TRES PERSONAJES DESDE EL “AZUL” EN BUSCA DE AUTOR, DE
JOSÉ LUIS AGUILERA GONZÁLEZ
En este nuevo libro del ya maduro autor granadino José Luis
Aguilera González, el lector se encuentra con una obra ciertamente más
elaborada que su opera prima que le precedió,
aunque con ribetes muy cercanos a la novela en la que Cyrano y su sombra eran
omnipresentes, empleando su tiempo libre,
como dice la canción, brillantemente tal como hicieran maduros genios
conterráneos, caso de Felipe Romero, en Mar de bronce; Eduardo Molina Fajardo,
en Los últimos días de García Lorca y, ya en las Islas Británicas, el mismo Richard Osman, autor de El club del
crimen de los jueves.
Aun cuando el título elegido siempre nos lleva sonoramente a
la obra teatral más famosa de Luigi Pirandello: Sei personaggi in cerca d’autore, a mi modesto modo de entender
nada tiene que ver, probablemente más su dramatis
personae que en este libro sí se apoderan del verbo, la escena y la geografía
estando más cercanos del trasfondo que su autor, con su alter ego Luis
Sandoval, que reaparece de nuevo en este segundo libro, no así su amada Ardant,
pero si otra francesa, Madeleine C (¡Qué tendrán estas mademoiselles!) con los tres ídolos: Quevedo, Cyrano y Javier
Marías, particularmente éste último, pues los dos primeros con su lenguaje
propio de su época ya presentaron sus armas en el libro anterior, entre espadas
y plumas, no así el amigo de Pérez Reverte, Javier Marías, a quien su autor le
imprime en su libro esa melancolía interior que caracterizó su obra, esos diálogos
continuos y ese continuo preguntarse a sí mismo, ahora los tres a la vez, sobre
el amor, la verdad, tan peculiar para cada uno, la amistad, la mentira, la
muerte, la fidelidad y así todo un rosario de cuestiones vitales que siempre,
sobre todo a edad provecta, son el rosario que uno desgrana mentalmente sobre
el porvenir, ya casi al borde del abismo.
En la introducción del libro, que ni es novela ni es ensayo
ni debiera tener clasificación al uso, más próximo a una transmigración del
pensamiento de sus idolatrados Quevedo, Cyrano y Marías, vuelve a honrar al actor y director de doblaje español,
Camilo García, y ya nos pone en antecedentes de lo que vendrá a
continuación, que no es otra cosa que sus protagonistas diriman sobre la vida, la muerte, el perdón, la esperanza,
la lealtad, la amistad, la mentira…con la bienveillance de que el
lector intervenga, como deseaba García Lorca en Así que pasen cinco años para reformar el teatro.
Con el Primer capítulo, José Luis Aguilera da toda una
lección magistral de ese caudal de doctor universitario que atesora,
especialmente en Historia y detiene la mirada de sus primeras líneas en un
momento aciago del ilustre y mordaz Quevedo, encerrado en el bellísimo conjunto
arquitectónico del convento de San Marcos en León, para meter en escena y en la
misma celda del madrileño a Cyrano de Bergerac, quienes llevan a cabo un hermoso diálogo, del cual extraigo algunas
secuencias que bien podrían ir cinceladas en la berroqueña de aquella España o
en el mismo colegio Imperial o la Complutense, donde se aliñó el gran talento
del miope, cojo e hijo de la Villa y Corte, don Francisco, a saber:
…¿cree que nos leerán
algún día con la devoción de quien escucha una confesión o como se examina a un
cadáver?
Pregunta que cualquiera que escriba se hace siempre. Y esta
otra pregunta:
…¿qué virtud debe
tener un verso para que sea inmortal? Quizás mi admirado Bécquer le hubiera
dicho: ¿Y tú me lo preguntas?
Pero Cyrano obtendrá de Quevedo, la siguiente respuesta:
Debe ser tan cierto
como cruel y tan hermoso como implacable. Un buen verso es como un puñal
envuelto en seda: tiene que deslumbrar a nuestros ojos antes de entrar a matar.
Lorca, sin embargo, a tan contundente y áspera resolución,
quizás le dijera: escucha mi elegía en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías o lee
pausadamente los sonetos del amor oscuro de Baudelaire, pero sería hacer más
ciencia ficción que la que corresponde a este excelso trabajo y adelantarnos a
su ascenso al azul.
Todos aquellos que
hemos peleado, amado y vivido sin doblegarnos ante lo injusto, no moriremos
jamás.
Cyrano parece estar convencido de este aserto, aunque quien
esto firma, también le gustaría afirmar lo mismo, pero recapacitando un poco,
me temo que ni seamos capaces de poner en el platillo de una balanza lo justo y
su contrario, como que nuestro final ya está señalado desde el mismo momento en
que asomamos la cabeza por el triángulo de la vida y al pie del monte de Venus
y que nuestro único anhelo es que nuestra obra, vital, de hechos, ejemplos,
fraternidad y amor, en otros haya germinado para seguir conservando nuestra
memoria, cuando ya en carne no estemos presentes.
Si al final de esta
vida no hay Dios, ni azul, me quedará mi orgullo que nunca me lo podrán
arrebatar.
Esta vez creo que Cyrano yerra, aunque la frase pueda ser
ampulosa y soberbia, pues aunque pueda ir a la tumba con orgullo, de qué le
habría servido, si su legado hubiera pasado al anonimato, si nadie, como Edmond
Rostand, hubiera vuelto a dar vida y rescatado sus cenizas en forma de obra de
teatro, si nadie hubiera conocido su obra, si el mismo José Luis Aguilera no se
hubiera prendado de él.
¿Sabes cuál ha sido mi
verdadero amor? El que nunca se dejó atrapar: la verdad.
¿Dónde está esa verdad?
De qué verdad dos litigantes
podrían hablar y ponerse de acuerdo. ¿Acaso la verdad no forma parte del juicio
que ejerce un juez, en este caso el emisor de la sentencia y cuyo designio, en
su mente o por sus actos, nada tenga que ver con los míos o la valoración que
otro ser haga?
Brindemos francés, dirá
Quevedo, por todos aquellos que escriben
sin esperanza ni reconocimiento alguno. Por todos aquellos que aman sin poder
poner rostro al amor.
Estas últimas oraciones, probablemente muchos lectores, al
igual que el autor, coincidamos y brindaríamos al unísono con ellos, pues algo
en nuestro interior nos sigue teniendo al acecho del eco del viento entre los
helechos, frente a una rosaleda o por la vereda de una alameda y en la misma
corva de ballesta del Duero a su paso por Soria. O de esa copa de amor que
nunca Cupido supo escanciar para tener ahítos en presencia de una mujer.
El valor de una vida
radica en aquella que no se vende a otros. QUE TOMA PARTIDO HASTA MANCHARSE,
que yerra, pero que jamás se rinde.
Velado homenaje a Antonio Machado, que en el exilio, donde
aún sigue hoy día, nada lejos de la España que tanto amó y de esa patria: “Estos
días azules y este sol de la infancia”, con los que el poeta anejó su enorme
dolor y nos dejó, él sí, la verdad de su presencia: humilde, sabia y fraterna,
por los siglos de los siglos.
Y como todos los que perseguimos ese amor que fluye como el
agua del manantial, sin que podamos
apresarlo, aunque por nuestras manos discurra, lo podamos llevar a la boca,
pero nunca saciarnos, como Quevedo, diremos sobre el amor imposible: Todos los que tuve lo fueron. Nunca fui
correspondido como merecía. O tal vez no fuera como yo deseaba que lo hubiesen
hecho.
Y como ya es característico de José Luis Aguilera, esta vez
en la persona de Luis Sandoval, un dribling, como hiciera el hoy escritor y
ayer futbolista del filial del Grananada C.F., corriendo como buen zocato por
la banda izquierda, abandonando la prosopopeya y a Quevedo y Cyrano, en su
dialéctica y su esgrima lingüística, para hacer un escorzo en el teatro,
ponerse la máscara de Cyrano, con su inconfundible apéndice nasal y don
Francisco Quevedo, con sus mismos quevedos sobre el puente de la nariz, saltar
al escenario del Teatro español en Madrid, en la misma plaza Santa Ana, y
deleitar a los espectadores con el mismo duelo dialéctico que ya habíamos
conocido antes, mientras en la platea, Madeleine C, espera reencontrarse con el
autor, en una escena de amor terrenal.
En este preciso momento del libro, Luis Sandoval, quizás su
alter ego José Luis Aguilera, se describen a sí mismos, dudan de su propia existencia,
aunque albergan, tanto montan tanto, el legado de Quevedo y de Cyrano,
enamorados de Madrid y de su noche: No
hay silencio más hermoso que el de la noche de Madrid después de una ovación, piensa
Luis Sandoval en su deambular hacia una de las cervecerías de la misma plaza.
Desde la efervescencia primera, ahora Quevedo y Cyrano
dirimen de continuo, entre preguntas y respuestas mutuas, su personal devaneo y
esgrima de pensamiento, como si fuera la misma rueca, a modo de dos hilanderas
de Velázquez, que nunca acaban su diálogo, mientras entra en el plató Javier
Marías, más reconcentrado, filosófico, de honda huella en el autor.
Quien entre Luis Sandoval y su misma realidad personal,
difícil de ocultar, reta al lector desnudando su mente y su alma, cuando
declara:
El que calla una
pasión…tal vez se salve, pero no vive.
Un francés diría que es lo que a todos cuantos tenemos un
adarme de sensibilidad nous hante,
cuya no muy afortunada traducción en español sería merodea, y que es el arco de bóveda de este libro, adornado con
sabiduría de palabras y pensamientos, del mismo modo que hiciera Galdós o
García Lorca, y que la misma Fortunata de la obra de don Benito Pérez Galdós,
en Fortunata y Jacinta, hubiera hecho igualmente suya si alcanzar el mismo
lirismo del escritor, a saber:
Que vivir no es
triunfar, sino arder o tal vez helar. Y QUE EL AMOR –ESE QUE NO PIDE PERMISO NI
DA EXPLICACIONES- es el único que justifica el resto.
Madeleine C no volverá a ver a Luis Sandoval, ni éste
encontrará en la tercera fila de la platea la esperanza del reencuentro
amoroso, sólo les quedará a ambos, la memoria del momento fugaz en que se
encontraron antes y, cual una reliquia, los dos guardarán en lo más profundo de
su ser, sin que pueda marchitarse nunca.
Una segunda vez, el amigo José Luis Aguilera González, si me
acepta como tal, pues yo así le tengo, se lanza al ruedo de la palabra y el
pensamiento, facultad y promesa que sabe plasmar tras un concienzudo ejercicio
de preguntas y respuestas especulativas que sus protagonistas parecen haber
resuelto, aunque todo ello tenga que ver sobre el ser, que no es otra cosa que
el existir del hombre y la mujer en esta tierra y su anhelado viaje final al azul, donde tres personajes logran encontrar a
su autor, quien muestra ser un ferviente admirador de ellos y de sus obras. Termina
así la búsqueda.

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