: las collejas, las madreselvas, los cardos y otros hierbajos cobraban bajo su efecto un aire lunar…El polvo se añascaba por las ramas más delgadas: para quien gustase de verlo de cerca parecía nieve fina, una nieve de sol, o mejor harina grisácea, molida a fuerza de herraduras y llantas, esparcidas por el viento…Desde aquel hacho se divisaba siempre una teoría de carros, camino de Málaga o, en sentido inverso, hacia Almería.

 

El Cojo era pequeño, escuálido y todavía más parco en palabras que su consorte. Parecía tenerle cierto rencor a su voz porque el Cojo de Vera había sido un buen cantaor; nunca tuvo una gran voz, pero sé le salían roncos, hondos y con gracia los fandanguillos de su tierra: expresaba con naturalidad y sentimiento ese lamento amargo de los mineros de Almería. Porque había sido, a lo primero, minero. Minero de esas sierras de entrañas rojizas que corren de Huércal a Baza; el polvo que respiró por aquel entonces le fue, más tarde, minando la voz cuando vivía de ella, en Málaga…

 

Carretera adelante el éxodo continuaba…Sobre el llano no había más líneas verticales que los postes de telégrafo…”¡Que vienen!” La gente se dispersó con una rapidez inaudita en la carretera quedaron enseres, carruajes y un niño llorando. Llegaba una escuadrilla de caza enemiga. Ametrallaban a cien metros de altura…

 

Los aviones marcharon. Había cuerpos tumbados que gemían y otros quietos y mudos; más lejos, a campo traviesa, corría una chiquilla loca.

 

Los disparos se espaciaban. El Cojo buscaba una palabra y no daba con ella; defendía lo suyo, su sudor, los sarmientos que había plantado, y lo defendía directamente: como un hombre. Esa palabra el Cojo no la sabía, no la había sabido nunca, ni creído jamás que se pudiera emplear como posesivo. Era feliz.

Barcelona 1938.

 

En unas pocas cuartillas, desde la Barcelona que sabe que Madrid está siendo bombardeada desde el principio de la contienda y que pronto las fuerzas rebeldes alcanzarán la Ciudad Condal, en un retroceso imparable del ejército republicano, que ya en julio de 1938, con el Campesino al frente, el ejército Popular ha realizado un titánico esfuerzo para intentar revertir la situación militar, sin éxito finalmente, firmará este hermoso, triste y demoledor relato de una época de desigualdad, en la que aquel cantaor almeriense, ahora insertado en la gleba de la tierra de un rincón áspero de la Sierra de Lújar, trata de defender con sus manos sarmentosas y con la voz fenecida, la parcela del cacique que él tanto laboró, y que la siente suya, como la hija que pierde y la compañera que se esparrama hacia Almería, en una trashumancia de derrota.

 

Seguirán otros relatos, cada uno de ellos pintando entreverados casos de esa maldada y despreciable guerra entre hermanos, que tanta ruina sembró: Una canción, Cota, La ley, Espera, Un asturiano, Santander y Gijón, Lérida y Granollers; Enero sin nombre y la Llamada.

Ya en el exilio, y dispuesto a no regresar nunca más a su amada España mientras Franco siga ostentando el poder, que no terminará cumpliendo por mor a llevar a cabo una biografía sobre el famoso cineasta de Calanda, nos vuelve a describir la perenne melancolía de nuestros exiliados, siempre soñando con el regreso,  cualquiera que sean las circunstancias en el mundo, se va posponiendo, pero que pocos años antes de morir en el México que le acogió, y paseándose por la calle Alcalá de Madrid, una acacia, seguro frente al Palacio de Buenavista, donde un día estuvo su admirado Azaña, llore amargamente por una España que siente ya no es la misma, que aquella otra que se vio forzado a abandonar, y que como al poeta, terminó helándole el corazón.

 

Alrededor de una mesa; El baile; Teresita; Librada; El sobresaliente; Reverte de Huelva; Un atentado; La Merced; De cómo Julián Calvo se arruinó por segunda vez; Homenaje a Lázaro Valdés; Amanecer en Cuernavaca; Entierro de un gran editor; El remate; El zopilote; El testamento; De los beneficios de las guerras civiles y La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco.

 

En el relato de La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, no es otra que el desesperado deseo de un camarero mejicano, que allá por los alrededores del palacio presidencial, construido por Hernán Cortés sobre las ruinas de Xochimilico, desde 1938 ve como tras la oleada de refugiados españoles a su café, además de perder su pacífico deambular anterior, se enfrenta a las voces, el particular acento y el continuo Cuando, Cuando yo, Si no es porque, Cuando caiga Franco, a quien termina de comprender es el culpable de su actual infortunio y esta nueva emigración, motivo por el que decide, agarrado de sus ahorros y el nunca haber hecho vacaciones, ir a España para asesinar al culpable de aquella felicidad laboral que un día, antes de esta nueva corriente de españoles, disfrutaba y ahora veía perdida.

 

Y ya en los relatos recuperados, el libro termina con El que ganó Almería; la guerra es lo mejor; Realidad del sueño y proclamación de la tercera República Española.

 

Bellísimo libro y autor que ya en la Calle de Valverde nos hizo adentrarnos en la sociedad y costumbres madrileñas, que ahora en Yo no invento nada, nos lleva tras su peregrinaje como el de millares de españoles frente a quienes los acogieron como a aquellos otros que fueron carceleros y carniceros de todo ser humano.

 

Max Aub, un autor en español a tener siempre presente, por la profundidad de su obra y el brillante manejo de la lengua española.

 

 

 

 

 

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