martes, 16 de septiembre de 2025

 


                                   MIS PASEOS POR GRANADA

CAPÍTULO PRIMERO:          LAS MONJAS INMIGRANTES

Cuentan los anales de la historia de Granada que pronto, tras las capitulaciones de los moros, la Iglesia católica envió a sus más destacados representantes a cristianizar los habitantes de la nueva y última conquista peninsular, entre ellos los monjes y las monjas fueron los más numerosos heraldos de esta nueva dicha que se pretendía implantar pronto entre los antiguos pobladores granadinos, razón por la que se empezaran a ocupar espacios antes propiedad de las élites mahometanas o que se alzaran nuevos edificios para albergar a esta ingente masa de tonsurados, legos y afectos a la causa católica en todo su proselitismo, hombres y mujeres, que como una oleada desembarcaban en la ciudad de la Alhambra.

Los vaivenes de la sociedad española y de los siglos han visto cómo ese discurrir de las ordenes monacales alcanzaba su apogeo y, también ya en el siglo XX y sobre todo en este XXI, la decadencia y el abandono de numerosos conventos, ayer muy poblados y ahora casi abandonados, con gran deterioro y abandono de su enorme riqueza y vestigio de un pasado esplendoroso.


Uno de estos casos que ahora traigo a la palestra es el Monasterio Cisterciense de San Bernardo, a orillas del río Darro,  frontero de las mismas murallas de la fortaleza implantada sobre la Sabika, como vecino de la singular iglesia de San Pedro y San Pablo, que conserva una capilla sin grandes alardes arquitectónicos, ni pictóricos, ni escultóricos, pero en su sacristía, como en sus patios y en el rumor del agua de sus dos fuentes, como  en sus patios, guarda el susurro de las monjas y la memoria de la clausura que allí tuvieron.

Y cuando este humilde imitador del Curioso Parlante, Mesonero Romanos,  que transitara por las calles de su Madrid, quisiera seguir el ejemplo sobre el adoquinado de Granada, se topa de repente, a la vera de la plaza Birrambla, con cuatro monjas, sonrientes, pero acaloradas que, como chiquillas degustan un helado de uno de los establecimientos callejeros cercanos, no lejos de Pescadería, y en el tráfago de la concurrida marea de turistas y visitantes que, todavía por septiembre, acuden a conocer Granada.

Las cuatro monjitas, de mediana edad, rollizas, con su largo vestido negro, amplio y sencillo, y un tocado blanco que bordea el rostro, cuyos cabellos también se ocultan tras el blanco y el negro del ropaje, tienen aire mezcla de razas lejanas o amerindias, alegres en su mirar y sencillo posado ante la cámara que las retrata, son, posiblemente hoy, la esperanza para que la ruina de aquellos ilustres conventos no caigan en manos de los especuladores, banqueros y tiburones financieros, que en Granada han sabido sacar provecho, aunque sea con la destrucción y el daño a la memoria colectiva y el patrimonio de los hijos de Granada.


Reemplazan a aquellas otras hermanas que nos llegaban desde Navarra, Guipúzcoa o la mismas provincias de Burgos y León, nada agraciadas, con adusto semblante y fétido olor bucal, que solo remediaban las pocas de origen andaluz, sonrientes, simpáticas y zalameras con los niños y los abuelos, que acostumbraban a ser empleadas entre fogones, ya que las venidas del norte, de recio cuerpo y mucho malaje gustaban  de emplear para catequizar, mostrar sus peores maneras y con el rosario a cuestas, o las llaves, según fuera el cargo, ir de un lóbrego pasillo a otro, sembrando el terror. Alguna vasconavarra conocimos en las Siervas de María, de la placeta de la Encarnación, como madre superiora, que bien hubiera merecido conocer la kale borroka de sus conterráneos del siglo XXI y no la simpatía y el respeto de la casa de Niños Luchando, donde no faltaban algunas beatas entre sus paredes y en aguantar a estas brujas. En hombres, abundaban también los venidos del Norte, sobre todo entre los jesuitas, siempre muy ortodoxos, engreídos, y tan feos y destartalados físicamente como las hermanas, amén de algo propicios a los caldos, dulces y los buenos cocidos con que a veces eran obsequiados por sus parroquianos.

Es pues hoy una silente emigración que alberga a las hijas de esos países donde la Cruz llegó siglos ha, portada posiblemente por nuestros mismos antepasados y que hoy cuentan con un techo, un albergue y el cuidado de nuestro propio pasado, aunque desearía que alguien pudiera imbuirles ese sentimiento de amor y admiración que sentimos algunos de los afortunados en haber nacido en Granada, y se puedan integrar custodiando y conservando ese rico patrimonio, que ahora a ellas les permite alimentarse y vivir dignamente, aunque sea lejos de sus familias y sus lejanas tierras de origen.

Pocos son ya los habitantes de esos conventos, quedan trece y el personal que en ellos reside cada día está más envejecido, por lo que, a buen seguro, los buitres del ladrillo, que ayer destruyeron los predios del Zaidín y parte de la vega de Granada, estarán al acecho, por lo que confiamos que esta nueva ola inmigratoria, al menos, logre que no caigan en ruinas los conventos de Granada y sus solares convertidos en hoteles.

 F.O.S.T

GRANADA SEPTIEMBRE 2025

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