ESTAMPAS DE UNA GRANADA AMARGA
Aquel fatídico Noviembre
Por la Magdalena, en la plaza de
la Trinidad, en la calle de las Tablas, al mismo Pie de la Torre y en la siempre ajetreada y
comercial Puentezuelas, delante del
Palacio de las Columnas, también conocido como
de los Condes de Luque, frontero de la también suntuosa , por su decorado
interior, casa de otra rama de los Gómez de las Cortinas, suenan las ocho de la
mañana igual que en los campanarios más cercanos, mientras el servicio se afana en abrir los enormes
portones de recia madera que dan acceso a palacio, barrer con prontitud las
húmedas aceras, repletas de las últimas hojas muertas de los castaños, plátanos, acacias y la
variopinta fauna botánica de la ciudad,
que un viento gélido, llegado desde el Dauro, ha sembrado por los aledaños,
casi implorante, como en el semblante de los escasos transeúntes de esa lóbrega
mañana, con las modestas reatas de mulos,
en cuyos serones llevan la carga destinada a alguna de las pocas alhóndigas que
aún quedan, envueltas en el vaho de las bestias y de los arrieros que se
confunden con la incipiente neblina matutina, traída por una lluvia tenaz, cual
si fuera un llanto, de las espesas nubes que oscurecen el cielo y le siguen
dando un tinte de plomo al nuevo amanecer de primero de diciembre, mientras las
hojas y papeles siguen su danza, mecidos por el viento.
De repente de uno de los pocos
vehículos a motor que circulan por la ciudad, todo negro y con remates
cromados, que unos años antes fuera requisado, desciende un policía nacional,
con su característico abrigo gris, su bocamanga fileteada de rojo y su gorra de
plato, en la que destaca el águila bicéfala dorada, que otrora embelleció los
palacios de un César flamenco y hoy era enseña y memoria de unas fuerzas
victoriosas sobre sus otros hermanos patrios. Se cuadra, recompone su atuendo y
pregunta por el ilustre prócer de ese palacio, el antiguo Requeté y
descendiente de los primeros pobladores cristianos de Al Andalus, don Ramón
Contreras y Pérez de Herrasti, bajo el imperial balcón neoclásico que sostienen
cuatro columnas dóricas, culminando un ancho
frontón con escudos, mientras en el señorial balcón de la primera planta, de
columnas jónicas, una cabeza de Minerva parece engullir una ola de mar, que la estrechez de la calle no permite tener
la perspectiva visual suficiente para hacer honor a una fachada de
balcones y ladrillo de enorme maestría
arquitectónica.
Su cara demacrada, la gorra de
plato sostenida a la altura de la cintura con su mano izquierda, el brillo
dorado de su correaje con sello bicéfalo, y los guantes blancos que abrigan sus
recias manos de antiguo campesino, curtido ya en una guerra civil cuyos
estragos son las cartillas de racionamiento y las penurias ciudadanas que laten
en la sombra y en el rumor callado de los vecinos del Albayzín, las cuevas del
Sacromonte, por la Cruz Blanca o en el Realejo, pierde algo su arrogancia ante las columnas de
mármol del pórtico de entrada y el
delantal blanco de una de las fámulas que le da los buenos días, con su
cantarín acento de Andújar o Arjona, o de alguno de los pueblos de olivares con
los que se nutre el servicio de esta casa de abolengo.
-
Quisiera hablar con don Ramón Contreras.
-
Aún no estará levantado el Señor, acostumbra a
retirarse muy tarde y a madrugar. Además de pasar antes del desayuno
por la capilla, si quiere esperarle mientras tanto en la salita o darme el
recado para él, le espeta una atribulada sirvienta sin mandil y de abundante
pelo blanco que remata un moño en rohete, con el tintineo metálico en el
bolsillo de su falda, que la delatan como ama de llaves.
-
Es muy urgente y grave que hable con Don Ramón
de inmediato.
Traigo un mandamiento del
Gobierno Civil para entregarle en persona.
Aún cuando
el tono de sus últimas palabras se hubiera dulcificado, dentro de su
rigor y del sobre que lleva en el bolsillo de su tres cuartos, al que tienta en
numerosas ocasiones con su mano libre derecha, la preocupación se hace patente
en el estrecho recinto, mientras el uniformado y la sirvienta traspasan el
umbral que da acceso al patio general y, bajo el amplio soportal, a izquierda,
se dirigen a una salita con puerta de cristal, sillas castellanas de alto
espaldar y asiento noble, bargueño castellano, repleta de fotografías familiares,
paisajes lejanos y hornacina de cristal, con la Virgen de los Dolores, que
tapizan las paredes y abundan en cada uno de los muebles en su marco de plata
En los pocos pasos de ese
hermoso patio, una fuente cantarina en su centro, sigue su monótona melodía y
su tediosa salmodia del agua, mientras del cielo la lluvia ahora cae con
estrépito y se oyen las carreras de la servidumbre para recoger aquello que
pueda estropearse o dañar el recio aguacero.
El jardinero, varias de las
sirvientas con su mandil blanco, en uno de los rincones del ancho patio, a
cubierto, conjeturan lúgubremente cuál
pueda ser la razón de la madrugadora visita del mílite, conocido el miedo y el
terror que causaron en el 36 en la ciudad de los Cármenes y que el hijo
venerado, el heredero de tan recia estirpe está enrolado en el ejército y se
encuentra lejos de la ciudad de sus amores, lejos de su Granada del alma, en
una fría ciudad castellana que otrora fuera capital de las Españas.
-
No debemos despertar a don Ramón, la muerte de
su esposa ya le sumió en u
profunda amargura y si a eso le añadimos su dolor por
no haber podido salvar a cuantos le pidieron socorro en aquellos fatídicos días
de agosto del 36, volvería a enfermar.
Es la voz de Pepita, la esposa
del jardinero y siempre decidida, ante la parsimonia y nerviosismo de la seca
ama de llaves. Las sílabas del corrillo presente, melosas y trajinantes, con
los rostros angustiados, no saben qué hacer y murmuran pareceres que quedan
apagados antes de emitir la gravedad en un susurro.
-
Y si llamáramos a María, se oye entre la numerosa
servidumbre que se ha
arremolinado ante la salita o
recibidor de huéspedes y el aire de gravedad que respiran todos los presentes.
-
¡Qué María!, contesta con brusquedad la ama de
llaves.
-
La de Paco el carpintero, que casara aquí don
Ramón, como padrino y testigo,
como también
lo es el señorito don Fernando de su vástago, pues ella lo crió a la muerte de
la Señora y de la depresión posterior del amo.
-
De acuerdo, id volando al 18 de Niños Luchando y
traedla, decidle que el Señor a
vuelto a recaer y ya tendremos ocasión de ponerla en
antecedentes y de hallar una solución. ¡Ave María, Purísima! Que otra nueva
desgracia le espera a esta santa Casa.
-
¡Señora, no seáis ave de mal agüero! le endilga el
orondo y calvo jardinero.
Mientras estos acontecimientos
tienen lugar en el patio de palacio, en
la sala donde el agente de policía no ha podido contener su nerviosismo, sus
pasos le han llevado frente a una foto en blanco y negro de un joven teniente
de caballería, por las dos estrellas que luce en su pecho y las insignias del
cuello de su uniforme. De amplia frente, de rostro armonioso y con un bigote
que esconde el fino labio superior, con ojos soñadores, un tanto tristes y de
probable color aterciopelado, de cabellera bien recortada y con pobladas cejas
que enmarcan la gravedad de su mirada juvenil. Un ligero estremecimiento de
todo su cuerpo le hacen recuperar al policía la razón del grave recado que ha
de entregar por orden de sus superiores y logra desasir su mirada de la atracción
que parecía ejercer en él aquella foto.
María, la esposa del
carpintero, era originaria de Benalúa de las Villas y había estado, desde que
perdiera a su madre, siendo muy niña, mientras veía partir hacia la emigración
Argentina a su hermano, violinista y de singular simpatía veguera, al servicio
de los Contreras y Pérez de Herrasti, en sus cortijos de la misma patria del
fundador del reino nasrita, en los veranos en San Sebastián o en la fastuosa
casa de las Columnas, como era conocida la enorme residencia de la familia
Contrera, a la que se había unido en matrimonio la rama de Gómez de las
Cortinas, todos ellos profundamente entroncados en la nobleza de Granada.
Presurosa, llegó María Aguado
Moreno, con su modesta vestimenta hogareña, una simple rebeca blanca de lana
sobre sus hombros, el rostro serio y de mejillas sonrosadas, donde las escasas
arrugas ennoblecían aún más si cabe sus ojos todavía inquietos y tiernos; de no
gran estatura, de cabeza bien torneada y de pelo negro, donde ya se empezaban a
adueñar las hebras de las incipientes canas. Distante y seria con los extraños,
descubría su enorme gracejo veguero con sus seres queridos o los paisanos que
con frecuencia pasaban por su casa, dejándole siempre la muestra de los frutos
de sus cosechas según fuera la época, en agradecimiento por su hospedaje
desinteresado en los años de guerra, como por los favores que siempre se han
sabido dispensar los campesinos con sus paisanos, sobre todo en aquellos años
de calamidades. Tenía pues una simpatía y unas maneras que, aún cuando había
aprendido a escribir y leer sola, actuaban de imán y con su donaire, su gracejo
y el saber antiguo, lograba simpatizar con los más recalcitrantes, además de su
enorme fe y su gran religiosidad.
Le había acompañado en su
apresurada venida su esposo, Paco, Francisco Orero Montoro, más conocido por su
oficio de carpintero, capaz de extraer de la madera obras de arte que nunca le
serían bien retribuidas, a pesar de la maestría de su trabajo y del tiempo que
le dedicaba, con una clientela preñada de registradores, notarios, abogados, aristócratas,
conventos, iglesias y toda la grey funcionarial, que en Granada nunca fueron
esplendidos y menos aún en aquellos años de hidalgos venidos a menos. Varios
palmos más alto que ella, con una cara agraciada y de ojos negros profundos,
con orejas despejadas y todavía con un cierto deje vocal de su Andújar natal.
Su nariz arrastraba también un lejano eco y la fuerza de su lejana estirpe
judía, originaria de antiguo en un modesto pueblo del golfo de Génova, antes de
su migración medieval a tierras levantinas y a la postrera de los olivares de
Jaén. Paraguas en mano ,ni siquiera había tenido tiempo de despojarse de su
bata azafrán de carpintero, de cuyas pequeñas virutas de madera se palmeaba
mientras su esposa entraba en el amplio atrio de aquel palacio, en cuya capilla
se habían prometido amor eterno, años antes, bajo la atenta mirada y el
patrocinio de don Ramón.
Mientras Paco el carpintero se
quedaba rezagado, junto al resto de la servidumbre, la ama
de llaves y la pizpireta Pepita, bajo los soportales del patio, que ella había paseado en su mocedad, fue
puesta en antecedentes de una probable mala noticia, de la que sería portador
el policía nacional que esperaba en la sala recibidor.
Toda la servidumbre en coro,
con el ceño fruncido, silenciosos, vieron como María Aguado y la ama de
llaves entraban en la sala donde el sobre de aquel siniestro correo esperaba
darles una noticia de la que nunca hubieran querido oír.
Tras las presentaciones
pertinentes, en el gabinete donde habían hecho antesala capitanes generales,
arzobispos, catedráticos, al igual que el mismo Padre Manjón o modestos
labriegos, aquel enviado del ministerio por fin se decidía a poner en manos de
la ama de llaves el sobre del que era portador. Portador de la más terrible de
las noticias para aquella Familia.
En una hoja, ribeteada toda de
un filo negro, cual crespón, y
encabezada por una cruz y la bandera bicolor de España, decía:
“Fernando Contreras y Gómez de
las Cortinas, Pérez de Herrasti y Atienza.
Requeté. Teniente de
caballería, condecorado con dos cruces de Guerra, dos Rojas del Mérito Militar
y Medalla de campaña. Caballero de la Real Maestranza de Caballería de Granada.
Falleció en acto de servicio
en la Academia de Valladolid el viernes 29 de Noviembre de 1940, a los 25 años
de edad.
D.E.P.
¡Arriba España!”
Ni la firma ilegible, ni las
postreras líneas de consuelo pudieron leerlas al unísono aquellas dos mujeres,
pues desde que abrieron el sobre, las
lágrimas y el llanto les impidió proseguir la temblorosa lectura, hasta que un lamento sordo se había
extendido ya, como un reguero de pólvora por el patio donde todos los
habitantes de aquel palacio se congregaban, mientras que nadie se percataba del
paso silencioso y cansado del Sr. del lugar, a quien aquella horrible noticia
le era destinada y que nadie pudo advertir de qué modo llegaba hasta el
gabinete y en sus manos ya ajadas y aún finas, pues se había abierto paso entre
su servidumbre de manera discreta y
misteriosa, llegaría él también a poseer aquel lúgubre pliego.
-
Qué te trae por casa, mi buena María.
María Aguado se sorprendió de
la repentina presencia de don Ramón, que ya sospechaba en su pecho la amarga
noticia del que era portador aquel espectro de abrigo gris, que había quedado
también como petrificado por la noticia y por la presencia del palaciego. Secó
sus lágrimas de un pañuelo, que extrajo de la bocamanga de su amplio sayal y
sin poder contener su dolor, sólo pudo extenderle la hoja funesta, que temblaba
en su mano, al dueño y destinatario de la misiva.
Tomó la hoja, la leyó y a
pesar de su enorme esfuerzo para no desfallecer, ni mostrar su pesar más
profundo, no pudo resistir el martilleo de su corazón, que incesantemente
crecía y ahogaba sus más íntimos pensamientos. Se dejó caer como un fardo ya
hastiado de tanto infortunio, su cabeza sobre el pecho y terminó derrumbándose
en el suelo sin que ninguno de los tres asistentes presentes pudieran hacer
nada para evitarlo.
Entre Paco el carpintero, el
jardinero y el policía en brazos le llevaron apresuradamente a sus aposentos,
mientras de su boca sólo se escuchaba el sordo lamento del “por qué Señor, por
qué te has llevado lo que más quería, por qué no me tomas a mí, por qué a él,
por qué la luz de mi casa” y unas escurridizas lágrimas recorrían con angustia
su mejilla de surcos augustos
y de pesados años, mientras en su pecho el
yunque de su ajado corazón seguía recibiendo con fuerza indescriptible los
golpes del destino.
En aquel palacio, cada uno de
los presentes ya conocían la triste y horrible noticia, como por los
mentideros, cuestas y plazoletas de Granada. El desfile de familiares,
autoridades, vecinos y personas de todo pelaje, que querían expresar sus
condolencias o recabar noticias, era incesante , sin embargo, nadie reparaba en
el dolor de un menestral y su esposa, derrotados en uno de los bancos del
jardín postrero de palacio, mientras entre lágrimas recordaban aquel niño y hoy cadáver, el día de su boda,
cuando se disponían a entrar en la capilla, le gritaba en sollozos a Paco el
carpintero, “ladrón, me la has robado. No te la lleves”.
Quien podía consolar aquel
tierno infante que veía cómo se iba de su lado la persona que más había
querido, quien había hecho de madre para él, quien le había canturreado canciones
de cuna para adormecer sus miedos infantiles, quien le había cantado y contado
nanas y cuentos transmitidos en la vega de Granada desde tiempos remotos y que
las nodrizas campesinas saben como nadie.
Ya por la calle Elvira, por
Gran Vía, en Mesones, las Pasiegas o San Jerónimo, ninguna moza volvería a
suspirar por aquellos ojos y aquel aire marcial de este nuevo Aliatar, mientras
acudía al 18 de Niños Luchando para confesar sus anhelos más íntimos a la persona
que en su infancia le había acunado, mientras su ahijado escuchaba con embeleso
a su Padrino, por quien siempre sintió un enorme cariño.
La noticia conmovió toda
Granada, aún cuando la familia nunca había congeniado bien con el poder
imperante entonces, de camisas azules y saludo brazo en alto, palma de la mano
extendida; se habían guardado las distancias, ya que ellos habían sido siempre
personas de orden y de mucha fe, con profundo sentimiento monárquico, razón por
la que las exequias se llevaron a cabo de manera austera, como siempre fueron
las señas de identidad de los Contreras, ya que se extinguía una estirpe de
rancio abolengo en Granada, mientras su féretro se encaminaba a su eterno
reposo entre olivos, en tierras también del primer rey nazarita de la Alhambra.
Pronto, aquel palacio pasó a
manos del Estado, para establecer allí la facultad de Filosofía y letras, y su
capilla señera se iría despojando de su magnificencia y buena parte de sus
maderas, imágenes y ornato, que éste prócer granadino regalara a una iglesia de
Arjona, mientras que en la memoria de un modesto carpintero y de su sencilla
compañera, guardarían para siempre lo más preciado para ellos, su matrimonio en
aquella casa, como los recuerdos de las correrías, abrazos y besos de aquel
niño ahora corriendo caminos estelares, como la gran humanidad del patriarca de
aquel palacio, don Ramón Contreras.
A quien esto escribe, como las
dudas íntimas de que no fue una muerte inocente, siempre flotaron por aquella
carpintería de Niños Luchando, supongo también que en sus parientes más
próximos, como en la memoria de aquellos lugareños, que también a mí, de manera
vaporosa me hicieron llegar alrededor de una mesa de camilla, cuando los viejos
hacen relato a sus nietos de historias pasadas, que entonces uno recibía con
fruición, pues quienes me lo hicieron llegar a ellos también se les rompió un
pedazo del corazón y se les desvanecía un porvenir esperanzado y halagüeño,
amén de una pasada mocedad.
¿Esto está sacado de algún libro? Gracias.
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